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– ¿Que devolvía el perro a la granja? ¡No me haga reír! -Bruscamente, clavó las patas puntiagudas del caballete en la tierra blanda-. Nigel sabe bien cómo manipular los hechos, vaya si sabe. Permítame adivinar lo que le dijo. Que Teys y yo estábamos peleando en medio del camino cuando él apareció, llevando inocentemente al pobrecito perro extraviado. -Farmington se pasó una mano por el pelo, agitado. Su cuerpo estaba tan tenso que Lynley se preguntó si empezaría a agitar los puños-. Dios mío, ese hombre me obligará a hacer alguna locura.

Lynley enarcó una ceja, interesado. El otro interpretó su expresión.

– ¿Y eso es una confesión de culpabilidad, inspector? Bien, le sugiero que vaya a ver a Nigel de nuevo y le pregunte qué estaba haciendo aquella noche en el camino de Gembler. Créame, ese perro habría encontrado su camino desde Tombuctú si hubiera querido. -Se echó a reír-. Era un perro mucho más listo que Nigel, aunque eso no signifique gran cosa.

Lynley se preguntó cuál sería la causa del enojo de Farmington. El apasionamiento era auténtico, sin duda. Sin embargo, no guardaba proporción con los hechos conocidos. El hombre era como un arco tenso sobre el que se ejercía una presión excesiva. Un poco más de fuerza y se rompería.

– He visto algunos de sus cuadros en la hostería de Keldale. El estilo con que pintó la abadía me recordó a Wyeth. ¿Quizás lo hizo a propósito?

Ezra, que tenía un puño apretado, se relajó.

– Eso lo hice años atrás, cuando forcejeaba para encontrar mi estilo. Como no confiaba en mi instinto, copiaba a los demás. Me sorprende que Stepha tenga todavía esos cuadros a la vista.

– Me dijo que usted pagó con ellos su alojamiento durante un otoño.

– Es cierto. En aquella época, lo pagaba casi todo así. Si se toma la molestia de husmear, verá mis porquerías colgadas en todas las tiendas del pueblo. Incluso compraba así la pasta de dientes.

Era una afirmación burlona, una indicación de desdén, pero dirigido a sí mismo, no a Lynley.

– Me gusta Wyeth -siguió diciendo Lynley-. La sencillez de su obra me parece refrescante. Me gusta la simplicidad, la claridad de la línea y la imagen, los detalles.

Farmington se cruzó de brazos.

– ¿Es siempre tan claro, inspector?

– Procuro serlo -respondió Lynley con una sonrisa-. Hábleme de su discusión con William Teys.

– ¿Y si me niego?

– Puede hacerlo, desde luego. Pero entonces me preguntaría por qué. ¿Tiene algo que ocultar, señor Farmington?

El pintor titubeó un instante.

– No tengo nada que ocultar. Aquél día estaba en el páramo y, cuando oscurecía, bajé. Teys debió de verme desde la ventana, yo qué sé. Me salió al encuentro aquí, en el camino. Tuvimos unas palabras.

– Destruyó parte de su obra.

– De todos modos era basura. No tuvo importancia.

– Siempre he tenido la impresión de que a los artistas les gusta controlar sus propias creaciones y no ceder ese control a otras personas. ¿No está de acuerdo?

Lynley vio de inmediato que había tocado una fibra sensible, pues Farmington se puso rígido. Movió los ojos hacia el sol, que estaba bajo en el cielo. No respondió en seguida.

– Sí, estoy de acuerdo – dijo finalmente -. Claro que sí, Dios mío.

– Entonces, cuando Teys se tomó la libertad de…

– ¿Teys? -Ezra se echó a reír-. No me importaba lo que Teys hacía. Ya le he dicho que, al fin y al cabo, lo que destruyó no valía nada. Aunque, claro está, él era incapaz de distinguir la diferencia. Cualquier hombre que se entretiene por la noche poniendo a Souza a todo volumen no tiene demasiado gusto. Vamos, me parece.

– ¿Souza?

– La condenada pieza de las barras y las estrellas. Se diría que entretenía a toda una casa llena de americanos agitando banderitas. Y luego tiene el descaro de gritarme por perturbar su paz al cruzar de puntillas su terreno para salir al camino. Me reí en su cara. Entonces fue cuando rompió las pinturas.

– ¿Y qué hizo Nigel Parrish mientras ocurría todo esto?

– Nada. Nigel había visto aquello que había ido a ver, inspector. Ya había investigado lo suyo y aquella noche podía dormir tranquilo.

– ¿Y las otras noches?

Farmington recogió su caballete.

– Si no tiene inconveniente, voy a seguir mi camino.

– Espere, hay una cosa más.

Farmington giró sobre sus talones para hacerle frente.

– ¿Qué es?

– ¿Qué estaba haciendo la noche que murió Teys?

– Estaba en la Paloma y el Silbato.

– ¿Y cuando cerraron el local?

– Me fui a casa y me acosté. Solo. -Se apartó el cabello del rostro, con un gesto extraño, claramente femenino-. Siento no haberme llevado a Hannah a la cama, inspector. Sería una buena coartada, pero nunca me han gustado los números de látigos y cadenas.

Saltó por encima del muro que cercaba la propiedad y se alejó con zancadas firmes por el camino.

– Ha sido un chasco, lo siento -dijo la sargento Havers. Dejó la fotografía sobre la mesa en la Paloma y el Silbato, y se sentó en una silla, frente al inspector. Parecía fatigada.

– Lo cual significa, supongo, que nadie ha visto a Russell Mowrey en toda su vida.

– Y a menos que podamos creer en la reencarnación, nadie le ha visto en absoluto. Sin embargo, mucha gente reconoce a Tessa. Algunos enarcaban las cejas y hacían preguntas mordaces.

– ¿Y usted qué respondía?

– Vaguedades, claro, y murmuraba interesantes adagios latinos para salir del paso en los momentos difíciles. Todo fue bien hasta que llegué a caveat emptor; no sé por qué ésta no tenía el aire autoritario de las otras frases.

– ¿No quiere ahogar su decepción en una copa, sargento? -le preguntó.

– Sólo agua tónica -respondió ella, y, al ver su expresión, añadió-: De veras. Nunca bebo, señor. Puede creerme.

– He pasado un día fascinante -le dijo Lynley cuando regresó a su lado con el vaso de agua tónica-. Tuve un encuentro con Madeline Gibson, la cual llevaba unas picardías verde esmeralda muy sugestivo y nada absolutamente debajo.

– La vida de un policía es abominable -observó Havers sardónicamente.

– Y Gibson estaba arriba, preparado para el acontecimiento. Fui bien recibido.

– Puedo imaginarlo.

– Sin embargo, hoy he sabido muchas cosas sobre Gillian. Era un ángel, un sol, una gata en celo o la criatura más encantadora jamás vista. Depende de quién facilite los detalles. O esa mujer es una camaleona o algunas de esas personas se toman unas molestias considerables para hacer que así lo parezca.

– Pero, ¿por qué?

– No lo sé. A menos, claro, que tengan un interés especial en que siga siendo lo más misteriosa posible.

Apuró su jarra de cerveza y se reclinó en la silla, estirando los músculos cansados.

– Pero hoy la auténtica atmósfera estaba en la granja Gembler, Havers.

– ¿Ah, sí?

– Seguía la pista de Gillian Teys. Imagíneselo, por favor. Tenía la corazonada de que la respuesta estaba en la habitación de Roberta. Así que me puse a investigar a fondo, desgarré la cobertura del colchón y estuve a punto de desmayarme.

Entonces describió lo que había visto. Havers hizo una mueca de repugnancia.

– Me alegro de haberme perdido eso.

– Oh, no se preocupe. Estaba demasiado descompuesto para volver a colocar la cama como estaba, así que mañana necesitaré su colaboración. ¿Qué le parece si vamos directamente después del desayuno?

– No le conocía esa faceta sádica -dijo ella, sonriendo.

Era la hora del té cuando llegaron a la esquina de la calle Obispo Furthing. Pero era un té tardío, que probablemente se fusionaba con la cena, pues el guardia Gabriel Langston les recibió en la puerta sosteniendo un plato bien provisto: muslos de pollo frío, queso, fruta y pastel.

Langston parecía demasiado joven para ser policía, pero con un nombre adecuado, pues era delgado, con un cabello amarillo y fino que tenía la consistencia de la lana de vidrio, la piel suave como la de un bebé y unos rasgos que parecían poco desarrollados, como si los huesos de su cara fuesen demasiado blandos.