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“Así que te ha tocado el gordo -pensó-. ¡Vaya regalo, Barb! Al cabo de ocho meses desgraciados te hacen volver de la calle para “darte otra oportunidad”… ¡Y con Lynley, nada menos!”

– No lo haré -musitó-. ¡No lo haré! ¡No trabajaré con ese estúpido petimetre!

Se apartó de la pared y volvió al lavabo. Abrió el grifo, esta vez con cuidado, inclinándose para refrescar su rostro ardiente y lavar las huellas de sus lágrimas.

Pasó por su mente la escena vivida en el despacho de Webberly.

– Me gustaría darle otra oportunidad en el Departamento -le dijo el comisario jefe, el cual jugueteaba con un abrecartas sobre su mesa, pero ella reparó en las fotografías del Destripador clavadas en la pared y el corazón le dio un brinco. ¡El caso del Destripador a su cargo!

– ¡Oh, sí, desde luego! ¿Cuándo empiezo? ¿Será con MacPherson?

– Es un caso especial, relacionado con una muchacha, en Yorkshire.

– Así que no se trata del Destripador. Pero, en fin, es un caso. ¿Dice usted una muchacha? Claro que puedo ayudar. Entonces, ¿trabajaré con Stewart? Conoce bien Yorkshire, y haríamos un buen trabajo, estoy segura.

– La verdad es que espero recibir la información antes de una hora. Le necesitaré aquí, si está interesada, claro.

– ¡Si estoy interesada! Tres cuartos de hora es todo lo que necesito para cambiarme, tomar un bocado y volver aquí. Tomaré el último tren para York. ¿Nos reuniremos aquí? ¿He de pedir un vehículo?

– Bueno, verá… Antes de nada necesito que pase por Chelsea.

La conversación se interrumpió de súbito.

– ¿A Chelsea, señor? ¿Qué diablos tiene que ver Chelsea con todo esto?

– Sí, tiene que ver -dijo Webberly pausadamente, dejando caer el abrecartas sobre los papeles que cubrían la mesa-. Trabajará usted con el inspector Lynley, y lamentablemente tenemos que sacarle de la boda de Saint James, que se celebra en Chelsea. -Consultó su reloj-. La boda era a las once, por lo que sin duda ya están en la recepción. Hemos intentado localizarle por teléfono, pero parece ser que ha dejado el aparato descolgado. -Alzó los ojos y vio la expresión conmocionada de la mujer-. ¿Le ocurre algo, sargento?

– ¿El inspector Lynley? -De repente lo vio todo claro, el motivo por el que la necesitaban, por el que nadie, excepto ella, serviría para el trabajo.

– Lynley, en efecto. ¿Hay algún problema?

– No, ninguno en absoluto… -Tras una pausa, añadió-: señor.

Los ojos astutos de Webberly evaluaron su respuesta.

– Bien, me alegra saberlo. Podrá aprender mucho trabajando con Lynley. – Siguió escrutándola, aquilatando su reacción-. Procure estar de regreso lo antes posible. -Dicho esto volvió a centrar su atención en los papeles sobre la mesa. No tenía nada más que decirle.

Barbara se miró en el espejo y buscó un peine en el bolsillo de su camisa. Lynley, nada menos. Se rastrilló el cabello con las púas de plástico, implacable, aplastándolo contra el cuero cabelludo, raspándose la piel, y el dolor que experimentaba era gratificante. ¡Lynley!

Era demasiado evidente por qué le hacían colgar el uniforme y volver a ser un policía de paisano. Querían que Lynley trabajara en el caso, pero también necesitaban una mujer. Y todo el mundo en la calle Victoria sabía que ninguna mujer estaba segura al lado de Lynley, el cual se había abierto paso a través del departamento y la división a golpes de bragueta, dejando tras él muchos corazones rotos. Tenía la reputación de un caballo de carreras utilizado como semental y, a juzgar por lo que se rumoreaba, tenía también la resistencia de uno de esos animales. Con gesto airado, la sargento volvió a guardarse el peine en el bolsillo.

Se encaró con su imagen: “¿Qué sientes al ser la única mujer cuya virtud está totalmente segura en presencia del todopoderoso Lynley?” ¡No habría peligro de que las manos de aquel hombre se propasaran si Barb iba a bordo del coche! Ninguna cena confidencial para “revisar nuestras notas”, ninguna invitación a Cornualles para “considerar cuidadosamente el caso”. No, Barb no había de temer nada. Bien sabía Dios que, con Lynley, estaba a salvo. En sus cinco años de trabajo con aquel hombre en la misma división, él no la había llamado por su nombre ni una sola vez, y no la había tocado ni por casualidad, como si unos antecedentes de estudios elementales y un acento de clase obrera fuesen enfermedades sociales que podrían infectarle si no pusiera un cuidado escrupuloso para mantenerlas a distancia.

Salió del baño y, con paso orgulloso, recorrió el pasillo hasta el ascensor. ¿Había alguien en todo New Scotland Yard a quién odiara más que a Lynley? Aquel hombre era una combinación milagrosa de cuanto ella despreciaba con toda su alma: educado en Eton, sobresaliente en Historia en Oxford, una voz refinada como corresponde a quien se ha educado en una excelente escuela privada británica, y un maldito árbol genealógico cuyas raíces llegaban a la batalla de Hastings. Clase alta, inteligente y con un encanto tan irresistible que ella no podía comprender por qué los criminales de la ciudad no se le entregaban sin chistar, simplemente para darle gusto.

Los motivos que tenía aquel hombre para trabajar en el Yard eran de risa, un condenado mito en el que ella no creía lo más mínimo. El tipo quería ser útil, colaborar, y prefería tener un cargo en Londres a una vida ociosa en su finca. ¡Era para desternillarse de risa!

Se abrieron las puertas del ascensor y Barbara oprimió furiosamente el botón del aparcamiento. Lynley y las circunstancias de Lynley seguían monopolizando sus pensamientos. ¡Qué dulce y satisfactoria la carrera de aquel lechuguino, comprada totalmente con los fondos de su familia! No por sus méritos personales, sino por su capital, había llegado a la posición que tenía, y era evidente que le nombrarían comisario antes de que hubiera recorrido todo el escalafón.

Se encaminó a su coche, un Mini herrumbroso que estaba en un extremo del aparcamiento. Qué estupendo ser rico, poseer un título nobiliario, como Lynley, trabajar sólo por diversión y luego regresar a casa, en el barrio residencial de Belgravia, o, mejor aún, volar a la finca de Cornualles, donde le esperan a uno mayordomos, doncellas, cocineras y ayudas de cámara.

“Y piensa en ello, Barb: imagínate en presencia de semejante grandeza. ¿Qué harás? ¿Te desmayarás o vomitarás primero?”

Arrojó el bolso al asiento trasero del Mini, cerró la portezuela y puso en marcha el motor petardeante. Las ruedas chirriaron sobre el pavimento mientras el coche ascendía por la rampa; la conductora saludó con un brusco gesto de la cabeza al guardián en su garita y se dirigió a la calle.

Había poco tráfico, como ocurre los fines de semana, y tardó pocos minutos en trasladarse desde la calle Victoria hasta el Embankment, donde la brisa suave de la tarde de octubre fue un bálsamo para su irritación, calmó sus nervios y le ayudó a olvidar lo indignada que estaba. El trayecto hasta el domicilio de Saint James fue agradable de veras.

A Barbara le gustaba Simon Allcourt -Saint James, le gustaba desde que le conoció, diez años atrás, cuando ella era una nerviosa aspirante a policía de veinte años, demasiado consciente de ser una mujer en un mundo de hombres bien defendido contra cualquier intrusión, donde todavía se referían a las mujeres policías con apelativos groseros cuando habían tomado unas copas. Y estaba segura de que los más grotescos se los habían dado a ella. Que se fueran todos al infierno. Para ellos, cualquier mujer que aspirase a integrarse en el Departamento era un bicho raro, y le hacían sentirse así. En cambio, para Saint James, dos años mayor que ella, había sido una colega aceptable, incluso una amiga. Ahora Saint James era un científico forense independiente, pero había iniciado su carrera en el Yard.