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Sin duda envenenará a alguien para ver cómo trabaja usted. Pero no hay mucho donde escoger. Dice que en estos momentos sólo aloja a dos parejas: un dentista americano y dos tortolitos, como ella dice.

– Parece exactamente la clase de velada que necesito -dijo Lynley. Se acercó a la ventana, con el vaso en la mano, y miró el sendero serpenteante que era el Camino de la Abadía de Keldale. No podía ver gran cosa, pues se curvaba a la derecha y desaparecía bajo el arco protector de los árboles.

Stepha se reunió con él. Permanecieron unos instantes en silencio.

– Espero que haya visto a Roberta -le dijo por fin.

El se volvió, creyendo que la mujer estaría mirándole, pero no la hacía, sino que miraba fijamente la jarrita de cerveza que sujetaba y la que hizo girar lentamente en la palma de la mano, como si toda su concentración estuviera puesta en el equilibrio del recipiente y la necesidad absoluta de no derramar ni una gota.

– ¿Cómo lo ha sabido?

– De niña era muy alta, la recuerdo bien. Casi tan alta como Gillian. Era una muchacha corpulenta. -Con una mano mojada por la humedad del vaso, se apartó algunas hebras de cabello de la frente. Sus dedos dejaron una tenue raya en la piel, que se frotó con impaciencia-. Ocurrió muy lentamente, inspector. Primero sólo estaba llenita… se le notaba una tendencia a la obesidad, pero eso era todo. Luego… se puso como usted la ha visto hoy. -El estremecimiento que recorrió su cuerpo fue revelador y, como si se hubiera dado cuenta de lo que implicaba su reacción, añadió-: Es un defecto terrible, ¿verdad? Siento una aversión exagerada hacia la fealdad. Ciertamente, no me gusta ese rasgo de mi carácter.

– Pero no me ha respondido.

– ¿Ah, no? ¿Qué me ha preguntado?

– Cómo ha sabido que he visto a Roberta.

Un ligero rubor cubrió las mejillas de Stepha. Se movió inquieta y pareció tan incómoda que Lynley lamentó haberla presionado.

– No importa -le dijo.

– Es sólo que… ha cambiado usted un poco desde esta mañana. Está más agobiado y tiene arrugas en las comisuras de la boca. -El rubor se intensificó-No las tenía antes.

– Ya veo.

– Por eso me pareció que la había visto.

– Pero lo supo sin necesidad de preguntar.

– Sí, supongo que sí. Y me pregunté cómo puede soportar la fealdad de las vidas de otras personas, tal como lo hace.

– Vengo haciéndolo desde hace años y uno se acostumbra a todo, Stepha.

El hombretón estrangulado mientras estaba sentado ante su mesa, la sucia muchacha muerta y con la aguja clavada en el brazo, la salvaje mutilación del cadáver de un joven. ¿De veras llegaba uno a acostumbrarse al lado sombrío del ser humano?

Ella le miró entonces con una franqueza sorprendente.

– Pero sin duda es como contemplar un infierno.

– Sí, un poco.

– ¿Y no ha deseado escapar de todo eso? ¿Salir corriendo en la otra dirección? ¿Nunca? ¿Ni una sola vez?

– Uno no puede pasarse la vida huyendo.

Ella desvió la vista y volvió a mirar a través de la ventana.

– Yo sí puedo -murmuró.

Barbara oyó los golpes y apagó el tercer cigarrillo. Miró a su alrededor presa del pánico, abrió la ventana y corrió al lavabo para tirar la colilla a la taza. Los golpes arreciaron y la voz de Lynley la llamó por su nombre.

La sargento fue a abrir. El titubeo y miró por encima de su hombro con curiosidad antes de hablar.

– Hola, Havers, traigo noticias. Parece ser que la señora Odell quiere que tomemos una cena más sustanciosa, y nos ha reservado una mesa en Keldale Hall. -Consultó su reloj-. Iremos dentro de una hora.

– ¿Qué? -exclamó ella, alarmada-. Me temo que no puedo… no creo que…

Lynley enarcó una ceja.

– Por favor, Havers, no me venga ahora con las mismas monsergas de Helen, que no tiene nada que ponerse, etcétera.

– ¡Pero es cierto! -protestó ella-. Vaya usted solo. Yo comeré algo en la Paloma y el Silbato.

– En vista de su reacción ante la comida que nos sirvieron ahí ayer, ¿cree que es sensato repetir la experiencia?

Era un golpe bajo, y ella le maldijo en silencio.

– No me gusta el pollo, nunca lo como.

– Magnífico. Tengo entendido que el cocinero del Hall es todo un gourmet. Dudo que haya ningún bicho con plumas, a menos, claro, que Hannah sea la camarera.

– Pero es que no puedo…

– Es una orden, Havers. Dentro de una hora.

Tras estas palabras, el inspector giró sobre sus talones y se marchó. Barbara volvió a maldecirle en su interior y cerró la puerta con la brusquedad suficiente para mostrar su disconformidad. Buena velada le aguardaba: cubertería de plata, copas de cristal tallado y camareros que se llevan cuchillos y tenedores antes de que una haya descubierto qué hacer con ellos. El pollo con guisantes de la Paloma y el Silbato parecía una bendición comparado con aquel engorro.

Abrió el armario ropero y examinó su contenido. ¿Qué podría llevar para mezclarse adecuadamente con la sociedad elegante? ¿La falda de tweed marrón y el pulóver a juego? ¿Los pantalones de drill y las botas? ¿Quizás el traje azul, a fin de que Lynley recordara a Helen con su impecable guardarropía, su cabello bien cortado, la manicura perfecta de sus manos y su voz lírica?

Sacó un vestido camisero de lana blanca y lo arrojó sobre la cama deshecha. La verdad es que, bien mirado, incluso resultaba divertido. ¿Creería la gente que salían juntos? ¿Apolo llevando a cenar a Medusa? ¿Cómo encajaría él las miradas y las burlas?

Una hora después, ni un segundo más ni menos, Lynley volvió a llamar a la puerta. Ella se miró en el espejo y sintió que se le revolvía el estómago. El vestido le sentaba muy mal, parecía un barril con piernas cubierto con una tela blanca. Abrió la puerta y le miró furiosa. Él iba impecablemente vestido.

– ¿Siempre lleva trajes con usted? -le preguntó, incrédula.

– Lo mismo que los muchachos exploradores -respondió él sonriente.- ¿Nos vamos?

La acompañó con galantería por la escalera y le abrió la portezuela del coche, todo ello con la naturalidad de un caballero de nacimiento. Como un piloto automático, se dijo Barbara irónicamente. ¿Por qué no se ponía su atuendo de terrateniente y se olvidaba de Scotland Yard?

Como si le hubiera leído la mente, el inspector se volvió hacia ella antes de poner el coche en marcha.

– Havers, me gustaría dejar el caso de lado durante el resto de la velada.

¿De qué diablos hablarían si el asesinato de Teys iba a ser tabú?

– De acuerdo -replicó ella bruscamente.

Lynley asintió y puso el motor en marcha.

– Me encanta esta parte de Inglaterra -le dijo mientras tomaba la carretera de la abadía-. ¿No le había dicho que soy un yorkista descarado?

– ¿Un yorkista?

– En estos parajes tuvo lugar la Guerra de las Rosas. La casa del sheriff Hutton no está lejos de aquí y la de Middleham a tiro de piedra, como suele decirse.

– No lo sabía.

Y ahora le largaba una lección de historia, porque todo lo que sabía ella de la Guerra de las Rosas era que había existido un conflicto con ese nombre.

– Ya sé que uno está obligado a tener una mala idea de los York, ya que, al fin y al cabo, eliminaron a Enrique VI. -Tamborileó con los dedos sobre el volante, pensativo-. Pero, a mi modo de ver, eso fue un acto de justicia. Pomfret y el asesinato de Ricardo II a manos de su propio sobrino. Matando a Enrique parece que se cerró el círculo del crimen.

Ella trenzó el vestido de lana blanco entre los dedos y suspiró, derrotada.

– Verá, señor, esto no se me da bien y… bueno, estaría mucho mejor en la Paloma y el Silbato. Si tuviera la bondad…