Lynley recordó de nuevo a su abuela, aquella inequívoca seguridad del amor incondicional. Mientras contemplaba a la anciana que preparaba el refrigerio en una bandeja, con manos firmes, sin el más leve temblor, Lynley tuvo la certeza de que Marsha Fitzalan tenía la respuesta.
– ¿Puede hablarme de Gillian Teys? -le preguntó.
Las manos de la anciana se detuvieron. Se volvió hacia él, sonriente.
– ¿Gilly? Será un placer para mí. Gillian Teys era la criatura más adorable que jamás conocí.
CAPÍTULO ONCE
La anciana depositó la bandeja sobre la mesa, entre los dos. Era una amabilidad innecesaria, porque en una cocina tan diminuta la distancia entre el mostrador y la mesa era mínima. Sin embargo, la mujer quería preservar las buenas maneras y contrarrestar la claustrofobia de la pobreza usando la bandeja, cubierta con un tapete de encaje antiguo sobre el que descansaban las piezas de porcelana. Los platos estaban algo desportillados, pero las tazas y los platillos habían logrado mantenerse incólumes a través de los años.
Una planta otoñal en un jarrón de cerámica decoraba la sencilla mesa de pino sobre la que Marsha Fitzalan dispuso cuidadosamente los platos, los cubiertos de plata y el mantel. Vertió el humeante café en sus tazas y echó azúcar y leche a la suya antes de empezar a hablar.
– Gilly era exactamente como su madre. Tessa también fue alumna mía, claro que al admitir eso no puedo ocultar mis muchísimos años. Pero qué le vamos a hacer. Casi todos los del pueblo han pasado por mi clase. -Sus ojos relucieron mientras añadía-: Excepto el padre Hart. El y yo somos de la misma generación.
– Nunca lo habría dicho -dijo Lynley seriamente.
Ella rió.
– ¿Por qué será que los hombres realmente encantadores siempre saben cuándo una mujer desea un cumplido? -Se llevó un trozo de pastel a la boca, lo masticó apreciativamente y luego prosiguió-: Gillian era la viva imagen de su madre. Tenía el mismo cabello rubio, esos ojos preciosos y el mismo temple magnífico. Pero Tessa era una soñadora y Gillian, a mi modo de ver, era más realista. Tessa siempre tenía la cabeza en las nubes. Para ella todo era romántico. Supongo que por eso decidió casarse tan joven. Para ella la vida consistía en que un joven alto y moreno la cogiera en volandas y, desde luego, William Teys encajaba con esa imagen.
– ¿A Gillian no le preocupaba que la cogieran en volandas?
– Oh, no. No creo que pensara nunca en los hombres. Quería ser maestra. Recuerdo que por las tardes se sentaba en el suelo con un libro. ¡Cómo le gustaban las hermanas Brönte! Esa chica debió de leer Jane Eyre seis o siete veces antes de los catorce años. Tenía una buena amistad con Jane y el señor Rochester, y le gustaba hablar de todo lo que leía. Pero no lo hacía de una manera superficial. Hablaba de los personajes, las motivaciones, los significados. Me decía que esos conocimientos le serían útiles cuando fuese maestra.
– ¿Por qué se marchó de casa?
La mujer contempló la planta sobre la mesa.
– No lo sé -replicó lentamente-. Era una niña muy buena, muy despierta, y no parecía existir ningún problema que no pudiera resolver con unas facultades como las suyas. Sinceramente, no sé lo que sucedió.
– ¿Es posible que tuviera relaciones con un hombre? Quizás se escapó para seguirle.
La señorita Fitzalan rechazó la idea con un movimiento de la mano.
– No creo que Gillian se interesara por los hombres. Era un poco más lenta en madurar que otras muchachas.
– ¿Y Roberta? ¿Se parecía a su hermana?
– No, Roberta era como su padre. -Se interrumpió de súbito y frunció el ceño-. Era… No quiero hablar de ella en pasado, pero parece como si hubiera muerto.
– Sí, es cierto.
La mujer pareció apreciar que él estuviera de acuerdo.
– Roberta era corpulenta, como su padre, maciza y silenciosa. La gente le dirá que no tenía en absoluto personalidad, pero eso no es cierto. Daba esa sensación a causa de su timidez excesiva. Heredó la tendencia romántica de su madre y el carácter taciturno del padre. Y los libros la absorbían.
– ¿Como a Gillian?
– Sí y no. Leía como Gillian, pero nunca hablaba de sus lecturas. Gillian leía para aprender, en cambio Roberta… creo que leía para huir.
– ¿Huir de qué?
La señorita Fitzalan se dedicó a enderezar los bordes del tapete de encaje que cubría la bandeja. Lynley vio que tenía las manos manchadas a causa de sus muchos años.
– Yo diría que quería huir de la certeza de que la abandonaban.
– ¿Quién la abandonaba? ¿Gillian o su madre?
– Gillian, a la que Roberta adoraba. Nunca conoció a su madre. Puede imaginar lo que representó para ella tener una hermana mayor como Gilly, tan encantadora, tan vivaz e inteligente, todo lo que Roberta no tenía y deseaba poseer.
– ¿Tenía celos?
La anciana meneó la cabeza.
– No tenía celos de Gilly, la quería. Creo que Roberta se sintió muy herida cuando su hermana se marchó. Pero al contrario que Gillian, que podría haber hablado de su dolor (bien sabe Dios que Gilly hablaba de cualquier cosa y de todo), Roberta no exteriorizaba nada. Mire, recuerdo la piel de la pobre niña después de que Gilly se marchara. Es curioso que todavía lo recuerde.
Lynley pensó en la niña que había visto en el sanatorio y no le sorprendió que la maestra recordara la condición de la piel de Roberta.
– ¿Acné? -preguntó-. Debía de ser pequeña para eso.
– No, le salió una erupción espantosa. Yo sabía que se debía a los nervios, pero cuando le hablé al respecto, ella echó la culpa a Bigotes. -La señora Fitzalan bajó los ojos y jugó con el tenedor, rastrillando las migajas de su plato. Lynley aguardó pacientemente, convencido de que había más. Finalmente, ella prosiguió-: Me sentí tan inadecuada, inspector, tan fracasada como amiga y maestra porque ella no podía hablarme de lo que le había sucedido a Gilly… Pero ella no podía hablar, y echaba la culpa de todo a que le tenía alergia al perro.
– ¿Habló de ello con su padre?
– Al principio no. William estaba tan desolado por la huida de Gillian que era inabordable. Durante semanas pareció que la única persona con la que podía hablar era el padre Hart. Pero al final, francamente, pensé que debía hacerlo por Roberta. Al fin y al cabo, la chiquilla sólo tenía ocho años y no era culpa suya que su hermana hubiera huido. Así que fui a la granja y le dije a William que estaba preocupada por ella, sobre todo considerando la patética historia que había inventado sobre el perro. -Se sirvió más café y lo tomó a sorbos mientras recordaba los detalles de aquella visita lejana-. Pobre hombre. Desde luego, no tenía que haberme preocupado por su reacción. Creo que debió de sentirse muy culpable por no haberse ocupado de Roberta, porque en seguida fue a Richmond y regresó con varias lociones para aplicárselas a la piel. Es posible que lo que la niña necesitara fuese la atención de su padre, porque después de eso la erupción cutánea desapareció.
Lynley pensó que nada más había desaparecido. Imaginó a la chiquilla solitaria en la granja penumbrosa, rodeada por los espectros y las voces del pasado, viviendo allí en silencio, nutriéndose de los libros.
Lynley abrió la puerta trasera y entró en la casa. Nada había cambiado, era tan triste y sofocante como antes. Pasó por la cocina y entró en la sala, donde Tessa Teys sonreía tiernamente desde el santuario del rincón, con su aspecto juvenil e infinitamente vulnerable. Imaginó a Russell Mowrey alzando la cabeza desde su excavación y viendo aquel rostro tan bello enmarcado en la brecha de la valla. No era difícil ver por qué Mowray se había enamorado, por qué debía seguir estándolo.