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Barbara nunca había reconocido tan claramente la necesidad de un hombre de golpear a otro, ni el impulso salvaje, atávico, que a menudo lleva a la satisfacción de esa necesidad. Ahora lo veía en Nies, en su postura, en sus manos cuyos dedos eran como espolones, curvados y a punto de cerrarse en un puño, en los tendones abultados del cuello. Lo que no podía comprender era la reacción de Lynley. Tras la tensión inicial, había recuperado su talante imperturbable, nada natural en aquellas circunstancias, y esto parecía ser la causa de la ira creciente de Nies.

– ¿Ha resuelto este caso, inspector? -preguntó el comisario en tono burlón-. ¿Ha practicado alguna detención? No, claro que no. Primero necesita disponer de todos los hechos, así que voy a proporcionarle unos cuantos y podrá ahorrar algo de tiempo. Roberta Teys mató a su padre. Le cortó la cabeza al desgraciado, se sentó y esperó a que descubrieran el crimen. Y no va usted a encontrar ninguna prueba inesperada que demuestre otra cosa, ni para Kerridge ni para Webberly ni para nadie. Pero se lo pasará bien buscándola, amigo. De mí no conseguirá nada más. Ahora apártese de mi camino.

Nies pasó por su lado, abrió bruscamente la puerta trasera y subió a su coche. Rugió el motor y el vehículo partió con un chirrido de neumáticos.

Lynley miró a las dos mujeres. Stepha estaba muy pálida, Havers mantenía una actitud estoica, pero ambas esperaban claramente alguna reacción por su parte. No se le ocurrió nada. Fueran cuales fuesen los motivos por los que Nies se comportaba de aquel modo, no deseaba comentarlos. Le habría gustado considerarle un paranoico, un psicópata, un loco, pero sabía demasiado bien lo que era llegar a un punto de ruptura debido al esfuerzo y el agotamiento durante un caso. Lynley se daba cuenta de que Nies estaba a un paso de derrumbarse bajo la tensión por el escrutinio a que Scotland Yard sometía su competencia. Por ello, si aquel hombre encontraba algún alivio vituperándole por el choque ocurrido entre ellos cinco años atrás, Lynley no tenía inconveniente en darle al hombre rienda suelta.

– ¿Quiere traerme el expediente de Teys, sargento? -le preguntó a Havers-. Lo encontrará en la mesa de mi habitación.

Barbara se lo quedó mirando como si estuviera pasmada.

– Señor, ese hombre…

– Está en mi escritorio -repitió Lynley.

Se acercó al montón de ropa tirado en el suelo, recogió el vestido y lo extendió como una tienda de campaña derribada sobre el sofá.

Tenía una estampación de color pastel claro, cuello de marinero blanco y mangas largas terminadas en puños blancos puestos del revés. La manga izquierda de la prenda presentaba una mancha extensa, parduzca. Otra mancha se extendía desde la altura correspondiente a los muslos hasta las rodillas, mientras que el borde de la falda estaba salpicado de manchitas del mismo color. Era sangre coagulada. Palpó el tejido y lo reconoció sin necesidad de corroborarlo con una etiqueta: seda.

También había unos zapatos: recios y grandes, de tacón alto, con barro incrustado a lo largo del reborde entre la suela y el cuerpo del zapato. También estaban salpicados con las mismas manchas pardas. Una combinación y varias prendas interiores completaban el conjunto.

– Es el vestido que se ponía para ir a la iglesia -dijo Stepha Odell, y añadió en voz apagada-: Tenía dos, uno para el invierno y otro para la primavera.

– ¿Su mejor vestido? -preguntó Lynley.

– Creo que sí.

El inspector empezó a comprender la testaruda negativa de los habitantes del pueblo a creer que la muchacha había cometido el crimen. Con cada nuevo dato obtenido, parecía más inverosímil. Havers regresó con el expediente, el rostro inexpresivo. Antes de empezar a hojearlo, Lynley no tuvo duda de que la información que deseaba no estaba allí. No se equivocó.

– Maldito sea ese tipo -musito, y miró a Havers-. No ha incluido ningún análisis de las manchas.

– Debería haberlas analizado, ¿no?

– Lo ha hecho, pero no tiene intención de darnos los resultados. No está dispuesto a hacer nada que nos facilite el trabajo.

Lynley soltó un juramento entre dientes y volvió a colocar las prendas en la caja de cartón.

– ¿Qué vamos a hacer? – preguntó Havers.

El sabía la respuesta. Necesitaba a Saint James, la precisión mecánica de su mente tan adiestrada, la rápida e infalible certeza de su habilidad técnica. Necesitaba un laboratorio donde realizar las pruebas y un forense experto de su confianza. Desde cualquier ángulo que lo examinara, la solución estaba inequívocamente en Saint James.

Contempló la caja abierta a sus pies y se entregó al placer efímero de maldecir al hombre de Richmond. Pensó que Webberly estaba equivocado y él era la última persona a la que debería haber encargado el caso, pues Nies veía en ello la condena de Londres, lo veía con demasiada claridad, y consideraba a Lynley y el problema que tuvo con él como su único error grave.

Reflexionó en sus opciones. Podría pasar el caso a otro inspector: MacPherson podría presentarse en Keldale y hacerse cargo del asunto en un par de días. Pero MacPherson ya estaba bastante ocupado con los crímenes del Destripador. Sería inconcebible apartarle del único caso en el que tanto se requería su pericia sólo porque Nies no podía hacer las paces con su pasado. También podría telefonear a Kerridge, en Newby Wiske. Después de todo, Kerridge era el superior de Nies. Pero implicar a Kerridge, haciéndole morder el freno para compensar de algún modo el caso de los Romaniv, era más absurdo si cabía. Además, Kerridge no tenía los papeles, los resultados de las pruebas de laboratorio, las declaraciones. Lo único que tenía era un odio inflexible hacia Nies y la incapacidad de entenderse con éste. La situación era un tremendo torbellino político de ambición frustrada, errores y venganza. Lynley estaba harto de ello.

Pusieron un vaso ante él, sobre la mesa. Alzó la vista y se encontró con la serena mirada de Stepha.

– Creo que le irá bien un poco de cerveza Odell.

El rió brevemente.

– ¿Beberá conmigo, sargento?

– No, señor -replicó Barbara, y cuando él creía que iba seguir con su anterior conducta exasperante, de funcionario que no se aparta ni un ápice de las normas cuando está de servicio, añadió-: pero le agradecería un cigarrillo, si no le importa.

Él le ofreció la pitillera dorada y el encendedor de plata.

– Fume todos los que quiera.

Ella encendió un pitillo.

– Ponerse el vestido de los domingos para ir a cortarle la cabeza a papá… Eso no tiene sentido.

– Sí que lo tiene -dijo Stepha.

– ¿Por qué?

– Porque era domingo. Se había vestido para ir a la iglesia.

Lynley y Havers se miraron, dándose cuenta simultáneamente de lo que significaban las palabras de Stepha.

– Pero a Teys le mataron un sábado por la noche -dijo Havers.

Lynley miró el vestido metido en la caja.

– Roberta debió de levantarse como de costumbre el domingo por la mañana, se puso la ropa para ir a la iglesia y esperó a su padre. Este no estaba en la casa, por lo que probablemente la chica supuso que se encontraba en alguna parte de la granja. Como es natural, no se preocupó, puesto que él regresaría a tiempo para acompañarla a la iglesia. Probablemente jamás se había perdido una misa. Pero ante la tardanza de William empezó a sentirse preocupada y fue en su busca.

– Y le encontró en el granero -concluyó Havers-. Pero la sangre del vestido… ¿Cómo cree que llegó a mancharse así?

– Supongo que estaba conmocionada. Debió de haber cogido el cadáver y estrecharlo en su regazo.

– ¡Pero no tenía cabeza! ¿Cómo podría…?

Lynley no hizo caso de la interrupción.

– Volvió a dejar el cuerpo en el suelo y, todavía bajo el shock, se quedó allí sentada hasta que llegó el padre Hart y la encontró.