Contempló la fotografía durante unos instantes. ¿Era posible que todo hubiera ocurrido como Tessa había dicho? ¿O acaso vio que su mundo se derrumbaba en una sola tarde y supo que no soportaría su reconstrucción? Se apartó del santuario y subió la escalera. No, la respuesta tenía que estar en la casa. Tenía que ser Gillian.
Fue primero al dormitorio de la muchacha, pero su esterilidad no revelaba nada. La cama estaba hecha, en la alfombra no había huellas que remitieran al pasado, el papel de la pared no cubría secretos guardados durante mucho tiempo. Era como si jamás hubiera vivido una joven en aquella habitación, como si aquellas paredes nunca hubieran sido testigos de su vivacidad y su ánimo. Y no obstante… algo de Gillian permanecía allí, algo que él había visto, que podía sentir.
Se dirigió a la ventana y miró el granero, sin verlo. “Era desenfrenada, sin control de sí misma. Era un ángel, un sol. Era una gata en celo. Era la criatura más encantadora que la maestra había conocido.” Era como si no existiese una Gillian real, sino sólo un calidoscopio que, agitado antes de mirar por él, presentaba un dibujo diferente a cada persona. Lynley ansiaba creer que la respuesta estaba en la habitación, pero cuando se apartó de la ventana no vio más que muebles, papel de pared, la alfombra.
¿Cómo era posible eliminar de un modo tan completo a alguien de la familia en cuyo seno había vivido durante dieciséis años? Era inconcebible. Y, sin embargo, así había ocurrido. ¿O no?
Entró en el dormitorio de Roberta. Gillian no podía haber desaparecido de un modo tan absoluto de la vida de su hermana. Era evidente que la quería, que existía un fuerte vínculo entre ellas. Todo el mundo, al margen de lo que dijeran sobre Gillian, por lo menos estaba de acuerdo en este punto. Lynley deslizó la mirada desde la ventana al armario y la cama. Pensó que aquél era su escondrijo para la comida; ¿por qué no había de serlo también para Gillian?
Haciendo un esfuerzo para sobreponerse a la vista y el hedor de la comida putrefacta, Lynley levantó el colchón. El olor ascendió como una ola ondulante. Lo peor, pensó haciendo una mueca, era saber que la muchacha había dormido en la cama, encima de toda aquella podredumbre.
Miró a su alrededor, buscando una manera de facilitarse la tarea, pero no encontró nada que pudiera servirle. La luz de la habitación era escasa y, por desagradable que fuera, lo único que podía hacer era levantar del todo el colchón y desgarrar la cobertura. Gruñendo a causa del esfuerzo, volcó el colchón y las ropas de cama, tras lo cual fue a la ventana, la abrió y permaneció un momento aspirando el aire fresco, antes de volver a la cama. Subió al colchón y planeó el ataque, haciendo caso omiso de su repugnancia. “Vamos, muchacho. ¿No es para esto para lo que te enrolaste en la policía? Animo ahora. Dale un buen tirón.”
Así lo hizo, y el tejido deteriorado -aquella fina capa de cordura- se abrió y expuso la locura que estaba debajo. Los ratones corrieron en todas direcciones, dejando huellas diminutas entre la fruta putrefacta. Una rata enorme nutría a su camada de roedores ciegos que se aferraban a ella sobre un lecho formado por las prendas interiores sucias de una mujer, y una nube de polillas, sorprendidas en su amodorramiento, salieron airadas a la luz, aleteando hacia el rostro de Lynley.
Este retrocedió, sobresaltado, logró reprimir un grito y rápidamente se dirigió al lavabo, donde se humedeció el rostro. Se miró en el espejo y rió en silencio. “Menos mal que no has desayunado. Después de esto, puedes prescindir de la comida durante el resto de tu vida.”
Buscó una toalla para secarse el rostro. No había ninguna en la percha, pero vio una bata colgada detrás de la puerta del baño. Cerró ésta y su rota aldaba chirrió al rozar el marco, como un grito. Se secó el rostro con el borde de la bata, tocó el cierre de la puerta, mientras meditaba, y al cabo de un momento salió de la habitación. Se le había ocurrido otra cosa.
La caja de las llaves estaba donde la había visto antes, en el estante superior del armario ropero de Teys. La cogió y volcó su contenido sobre la cama. Era evidente que Teys habría guardado las cosas de Gillian en alguna parte, quizás en un baúl abandonado en el desván, y las llaves estarían en aquella caja. Las examinó una por una, pero fue en vano. Todas eran llaves de puertas, llaves grandes, anticuadas, una extraña colección de oxidadas reliquias metálicas. Disgustado, las metió de nuevo en la caja y maldijo la ciega determinación del hombre que había borrado de la faz de la tierra la existencia de una hija.
Se preguntó por qué lo habría hecho. ¿Qué clase de angustia había impulsado a William Teys a negar la existencia de la niña a la que tanto amaba? ¿Qué podría haber hecho la muchacha para inspirarle semejante acto de destrucción? ¿Y al mismo tiempo provocar en su hermana un acto de preservación impotente pero desesperado, como era la simple ocultación de una fotografía?
Sabía lo que ocurriría a continuación. “El desván es una pantalla, muchacho. Vuelve a su dormitorio. Sabes que ahí está lo que buscas, quizás no en el colchón, pero sabes que está ahí.” Se estremeció al pensar en qué otras sorpresas le esperaban como espectros en aquella habitación sepulcral.
Mientras hacía acopio de fuerzas para un nuevo asalto a la habitación de Roberta, le llegó desde el exterior el sonido de un silbido, alegre y espontáneo. Se acercó a la ventana.
Un joven que caminaba por el sendero que conducía al páramo del Alto Kel, con un caballete al hombro y una caja de madera en la mano. Lynley decidió que ya era hora de conocer a Ezra.
Su primer pensamiento fue que el hombre no era tan joven como parecía desde lejos. El aire de juventud debía de dárselo el pelo, de un rubio intenso y mucho más largo de lo que estaba de moda. Visto de cerca, Ezra aparecía como un hombre de treinta y tantos años, temeroso de su encuentro con el detective de Scotland Yard. Se notaba la cautela en su porte, así como en los ojos rápidamente velados, la clase de ojos que cambian de color según el atuendo. Ahora eran de un azul profundo, como la camisa que llevaba, la cual estaba manchada de pintura. Había dejado de silbar en cuanto vio que Lynley salía de la casa y saltaba ágilmente la valla del pastizal.
– ¿Es usted Ezra Farmington? -le preguntó afablemente.
El aludido se detuvo. Sus facciones recordaron a Lynley el retrato de Fréderic Chopin por Delacroix: los mismos labios esculpidos, la sombra de una hendidura en el mentón, las cejas oscuras, mucho más que el cabello, la nariz, que era dominante pero no desmerecía el conjunto.
– Sí, soy yo -dijo el pintor, en un tono de reserva.
– ¿Ha ido a pintar al páramo?
– Sí.
– Nigel Parrish me dijo que hace usted estudios de luz.
Ezra reaccionó al oír el nombre. Pareció ponerse en guardia.
– ¿Qué más le ha dicho Nigel?
– Que vio cómo William Teys le echaba de esta propiedad. Ahora parece usarla libremente.
– Con el permiso de Gibson -puntualizó lacónicamente el joven.
– ¿De veras? Él no me lo dijo.
Lynley miró serenamente en dirección al sendero empinado y pedregoso, de aspecto descuidado y en absoluto apropiado para un paseo placentero. Un artista tendría que ser absolutamente sincero sobre sus esfuerzos para molestarse en subir al páramo alto. Se volvió hacia el pintor. La brisa de la tarde que soplaba a través del pastizal arrancaba destellos flamígeros a su cabello. Era un rasgo muy atractivo, y Lynley empezó a comprender por qué llevaba el pelo tan largo.
– Según el señor Parrish, Teys destruyó parte de su trabajo.
– ¿También le ha dicho lo que él estaba haciendo aquí aquella noche? -inquirió Farmington-. No, maldita sea, no va a decir una palabra de eso.
– Según él, devolvía el perro de Teys a la granja.
El artista le miró incrédulo.