– ¿Nunca?
– Bueno… no fue desde los doce años. Si mamá se hubiera casado con William, nunca habría tenido que ir a la escuela. Bobba no iba.
– ¿Nunca?
Bridie concretó la información.
– William no la obligaba a ir después de los dieciséis. No sé qué voy a hacer si tengo que esperar hasta esa edad. Mamá me obligará a ir. Quiere que vaya a la universidad, pero yo no quiero.
– ¿Qué preferirías hacer?
– Cuidar de Dougal.
– Ya. Bueno, este pato tiene un aspecto muy saludable, pero no vivirá eternamente. Siempre es conveniente tener algo de lo que echar mano.
– Siempre puedo ayudar a tía Stepha.
– ¿En la hostería?
Ella asintió. Dougal había dado cuenta de su desayuno y ahora bebía el agua con fruición.
– Se lo digo a mamá, pero es inútil. Ella siempre está con lo mismo: “No quiero que te pases la vida en esa hostería”. -Imitó con una exactitud desconcertante la voz aturdida de Olivia Odell-. Si William y mamá se hubieran casado, todo habría sido diferente, yo podría haber dejado la escuela, aprender en casa. William era muy listo y me habría enseñado. Estoy segura de que lo habría hecho.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque siempre nos leía a mí y a Dougal. -El pato, al oír su nombre, avanzó hacia ellos, caminando con su peculiar estilo ladeado-. Pero lo que más sabía era cosas de la Biblia. -Bridie se lustró un zapato frotándolo con el talón enfundado en un calcetín-. No me gusta mucho la Biblia, sobre todo el Antiguo Testamento. William decía que era porque no lo entendía, y le decía a mamá que no me daban instrucción religiosa. Era muy simpático y me contaba historias, pero no las entendía muy bien, no comprendía que nadie tuviera nunca problemas por eso de, ¿cómo se dice?… ah, sí, yacer.
– ¿Cómo?
– Unos yacen con otros continuamente. Por lo menos eso es lo que dicen las historias. Y a nadie le dicen nunca que eso está mal.
– Ah, yacer…-Lynley miró al pato, el cual examinaba los cordones de sus zapatos con su pico experto -. Bueno, las cosas son muy simbólicas en la Biblia -dijo jovialmente-. ¿Qué más leías?
– Nada, sólo la Biblia. Creo que es lo único que leían William y Bobba. Procuré que me gustara, pero no hubo manera. No se lo dije a William, porque era cariñoso conmigo y no quería ser ruda con él. Creo que trataba de conocerme, porque si se hubiera casado con mamá, siempre estaríamos juntos.
– ¿Querías que se casara con tu mamá?
La niña cogió el pato y lo puso en el escalón, entre ellos. Dougal dirigió una mirada desinteresada a Lynley y empezó a acicalarse las plumas brillantes.
– Papá me leía -dijo Bridie, sin responder a la pregunta del inspector. Lo dijo en un tono algo más bajo y con una concentración total en las puntas de sus zapatos-. Y entonces se marchó.
– ¿Se marchó? -Lynley se preguntó si estas palabras eran un eufemismo para referirse a su muerte.
– Un día se marchó. -Bridie apoyó el mentón en las rodillas, atrajo al pato a su lado y contempló el río-. Ni siquiera se despidió. -Tocó la suave cabeza del pato y la besó; el ave le respondió tocándole la mejilla con el pico-. Yo me habría despedido -susurró.
– ¿Usaría la palabra “ángel” o “sol” para referirse a alguien que bebe, suelta juramentos y corre por ahí como un loco? -le preguntó Lynley.
La sargento Havers alzó la vista, removió el café con la cucharilla y reflexionó un instante.
– Supongo que depende de su manera de definir la lluvia, ¿no cree?
El sonrió.
– Supongo que sí. -Puso su plato a un lado y miró a Havers pensativamente. La sargento no tenía mal aspecto aquella mañana: se había dado unos toques de color en los párpados, mejillas y labios, y era evidente que se había ondulado un poco el cabello. Incluso su atuendo había mejorado visiblemente, pues llevaba una falda de tweed marrón con un pulóver a juego. Aunque el color no fuese el que más armonizaba con la tonalidad de su piel, por lo menos suponía una considerable mejoría con respecto al espantoso traje azul del día anterior.
– ¿Por qué me ha hecho esa pregunta?-inquirió.
– Stepha describió a Gillian como una persona desenfrenada, una borracha.
– Que corría por ahí como una loca.
– Sí, pero el padre Hart dijo que era un sol.
– Es curioso.
– Dijo que Teys quedó devastado cuando ella se marchó de casa.
Havers enarcó sus espesas cejas y, sin pensar en cómo su acción definía de nuevo la relación entre ellos, le sirvió a Lynley una segunda taza de café.
– Bueno, eso explica por qué han desaparecido sus fotos, ¿no? Ese hombre había dedicado su vida a sus hijas y esperaba que el esfuerzo tuviera una recompensa. Una de ellas se desvanece en la noche.
Estas últimas palabras evocaron algo a Lynley. Buscó entre los papeles del expediente que estaba sobre la mesa, entre ellos, y sacó la foto de Russell Mowrey que Tessa le había dado.
– Quiero que muestre esto hoy en el pueblo -le dijo.
Havers cogió la fotografía, pero su expresión era inquisitiva.
– Pero usted dijo que este hombre se encuentra en Londres.
– Ahora sí, pero no necesariamente tres semanas atrás. Si Mowrey estuvo aquí por entonces, tuvo que preguntar a alguien la dirección de la granja. Alguien tuvo que verle. Concéntrese en la parte alta del pueblo y los parroquianos de las tabernas. También puede ir al Hall. Si nadie le ha visto…
– Volvemos a Tessa -concluyó ella.
– O alguien más con un motivo. Parece haber varios.
Madeline Gibson abrió la puerta. Lynley había cruzado el jardín, donde dos niños jugaban a la guerra, pasó junto a un triciclo roto y una muñeca desmembrada y evitó un plato de huevos fritos y ya fríos en uno de los escalones de la entrada. La mujer observó todo esto con una mirada de indiferencia, y se arrebujó en la bata de color verde esmeralda que se adaptó a la forma de los pechos altos y puntiagudos. No llevaba nada debajo y no hizo nada por ocultar que el inspector no podía haber llegado en un momento más inoportuno.
Fijó en Lynley sus ojos sensuales.
– Ponte los pantalones, Dick -dijo desde la puerta-. Es Scotland Yard. -Sonrió perezosamente y sostuvo la puerta abierta-. Entre, inspector. -Le dejó en el pequeño recibidor, entre los juguetes y la ropa sucia, y se dirigió a la escalera.- ¡Dick! -llamó de nuevo.
Se volvió, cruzó los brazos sobre el pecho y siguió mirando a Lynley, sin dejar de sonreír. Una rodilla y un muslo bien formados se mostraban entre los pliegues del fino satén.
Hubo un movimiento en el piso de arriba, el murmullo de un hombre, y un instante después apareció Richard Gibson. Bajó ruidosamente la escalera y, al ver a su esposa, le dijo:
– Por Dios, Mad, vístete, ¿quieres?
– Tú no estabas vestido hace cinco minutos -replicó ella, mirándole sonriente, y subió la escalera despacio, revelando cuanto podía su esbelto cuerpo.
Gibson la contempló divertido e irónico.
– Debería ver cómo es cuando lo desea de veras -le confió.- Ahora sólo está bromeando.
– Sí, ya veo.
El granjero rió con un sonido nasal.