Deborah se estremeció.
– Pobre hombre. Aquí hace demasiado frío. Quizás preferiría estar enterrado en algún otro sitio, al sol.
– Aquí está más seguro -respondió el sacerdote. Se dirigió reverentemente al altar, se arrodilló y pasó unos instantes meditando.
Vieron cómo movía los labios y luego se detenía, como si estuviera en comunicación con un dios desconocido. Una vez terminada su plegaria, sonrió beatíficamente y se incorporó.
– Le hablo a diario -susurró el padre Hart, porque se lo debemos todo.
– ¿En qué sentido? -inquirió Lynley.
– El nos salvó. El pueblo, la iglesia, la vida del catolicismo en Keldale. – Mientras hablaba pareció como si el rostro se le iluminara.
Lynley pensó un instante en Montressor y reprimió el impulso de buscar el mortero y los ladrillos.
– ¿El hombre en sí o sus reliquias? -preguntó.
– El hombre, su presencia, sus reliquias, todo -replicó el sacerdote. Alzó los brazos, abarcando la cripta, y añadió con entusiasmo-: Les dio valor para conservar su fe, inspector, para permanecer fieles a Roma durante los días terribles de la Reforma. Entonces los sacerdotes se ocultaron aquí. Cubrieron la escala con un suelo falso y los sacerdotes del pueblo permanecieron ocultos durante años. Pero el santo estuvo constantemente con ellos, y Santa Catalina nunca cayó en poder de los protestantes. -Las lágrimas brillaban en sus ojos y buscó un pañuelo-. Les ruego que me disculpen. Cuando hablo de San Cedd me emociono… Es tal privilegio tener sus reliquias aquí, estar en comunión con él… No sé si pueden comprenderlo.
Tutearse con un antiguo santo cristiano era demasiado exaltante para el buen hombre. Lynley procuró cambiar de tema.
– Los confesionarios de arriba parecen tallas isabelinas -le dijo afablemente-. ¿Lo son?
El hombre se enjugó los ojos, se aclaró la garganta y les sonrió con los labios todavía algo convulsos.
– Así es. En principio no tenían que ser para confesionarios y por eso el tema de las tallas es tan secular. En general, uno no espera ver hombres y mujeres jóvenes enlazados en una danza en las tallas de una iglesia, pero son bonitas, ¿verdad? Creo que la luz en esa parte de la iglesia es demasiado escasa para que los penitentes vean las puertas claramente. Supongo que algunos de ellos creen que representa a los hebreos abandonados a su suerte mientras Moisés ascendía al Sinaí.
– ¿Qué representa exactamente? -preguntó Deborah mientras seguían al menudo sacerdote escalera arriba.
– Me temo que es una bacanal pagana -replicó el anciano. Lo dijo con una sonrisa de disculpa, y luego les deseó los buenos días y desapareció por una puerta tallada cerca del altar.
Se quedaron mirando la puerta que se cerró tras el sacerdote.
– Qué hombre tan extraño. ¿Cómo le has conocido, Tommy?
Lynley siguió a Deborah al exterior de la iglesia.
– Fue quien nos trajo toda la información del caso. Él encontró el cadáver.
Le habló brevemente del crimen y ella escuchó como siempre lo hacía, sin apartar los ojos verde claro de su rostro.
– ¡Nies! -exclamó cuando él hubo completado el relato-. ¡Qué terrible para ti, Tommy! ¡Qué injusto!
El pensó que era muy propio de Deborah ir al tuétano del asunto, ver bajo la superficie del problema que realmente le asediaba.
– Webberly creyó que mi presencia podría hacerle cooperar más, sabe Dios por qué -dijo secamente-. Por desgracia, parece que ejerzo el efecto contrario en ese hombre.
– ¡Pero es terrible! Después de lo que Nies te hizo pasar en Richmond, ¿por qué te asignaron este caso? ¿No podías haberlo rechazado?
Su rostro pálido reflejaba indignación. El le sonrió.
– Normalmente, no nos dan esa opción, Deb. ¿Te llevo de regreso al Hall?
– Oh, no -se apresuró ella a responder-. No es necesario. Tengo…
– Claro. Lo he dicho sin pensar. -Lynley dejó el estuche de material fotográfico y contempló entristecido las palomas que se aposentaban en el campanario de la iglesia. Ella le tocó el brazo.
– No se trata de eso -le dijo suavemente-. Tengo ahí el coche. Probablemente no lo has visto.
Entonces Lynley vio el Escort azul aparcado bajo un castaño que alfombraba el suelo con sus crujientes hojas otoñales. Recogió el estuche y lo llevó al vehículo. Ella le siguió en silencio. Abrió el portaequipajes y miró a Lynley mientras éste colocaba el estuche. Luego dedicó más tiempo del necesario a ponerlo en una posición segura para el corto trayecto de regreso al Hall. Finalmente, como era inevitable, sus ojos se encontraron.
Él la contemplaba, escrutando apasionadamente sus facciones, como si fuera a desvanecerse para siempre sin que le quedara más que su imagen en la mente.
– Recuerdo el piso de Paddington -le dijo-, las tardes en que hacíamos allí el amor.
– No lo he olvidado, Tommy.
Su voz era tierna. Por alguna razón, eso sólo le hizo sentirse más herido. Desvió la vista.
– ¿Le dirás que nos hemos visto?
– Claro que sí.
– ¿Y lo que hemos hablado? ¿Le contarás eso?
– Simon sabe lo que sientes. Es tu amigo, y yo también.
– No quiero tu amistad, Deborah -dijo él.
– Lo sé, pero espero que algún día lo aceptes.
Él volvió a notar sus dedos en el brazo. Se lo apretó, a modo de despedida. Luego abrió la portezuela del coche, se deslizó dentro y se marchó.
Lynley caminó de regreso a la hostería, sintiendo que el manto de la desolación le pesaba más alrededor de los hombros. Acababa de llegar a la casa de Odell cuando se abrió la puerta del huerto y una niña bajó los escalones. Poco después apareció un pato, que seguía sus pasos.
– ¡Espera aquí, Dougal! -gritó Bridie-. Ayer mamá te puso más comida en el cobertizo.
El pato, que de todos modos era incapaz de bajar los escalones, esperó pacientemente mientras la niña abría la puerta del cobertizo y desaparecía en su interior. Regresó poco después, arrastrando un voluminoso saco. Lynley observó que llevaba un uniforme escolar, pero estaba muy arrugado y no demasiado limpio.
– Hola, Bridie -le dijo.
Ella levantó la cabeza. Lynley observó que, tras el fracaso del día anterior, su cabello había sido arreglado de un modo más experto. Se preguntó quién lo habría hecho.
– Tengo que darle de comer a Dougal -dijo la niña-, y también he de ir a la escuela. Odio la escuela.
Lynley se acercó a ella. El pato observó sus movimientos, cauteloso, mirándole con un ojo mientras no apartaba el otro del desayuno prometido. Bridie echó una generosa cantidad de comida al suelo y el pato aleteó ansiosamente.
– Bueno, Dougal, vamos allá. -Cogió cuidadosamente el ave y la puso sobre el suelo húmedo, tras lo cual contempló enternecida cómo el pato atacaba el alimento-. Lo que más le gusta es el desayuno -le confió a Lynley, mientras ocupaba su lugar de costumbre en el escalón superior. Apoyó el mentón en las rodillas y miró encandilada al pato. Lynley se sentó a su lado.
– Te han arreglado muy bien el pelo -comentó el inspector-. ¿Te lo ha hecho Sinji?
– No. Ha sido la tía Stepha.
– ¿De veras? Pues lo ha hecho muy bien.
– Es muy mañosa para estas cosas -reconoció Bridie, indicando con su tono que había otras cosas que no se le daban tan bien a la tía Stepha-. Pero ahora tengo que ir a la escuela. Ayer mamá no me dejó ir. Dijo que era demasiado humillante. -Movió la cabeza con gesto desdeñoso-. Es mi pelo, no el suyo.
– Bueno, las madres tienden a tomarse las cosas personalmente. ¿No te habías dado cuenta?
– Podría haberlo tomado como lo hizo tía Stepha. Cuando me vio se echó a reír. -Saltó los escalones y llenó un lebrillo de agua-. Toma, Dougal -gritó. El pato, entregado por entero al desayuno, no le hizo caso, quizás temeroso de que le arrebataran la comida si no la tomaba con la mayor rapidez posible. Dougal era un pato que jamás corría riesgos, y el agua podía esperar. Bridie se acercó a Lynley. Permanecieron en silencio mientras miraban cómo el pato se atracaba. Entonces Bridie suspiró. Miró las puntas rasguñadas de sus zapatos y los frotó en vano con un dedo sucio-. De todos modos, no sé por qué he de ir a la escuela. William no fue nunca.