Lynley frenó repentinamente al borde de la carretera.
– Por favor, Barbara. -Ella sabía que la estaba mirando, pero mantenía los ojos fijos en la oscuridad y contaba las mariposas nocturnas que revoloteaban bajo la luz de los faros-. ¿Por qué no se comporta por una sola noche tal como es? Sea usted misma, por Dios.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó ella en un tono que le pareció demasiado suspicaz.
– Significa que puede dejar de actuar, o, por lo menos, deseo que lo haga.
– ¿Actuar?
– Simplemente sea usted misma.
– ¿Cómo se atreve…?
– ¿Por qué finge que no fuma?
– ¿Y usted por qué finge ser un esnob de la clase rica? -replicó ella, y en el acto pensó que se había excedido.
Se hizo una pausa de silencio. Luego él echó atrás la cabeza y se rió.
– Tocado. ¿Por qué no hacemos una tregua durante el resto de la velada y por la mañana seguimos desdeñándonos mutuamente?
Ella le miró furibunda y entonces, a su pesar, sonrió. Sabía que aquel hombre la estaba manipulando, pero no le importaba.
– De acuerdo -dijo a regañadientes, pero observó que ninguno de los dos había respondido a la pregunta del otro.
Al llegar a Keldale Hall les recibió una mujer que hizo perder a Barbara los temores por su atuendo que Lynley no había podido disipar. Vestía una falda de color indefinido, horadada por las polillas, una blusa de gitana decorada con estrellas y un chal con lentejuelas echado sobre los hombros, como una manta india. Tenía el pelo gris recogido con dos cintas elásticas, una a cada lado del cuello, y para completar el conjunto se había puesto en la cabeza una peineta española de carey.
– ¿Son de Scotland Yard? -preguntó, mirando a Lynley con ojo crítico-. Dios mío, no los vestían así cuando yo era joven. -Soltó una risotada-. ¡Pasen! Hoy somos pocos, pero me han librado de asesinar a alguien.
– ¿Cómo es eso? -preguntó Lynley, haciendo que Barbara pasara delante.
– Tengo aquí una pareja de americanos a los que me encantaría matar. Pero dejemos eso. Ya lo comprenderán en seguida. Estamos reunidos ahí dentro. -Les precedió a través del enorme vestíbulo, en el que flotaban diversos olores procedentes de la cocina cercana-. No les he dicho que ustedes son de Scotland Yard -les confió sin bajar el tono de voz, al tiempo que se ajustaba el chal de lentejuelas-. Cuando conozcan a los Watson, sabrán por qué. -Cruzaron el comedor, donde la luz de las velas arrojaba sombras sobre las paredes. Había una mesa enorme, con un mantel blanco y puesta con vajilla de porcelana y cubiertos de plata-. Los otros son una pareja de recién casados, de Londres. Me gustan. No se manosean en público como suelen hacer tantas parejas. Son muy tranquilos y muy amables. Supongo que no les gusta llamar la atención porque el hombre está lisiado. Pero la esposa es una criatura adorable.
Barbara se dio cuenta de que Lynley retenía el aliento. Los pasos detrás de ella se hicieron más lentos y luego se detuvieron por completo.
– ¿Quiénes son? -preguntó con voz ronca.
– Se llama Allcourt-Saint James -dijo la mujer mientras abría la puerta.- ¡Tenemos compañía! -anunció.
Barbara se dio cuenta de la calidad fotográfica de la escena. El fuego ardía en la chimenea, siseando al tiempo que las llamas devoraban el carbón. A su alrededor había unos cómodos sillones. En el extremo de la sala, tocada por las sombras, Deborah Saint James estaba inclinada sobre el piano, hojeando con expresión complacida en un álbum familiar. Alzó la vista, sonriente, y los hombres se pusieron en pie. Los presentes quedaron inmovilizados y silenciosos.
– Dios mío -susurró Lynley, y su tono reflejaba plegaria, maldición y resignación.
Al oírle, Barbara le miró y comprendió de repente. Era ridículo que no lo hubiera visto antes. Lynley estaba enamorado de la mujer del otro.
– ¡Encantado de conocerles! Qué virguería de traje que lleva, amigo -dijo Hank Watson, tendiendo la mano a Lynley, una mano algo húmeda de sudor, por lo que era como estrechar a un pez cálido y crudo-. Soy dentista -explicó-. He venido a la convención de la ADA en Londres. Los impuestos nos comen vivos. Esta es Jojo, mi esposa.
Una vez efectuadas las presentaciones, la señora Burton-Thomas tomó de nuevo la palabra.
– Tengo por norma tomar cava antes de la cena, y si es posible, también antes del desayuno. ¡Trae el vino, Danny! -gritó en dirección a la puerta, y poco después entró una muchacha en la sala, con un cubo de hielo, cava y copas.
– ¿A qué se dedica, amigo? -preguntó Hank a Lynley mientras les llenaba las copas-. Pensé que Simon, aquí presente, era algo así como profesor universitario, y me entró el telele cuando dijo que se dedicaba a la cosa forense.
– La sargento Havers y yo trabajamos en Scotland Yard -respondió Lynley.
– ¡Arrea! ¿Has oído eso, cariño? -Miró a Lynley con renovado interés-. ¿Han venido por el misterio del bebé?
– ¿Qué misterio?
– Es un caso que ya tiene tres años de antigüedad y supongo que a estas alturas las pistas son bastante escasas. -Hank guiñó un ojo a Danny, la cual estaba colocando la botella de cava en el cubo de hielo-. El bebé muerto en la abadía, ya sabe.
Lynley no sabía nada ni quería saberlo. No podría haber respondido aunque su vida dependiera de ello. Se sentía incómodo, sin saber adónde mirar ni qué decir. Sólo era consciente de la presencia de Deborah.
– Hemos venido por el misterio de la decapitación -dijo entonces Havers en tono cortés, mucho más de lo habitual en ella.
– ¿De-ca-pi-ta-ción? -gruñó Hank-. ¡En esta región del país no ganas para sustos! ¿No es cierto, Jojo?
– Desde luego -dijo su esposa, asintiendo solemnemente. Acarició el largo collar de perlas que llevaba y miró esperanzada a los silenciosos esposos Saint James.
– Venga, dele a la maldita -dijo Hank, que se había inclinado hacia delante en su sillón, acercándose más a los Saint James.
– ¿Cómo ha dicho?
– Que suelte la lengua y nos cuente la verdad, la auténtica verdad de lo ocurrido. -Dio una palmada al brazo del sillón en el que Lynley estaba sentado-. ¿Quién lo hizo, amigo?
Era demasiado. Aquel lamentable hombrecillo con el rostro casi congestionado por la excitación era intolerable. Llevaba un traje de poliéster de color azafrán, una camisa estampada a juego, y del cuello le colgaba una pesada cadena de oro con un medallón que oscilaba sobre el vello hirsuto del pecho. En un dedo brillaba un diamante del tamaño de una nuez, y sus dientes blancos lo parecían todavía más a causa del intenso bronceado de su piel. Movía las aletas de su nariz bulbosa, revelando la negrura de las fosas nasales.
– No estamos seguros del todo -replicó Lynley seriamente-, pero usted encaja en la descripción.
Hank fijó en él sus ojos saltones.
– ¿Que encajo en la descripción? -gruñó. Entonces miró a Lynley más de cerca y sonrió-. ¡Caramba con ustedes, los británicos! ¡No acabo de cogerle el truco a su sentido del humor! Pero voy mejorando, ¿no es cierto Simon?
Finalmente Lynley miró a su amigo y vio que sonreía divertido.
– Sin duda alguna -respondió Saint James.
Cuando regresaban a la hostería por la oscura carretera, Barbara observó furtivamente a Lynley. Hasta aquella noche, le había parecido impensable que semejante hombre tuviera un fracaso amoroso. Sin embargo, allí mismo, en las afueras del pueblo, se hallaba la prueba innegable: Deborah.
Recordó el momento de silencio embarazoso, durante el que los tres se miraron entre sí antes de que ella se adelantara, con el rostro sonriente y la mano tendida.
– ¡Tommy! -exclamó la señora Saint James-. ¿Qué estás haciendo en Keldale?
Él no supo qué responder. Barbara se dio cuenta e intervino.
– Una investigación -replicó.
Entonces aquel fastidioso tipejo americano se puso en medio -en realidad, la suya fue una intervención oportuna- y los tres volvieron a respirar con normalidad.