El la observó. Sus movimientos eran convulsivos, como una película antigua proyectada a una velocidad inadecuada. Tal vez ella se dio cuenta y comprendió lo que revelaba su actitud, pues cesó en sus movimientos, con la cabeza gacha y una mano sobre los ojos. Los rayos del sol incidían en su cabellera, que tenía el color del otoño. La muerte del verano.
– ¿Sigue en el Hall, Deb? ¿Le has dejado allí? -No quería saberlo, pero ella necesitaba decírselo. Ni siquiera ahora él podía permitir que esa necesidad quedara sin respuesta.
– Me pidió que… Ha sido por los dolores. No quiere que le vea sufrir y cree que me protege haciendo que le deje solo cuando tiene una crisis. -Levantó la vista al cielo, como si buscara alguna señal. Los delicados músculos de su garganta se movían-. Verte excluida de esta manera es muy duro. Lo detesto.
Lynley comprendió.
– Eso es porque le quieres, Deb.
Ella le miró un momento antes de replicar.
– Sí, Tommy, le quiero. Él es mi otra mitad, forma parte de mi alma. -Acercó una mano vacilante a su brazo y le tocó ligeramente-. Ojalá encuentres a alguien que te quiera así. Es lo que necesitas. Pero yo… yo no puedo ser esa persona, ni siquiera deseo serla.
Él palideció al oír estas palabras. Tratando de dominarse, dirigió su atención a la tumba que estaba a sus pies.
– ¿Es ésta la fuente de tu inspiración matinal? -le preguntó con repentina jovialidad.
– Sí -respondió ella, procurando que el tono de su voz tuviera la misma ligereza-. He oído hablar tanto del bebé de la abadía que sentí deseos de ver su tumba.
– “Como la llama al humo” -leyó Lynley-. Curioso epitafio para un niño.
– Soy bastante aficionado a Shakespeare -dijo una voz meliflua a sus espaldas.
Al volverse, vieron al padre Hart en el sendero de gravilla, a unos pasos de ellos, con las manos cruzadas sobre el estómago. Con la sotana y el sobrepelliz parecía un gnomo espiritual. Se había aproximado a ellos sin hacer ruido, como una aparición que se materializa entre la niebla.
– Cuando me toca a mí decidir, una cita de Shakespeare siempre me parece lo más apropiado para una lápida. Es intemporal y poético, proporciona significado a la vida y a la muerte.
Se palpó los bolsillos de la sotana y sacó un paquete de Players. Encendió uno distraídamente y sujetó la cerilla entre los dedos antes de guardarse de nuevo el paquete. Eran movimientos sonambúlicos, como si no tuviera conciencia de lo que hacía.
Lynley reparó en la palidez amarillenta de su piel y la humedad crónica de sus ojos.
– Le presento a la señora Saint James, padre Hart -dijo en tono amable-. Está tomando fotografías de su tumba más famosa.
El sacerdote salió de su ensoñación.
– ¿Más famosa…? -Perplejo, su mirada pasó del hombre a la mujer antes de fijarse en la tumba. Sus ojos se velaron, mientras el cigarrillo se consumía entre sus dedos manchados de nicotina-. Ah, sí, ya veo. -Frunció el ceño-. Durante años me he preguntado quién podría haberle hecho eso a un recién nacido, abandonarlo desnudo a la intemperie, para que muriese. Necesité un permiso especial para enterrar aquí a la pobre criatura.
– ¿Un permiso especial?
– La niña estaba sin bautizar, pero la llamo Marina. -Parpadeó rápidamente y cambió de tema-. Si ha venido a ver tumbas famosas, señora Saint James, entonces le interesará visitar la cripta.
– Parece un relato de Edgar Allan Poe -observó Lynley.
– En absoluto. Es un lugar sagrado.
El sacerdote arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó. Entonces se agachó y, con un gesto que no parecía del todo consciente, recogió la colilla y se la guardó en el bolsillo. Entonces echó a andar en dirección a la iglesia. Lynley cargó con el equipo fotográfico de Deborah y siguieron al padre Hart.
– Aquí está enterrado San Cedd -iba diciendo el viejo clérigo-. Entren, por favor. Me estaba preparando para la misa diaria, pero primero se lo mostraré. -Abrió las puertas de la iglesia con una llave enorme y les indicó que pasaran-. Hoy en día la misa diaria tiene pocos fieles. A la gente sólo le interesa la del domingo. William Teys era el único fiel que asistía todos los días, y ahora no está… bueno, en más de una ocasión me he encontrado diciendo misa con la iglesia completamente vacía.
– Era íntimo amigo suyo, ¿verdad? -le preguntó Lynley.
El sacerdote agitó la mano que estaba a punto de encender la luz.
– Era… como un hijo.
– ¿Le habló alguna vez de los problemas que tenía para dormir, de su necesidad de tomar somníferos?
La mano se agitó de nuevo. El sacerdote titubeó. A Lynley le pareció que la pausa era demasiado larga y se movió un poco para ver mejor el rostro del anciano a la luz mortecina. Estaba mirando el interruptor, pero sus labios se movían como si rezara y le temblaban las manos.
– ¿Se encuentra bien, padre?
– Sí, sí, estoy bien. Es que… con frecuencia el recuerdo de aquel hombre… – El sacerdote se irguió con un esfuerzo, como quien reúne las piezas dispersas de un rompecabezas en un montón-. Mire, inspector, William era un buen hombre, pero un espíritu turbado. Nunca me habló de que tuviera dificultades para dormir, pero ahora que me lo dice usted no me sorprende en absoluto.
– ¿Por qué?
– Porque, al contrario que tantas almas turbadas, que se ahogan en alcohol o rehúyen sus dificultades de cualquier otro modo, William siempre cogía las suyas por los cuernos y hacía lo posible para superarlas. Era un hombre fuerte y decente, pero tenía unas cargas tremendas.
– ¿Cargas como el hecho de que Tessa le dejara y Gillian huyera de casa?
El sacerdote cerró los ojos al oír el segundo nombre. Tragó saliva con dificultad, produciendo un sonido rasposo.
– Tessa le hizo daño, pero Gillian le devastó. Desde que ella se marchó de casa, ya no fue nunca el mismo hombre.
– ¿Cómo era esa chica?
– Era… era un ángel, inspector, un sol. -La mano temblorosa encendió rápidamente las luces, y el sacerdote hizo un gesto hacia la iglesia-. Bueno, ¿qué les parece?
Desde luego, no era el interior que podría esperarse en una iglesia de pueblo. Estas tienden a ser pequeñas, cuadradas, puramente funcionales, con una ausencia de color, línea o belleza. Aquella iglesia era distinta. Quienquiera que la hubiese construido había pensado en las catedrales, pues en el extremo oeste se alzaban dos grandes columnas cuya finalidad, sin duda, había sido aguantar un peso mucho más considerable que el del tejado de Santa Catalina.
– Ah, se ha fijado en eso -murmuró el padre Hart, siguiendo la dirección de la mirada de Lynley desde las columnas de ábside-. Aquí tenía que haber estado la abadía, y Santa Catalina debió haber sido la iglesia abacial. Pero surgió un conflicto entre los monjes y buscaron otro solar, junto a Keldale Hall. Fue un milagro.
– ¿Un milagro? -preguntó Deborah.
– Un auténtico milagro. Si hubieran construido la abadía aquí, donde reposan los restos de San Cedd, habría sido destruida en tiempos de Enrique VIII. ¿Imaginan la destrucción de la iglesia donde está enterrado San Cedd? -El tono del sacerdote logró transmitir todo el horror de semejante devastación-No, Dios intervino en el desacuerdo entre los monjes, y como los cimientos de esta iglesia ya estaban puestos y la cripta terminada, no hubo motivo para desenterrar el cuerpo del santo, así que lo dejaron aquí con una pequeña capilla. -Se dirigió con lentitud a una escalera de piedra que partía del pasillo principal y se perdía en la oscuridad-. Es por aquí -les indicó.
La cripta era una segunda iglesia diminuta en las profundidades de la iglesia principal de Santa Catalina. Era una bóveda, arqueada al estilo normando y con columnas poco ornamentadas. Al fondo había un sencillo altar de piedra, con dos cirios y un crucifijo, y a los lados se alineaban piedras de una edificación anterior de la iglesia, piezas preservadas para la posteridad. Era un lugar húmedo y mohoso, mal iluminado y con olor a marga. Un moho verdoso cubría las paredes.