– Pero entonces… ¿por qué dijo que ella le había matado?
– Nunca dijo tal cosa -replicó Lynley.
– ¿Qué quiere decir?
– Lo que dijo fue: “Lo he hecho yo, y no lo lamento” -puntualizó Lynley con decisión.
– Eso me parece una confesión.
– En absoluto. -Lynley deslizó los dedos alrededor de la mancha del vestido y examinó las distancias entre las manchas en la falda.- Pero, desde luego, indica algo.
– ¿Qué?
– Que Roberta sabe muy bien quién mató a su padre.
Lynley se despertó sobresaltado. La luz matinal se filtraba en la estancia formando franjas delicadas que cruzaban el suelo hasta la cama. Una fría brisa movía las cortinas y acarreaba los gratos sonidos de los pájaros que despertaban y el balido lejano de las ovejas, pero nada de esto llegaba a su conciencia. Permaneció en el lecho sintiéndose deprimido y desesperado, consumido por un deseo ardiente. Ansiaba volverse y encontrar a Deborah a su lado, su cabellera extendida sobre la almohada, los ojos cerrados, sumida en el sueño. Ansiaba despertarla y notar con los labios y la lengua los sutiles cambios físicos que serían reveladores de su deseo.
Apartó las sábanas con gesto de impaciencia. Era absurdo que se entregara a tales fantasías. Empezó a vestirse a toda prisa, desordenadamente. Tenía que irse de allí.
Cogió un suéter y salió de la habitación, bajó corriendo la escalera y se encontró en la calle. Entonces se dio cuenta de que sólo eran las seis y media de la mañana.
El valle estaba cubierto por una espesa niebla que giraba delicadamente alrededor de los edificios y cubría el río. A su derecha, la calle que conducía a lo alto del pueblo estaba desierta, con todos los postigos cerrados. Ni siquiera el verdulero colocaba sus cajas en la acera. Las ventanas de Sinji estaban oscuras, la puerta de la capilla wesleyana cerrada, lo mismo que el salón de té.
Se dirigió al puente, pasó cinco minutos arrojando guijarros al río y finalmente se fijó en la iglesia.
Encaramada en su altozano, Santa Catalina dominaba apaciblemente el pueblo, y Lynley se dijo que aquél era el exorcista que necesitaba para expulsar los demonios de su pasado. Hacia allí encaminó sus pasos.
Era un templo pequeño. Rodeado de árboles y un viejo y descuidado cementerio, elevaba al cielo su espléndida fachada normanda. El semicírculo de su ábside tenía varios vitrales, mientras que el campanario, en el otro extremo, albergaba un grupo susurrante de palomas. Observó un momento su aleteo en los bordes del tejado y luego avanzó por el sendero de grava hasta la entrada con sotechado del cementerio. Se sintió inmerso en la paz del camposanto.
Deambuló entre las tumbas, mirando las lápidas apenas legibles a causa de los estragos del tiempo. La niebla matinal había humedecido la exuberante maleza que amenazaba con ocultar por completo algunas lápidas. El musgo florecía en superficies que nunca veían el sol, y los árboles cobijaban los lugares donde seres olvidados mucho tiempo atrás descansaban para siempre.
Un curioso grupo de cipreses italianos retorcidos se arqueaban sobre unas lápidas volcadas, a pocos metros de la iglesia. Sus contornos eran desconcertantes, extrañamente humanoides, como si intentaran proteger las tumbas que estaban debajo. Intrigado, Lynley avanzó en aquella dirección, y entonces la vio.
Era muy típico de ella: se había subido las perneras de los vaqueros descoloridos, se había quitado los zapatos y había penetrado descalza en la alta y húmeda vegetación, a fin de captar las tumbas con los mejores ángulos y luz. Cuán propio de ella, asimismo, era haberse olvidado por completo de su entorno: no le importaba la franja de barro que se extendía desde el tobillo a la pantorrilla, la hoja carmesí que se había enredado en su cabello ni el hecho de que él estaba tan cerca, observando sus movimientos y ansiando sin esperanza que todo volviera a ser como antes entre ellos.
La niebla baja ocultaba y revelaba a intervalos. La luz del sol a través de las ramas moteaba débilmente las piedras. Un pájaro inquisitivo observaba con ojos brillantes desde una tumba cercana. Lynley apenas pensaba en ello, pero sabía que Deborah lo captaría todo con su cámara.
Buscó a Saint James, suponiendo que estaría sentado no lejos de allí, contemplando embelesado el trabajo de su esposa. Pero no estaba a la vista. Era evidente que ella se encontraba sola.
Lynley tuvo la sensación de que la iglesia le había traicionado con su promesa anterior de consuelo y paz. “No hay nada que hacer, Deb -pensó mientras la miraba-. Nada puede cambiar mis sentimientos. Quiero que le dejes, que le traiciones, que vuelvas a mí, porque me perteneces.”
Ella levantó la vista, se apartó el cabello del rostro y le vio. Por la expresión de su rostro, él supo en seguida que era como si hubiera dicho sus palabras en voz alta.
– Oh, Tommy.
No fingiría, desde luego, no evitaría el silencio con una charla insustancial, al estilo de Helen, para soslayar la emoción del encuentro. En lugar de hacer eso, ella se mordió el labio, como si él la hubiera golpeado, y se volvió hacia el trípode, en el que hizo unos ajustes innecesarios.
Lynley se aproximó.
– Lo siento mucho -le dijo. Ella siguió manoseando inútilmente su equipo, con la cabeza gacha y el cabello ocultándole el rostro-. No puedo superarlo. Intento ver claramente el camino a seguir, pero es en vano. -Ella desviaba el rostro, como si examinara el contorno de las colinas-. Trato de convencerme de que lo nuestro terminó de la mejor manera para todos, pero no me lo creo. Te sigo queriendo, Deb.
Entonces ella se volvió, con el rostro muy pálido y los ojos brillantes y humedecidos por las lágrimas.
– No puedes seguir así. Tienes que cambiar de actitud.
– Mi razón lo acepta así, pero nada más. -Una lágrima solitaria descendió por la mejilla de la mujer. El movió la mano para enjugarla, pero se contuvo y dejó caer el brazo al costado. – Esta mañana me desperté con tales deseos de hacer el amor contigo de nuevo que tuve la impresión de que si no salía de la habitación en seguida empezaría a arañar las paredes, por pura frustración, adolescente si quieres. Creí que la iglesia sería un bálsamo para mí, pero no se me ocurrió que tú pudieras estar en este cementerio tan de mañana. -Miró el equipo fotográfico-. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Dónde está Simon?
– Sigue en el Hall… Me desperté temprano y salí a ver el pueblo.
El percibió la falsedad de sus palabras.
– ¿Está enfermo? -le preguntó bruscamente.
Ella contempló las ramas de los cipreses. La respiración entrecortada de Simon la había despertado poco antes de las seis. Yacía con tal inmovilidad que por un terrible momento ella le creyó agonizante. Se esforzaba por no hacer ruido al respirar, y ella supo de inmediato que su único pensamiento había sido no despertarla. Pero cuando le cogió la mano, él aferró sus dedos con fuerza. “Te traeré la medicina”, le susurró, y después de administrársela observó el rostro sin expresión del hombre que luchaba por dominar el dolor. “¿Puedes… dejarme solo durante una hora, amor mío?” Era la parte de su vida que no toleraba compañía, la parte que ella jamás podría compartir. Le dejó solo.
– Verás… Esta mañana tenía dolores.
Lynley percibió el impacto de las palabras. Comprendía muy bien todo lo que implicaban.
– Dios mío, no hay escapatoria, ¿verdad? -dijo amargamente-. Incluso eso es por mi culpa.
– ¡No! -exclamó ella horrorizada-. ¡No digas eso! ¡Jamás! ¡No te hagas eso a ti mismo! ¡Tú no tienes la culpa!
Como había hablado con tanta rapidez, sin pensar en la impresión que sus palabras causarían en Lynley, de repente le pareció que había dicho más de la cuenta, mucho más de lo que había querido decir, y volvió a su equipo fotográfico, quitó la lente, desmontó la cámara y se puso a guardar cada pieza en su lugar del estuche.