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– Al menos eso la hace feliz, inspector, por algún tiempo. -Examinó el caos que reinaba en la casa y sugirió-: Salgamos.

Lynley pensó que el jardín era un lugar aún menos atractivo para charlar que la maloliente casa, pero no dijo nada y siguió al otro.

– Id con vuestra madre -ordenó Gibson a los dos niños que jugaban.

Con el pie empujó el plato hasta el borde del escalón. El escuálido gato de la familia salió de entre la maraña de arbustos secos y moribundos y empezó a devorar los restos de huevos y tostadas. Era la manera de comer codiciosa y subrepticia de un carroñero, y a Lynley le recordó a la mujer de arriba.

– Ayer vi a Roberta -le dijo a Gibson.

El otro se había sentado en el escalón y se ataba los cordones de sus pesados zapatos.

– ¿Cómo está? ¿Ha mejorado algo?

– No. La última vez que nos vimos, señor Gibson, no mencionó usted que había firmado los papeles para el ingreso de Roberta en el sanatorio.

– No me lo preguntó, inspector. -Terminó de atarse los cordones y se puso en pie-. ¿Acaso esperaba que la entregara a la policía de Richmond?

– No exactamente. ¿Ha hecho gestiones para buscarle un abogado?

Lynley se dio cuenta de que Gibson no esperaba que la policía se preocupara por la representación legal de una asesina confesa. La pregunta le sorprendió. Agitó los párpados y pasó un momento introduciendo los faldones de su camisa de franela bajo el cinto de los tejanos azules. Tardó en responder.

– ¿Un abogado, dice usted? No.

– Es curioso que se haya ocupado de internarla en un centro sanitario pero no hay movido un dedo por sus intereses legales. Y también es conveniente, ¿no es cierto?

Gibson apretó las mandíbulas.

– Yo diría que no.

– ¿Puede explicarse, entonces?

– No creo que tenga que darle explicaciones -dijo Gibson-, pero me parece que los problemas mentales de Bobby eran más apremiantes que los legales.

– Desde luego, y si la consideran incompetente para afrontar un juicio, como ocurrirá sin duda, usted está en buena posición, ¿verdad?

Gibson le miró de frente.

– Lo estoy, sí, señor -replicó, enojado-. Entonces tendré plena libertad para quedarme con la granja y la casa, para tirarme a mi mujer sobre la mesa del comedor, si me da la gana. Y todo ello sin tener alrededor a Bobby. Eso es lo que quería oír, ¿no es cierto, inspector? -Movió el rostro hacia adelante, con ademán de beligerancia, pero al ver que el otro no reaccionaba ante esta agresión, retrocedió. Sus palabras, sin embargo, no reflejaban menos enojo-. Ya estoy hasta la coronilla de que la gente crea que haría daño a Bobby, que nada podría hacernos más felices a Madeline y a mí que verla encerrada para siempre. ¿Cree acaso que no sé que eso es lo que piensa todo el mundo? ¿Cree que Madeline no lo sabe? -Rió amargamente.- Tiene razón, no le busqué un abogado sino que lo busqué para mí, y si puedo conseguir que la declaren mentalmente incompetente, lo haré. ¿Cree que eso es peor que verla acabar en la cárcel?

– ¿Cree entonces que ella mató a su padre? -preguntó Lynley, impasible.

Los hombros de Gibson se hundieron.

– No sé qué pensar. Lo único que sé es que Bobby no es la misma muchacha que conocía cuando me marché de Keldale. Aquella chica no habría hecho daño a una mosca. Pero la de ahora… es una extraña.

– Quizás eso tenga que ver con la desaparición de Gillian.

– ¿Gillian? -Gibson rió incrédulamente-. Yo diría que la huida de Gilly fue un alivio para todos los interesados.

– ¿Por qué?

– Digamos que Gilly estaba demasiado adelantada para sus años. -Volvió la cabeza hacia la casa-. Digamos que, comparada con ella, Madeline parece la Virgen María. ¿Está claro?

– Perfectamente. ¿Le sedujo a usted?

– Desde luego, eso es ser directo. Deme un cigarrillo y se lo contaré. -Encendió el pitillo que Lynley le ofrecía y miró los campos que se iniciaban al otro lado de la calle sin pavimentar. Más allá, el camino que conducía al páramo del Alto Keel serpenteaba entre los árboles-. Tenía diecinueve años cuando me fui de Keldale, inspector, y no quería marcharme. Bien sabe Dios que era lo último que deseaba hacer. Pero sabía que, si no me iba, la situación acabaría siendo infernal.

– Pero ¿durmió con su prima Gillian antes de marcharse?

Gibson soltó una risotada.

– Dormir no es la palabra más apropiada tratándose de una chica como Gillian. Quería dominar la situación y lo lograba, inspector. Podía hacerle a un hombre cosas… mejor que un pendón de alta categoría. Me volvía loco cuatro veces al día.

– ¿Qué edad tenía ella?

– Tenía doce años la primera vez que me miró como no se mira a un primo, trece la primera vez que… lo hizo. Luego, durante dos años casi me volvió loco.

– ¿Me está diciendo que se fue de aquí para huir de ella?

– No, no soy tan noble. Me marché para huir de William. Si seguíamos de aquel modo, era inevitable que él acabara descubriéndolo, y no quería que sucediera tal cosa. Quise poner fin al asunto.

– ¿Por qué no hablo con William de lo que ocurría?

Gibson le miró con ojos muy abiertos.

– Para él, ninguna de sus hijas podía hacer nada malo. ¿Cómo iba a decirle que Gilly, la niña de sus ojos, venía a mí como una gata en celo y me trabajaba como una puta? Jamás lo habría creído. La verdad es que incluso a mí me costaba creerlo.

– Ella se fue de Keldale un año después que usted, ¿verdad?

El hombre arrojó la colilla a la calle.

– Eso es lo que dicen.

– ¿No volvió a verla?

Gibson desvió la vista.

– No, jamás, y eso fue una bendición.

Marsha Fitzalan era una mujer encorvada y marchita, con un rostro que le recordaba a Lynley esas muñecas hechas con manzanas talladas: era una masa de arrugas delicadas que se extendían desde las mejillas rosadas hasta los ojos. Estos eran azules y danzaban en su rostro con interés y diversión, comunicando a todo el que la miraba que, si su cuerpo era viejo, el corazón y la mente seguían tan frescos como en la juventud.

– Buenos días -dijo sonriente, y entonces, tras consultar su reloj, rectificó-: o más bien buenas tardes. Usted es el inspector Lynley, ¿verdad? Supuse que vendría por aquí más tarde o más temprano. He hecho pastel de limón.

– ¿Para la ocasión? -preguntó Lynley.

– Desde luego -replicó ella-. Pase.

Aunque vivía en una de las casas municipales, el aspecto de la vivienda no podría haber sido más distinto que el de la casa de Gibson.

El jardín estaba dispuesto en parterres, cada uno con flores bien cuidadas: alisos y prímulas, bocas de dragón y geranios. Habían sido preparadas para el invierno, y el terrón herboso alrededor de cada planta, recién removido, daba una sensación de pulcritud. En dos de las losas pasaderas que conducían a la casa había sendos montoncitos de alpiste, y cerca de una ventana colgaba un juego de campanitas cuyas seis notas, cuando las movía el viento, se oían por encima del estrépito que producían los niños Gibson, en la casa de al lado.

El contraste con la vivienda de los Gibson continuaba en el interior, donde los efluvios de un pebete le recordaron a Lynley las largas tardes pasadas en el dormitorio de su abuela, en Howenstow. La diminuta sala de estar estaba cómodamente amueblada, aunque con piezas baratas, y dos de sus paredes tenían estanterías de libros desde el suelo hasta el techo. Encima de una mesita, bajo la única ventana, había una colección de fotografías, y varios tapices de punto colgaban sobre un viejo receptor de televisión.

– ¿Quiere pasar a la cocina, inspector? -le preguntó Marsha Fitzalan-. Ya sé que no está bien recibir en la cocina, pero siempre me he sentido mucho más cómoda en ella. Mis amigos me dicen que eso se debe a que crecí en una granja, donde la vida siempre se centra en la cocina, ¿no es cierto? Supongo que nunca lo he superado. Por favor, siéntese a la mesa. ¿Tomará pastel y café? Parece hambriento. Supongo que es soltero. Los solteros nunca comen tan bien como deberían, ¿verdad?