– De-de-bería ha-berles vi-visto en seguida -tartamudeó, sonrojándose intensamente- cu-cuando lle-e-garon. Pe-pero me dije-e-ron que ve-vendrían a ve-erme si m-me ne-e-ces-sitaban.
– Nies les dijo eso, sin duda -supuso Lynley.
El joven asintió azorado y les indicó que entraran.
La mesa estaba dispuesta para un comensal, y el guardia se apresuró a dejar el plato, se limpió las manos en los pantalones y la tendió a Lynley.
– Es un pla-a-cer co-no-o-cerles. Si-i-ento que… -Enrojeció todavía más y señaló impotente su boca, como si hubiera algo que podría haber hecho de no tener el impedimento de su tartamudez-. ¿Un t-té?
– Sí, gracias. Me vendrá bien una taza. ¿Y usted, sargento?
– Sí, gracias.
El hombre asintió, con evidente alivio, sonrió y entró en una pequeña cocina contigua a la pieza donde estaban. La vivienda era, con toda evidencia, para una sola persona, poco más que un estudio, pero estaba muy limpia, aunque flotaba en el aire un tenue olor a perro húmedo. El animal yacía sobre una estera deshilachada, calentándose ante una pequeña estufa eléctrica colocada en el interior de la chimenea de piedra. Era un terrier blanco, que alzó la cabeza, parpadeó al ver a los recién llegados y bostezó, revelando una lengua larga y rosada. Hecho esto volvió el hocico hacia la barra incandescente de la estufa.
Langston regresó con una bandeja en las manos y seguido por otro terrier, que era una versión más animada del primero, pues saludó a Lynley lanzándose sobre él.
– ¡Qu-u-ieto! ¡Ab-a-jo! -ordenó Langston, con toda la firmeza que le permitía su voz tenue. El perro le obedeció a regañadientes y cruzó la estancia para reunirse con su compañero ante la chimenea-. Son bue-buen-os ch-chicos, inspector. Lo s-siento.
Lynley le indicó que no se preocupara agitando una mano, mientras Langston servía el té.
– Siga comiendo, guardia. La sargento y yo estamos investigando un poco tarde. Podemos hablar mientras come.
Por su aspecto, Langston no parecía creer que tal cosa fuera posible, pero agachó la cabeza tímidamente y siguió comiendo.
– Tengo entendido que el padre Hart le llamó directamente después de encontrar el cuerpo de William Teys -dijo Lynley. Cuando el hombre asintió vivamente, prosiguió-: ¿Roberta estaba todavía allí cuando usted llegó? -Otro gesto de asentimiento-. ¿Avisó de inmediato a la policía de Richmond? ¿Por qué lo hizo?
Lynley lamentó de inmediato haberle hecho la pregunta. Era una falta de tacto, pues podía imaginar la tortura que sería para aquel hombre, con un defecto como el suyo, tener que interrogar a los testigos, sobre todo a uno como el padre Hart, que parecía flotar entre dos planos distintos de existencia.
Langston contemplaba su plato, tratando de encontrar una respuesta.
– Supongo que era la manera más rápida de abordar el asunto -sugirió Havers.
Langston asintió agradecido.
– ¿Habló Roberta con alguien? -Langston meneó la cabeza-. ¿Ni con usted ni con nadie de Richmond? -Nueva negativa. Lynley miró a Havers-. Entonces sólo habló con el padre Hart…Vamos a ver. Roberta estaba sentada sobre el cubo volcado, el hacha cerca de ella, el perro estaba debajo de Teys. Pero faltaba el arma utilizada para degollar al perro. ¿No es cierto? -Un gesto de asentimiento. Langston mordió su tercer muslo de pollo, mirando a Lynley-. ¿Qué ocurrió con el perro?
– Yo… yo lo e-ent-terré.
– ¿Dónde?
– Fu-fuera.
Lynley se inclinó hacia adelante.
– ¿En el exterior de esta casa? ¿Por qué? ¿Le dijo Nies que lo hiciera?
Langston tragó la comida y se frotó las manos en los pantalones. Miró compungido a sus dos compañeros que estaban ante la chimenea, los cuales, al ver que eran objeto de su atención, menearon las colas, apoyándole.
– Yo… -El azoramiento, más que su defecto de lenguaje, le interrumpió esta vez-. Me… me gu-gustan los p-pe-perros. No qu-quería qu-que que-quemaran al vi-viejo Bi-bigotes. E-ra a-migo de mis ch-chicos.
– Pobre hombre -musitó Lynley cuando salieron a la calle. Estaba oscureciendo rápidamente. De algún lugar surgió una voz de mujer, que llamaba a un niño-. No es de extrañar que llamara a los de Richmond.
– ¿Por qué se haría guardia en esas condiciones? -preguntó Havers mientras se encaminaban a la hostería.
– Supongo que no le pasó por la cabeza que podría encontrarse con un asesinato. Por lo menos no con uno de estas características. ¿Quién podría esperar una cosa así en un lugar como Keldale? Sin duda, antes de que ocurriera esto, la tarea más seria de Langston consistía en patrullar por el pueblo y comprobar si las puertas de las tiendas estaban cerradas por la noche.
– ¿Qué haremos ahora? No dispondremos del perro hasta la mañana.
– Cierto. -Lynley abrió su reloj de bolsillo-. Tengo doce horas para convencer a Saint James de que cambie la luna de miel por la emoción de este caso. ¿Qué cree usted, Havers? ¿Tenemos posibilidades?
– ¿Tendrá que elegir entre el perro muerto y Deborah?
– Me temo que sí.
– Creo que necesitaremos un milagro, señor.
– En ese aspecto, me las apaño bien -dijo Lynley sombríamente.
Tendría que volver a ponerse el vestido camisero blanco. Barbara lo sacó del armario y lo miró con ojo crítico. Si le ponía otro cinturón no tendría mal aspecto. O quizás con un pañuelo blanco al cuello. ¿Había traído un pañuelo? Incluso uno para la cabeza serviría, podría atarlo de alguna manera para que pusiera un toque de color, para cambiar un poco el atuendo, para hacer que pareciera algo diferente. Tarareando entre dientes, hurgó entre sus cosas, amontonadas en un cajón del escritorio, pero no tardó en encontrar lo que buscaba. Un pañuelo a cuadros rojos y blancos. Parecía un mantel, pero era mejor que nada.
Se acercó al espejo y, al ver su imagen, tuvo una grata sorpresa. El aire del campo había coloreado sus mejillas, y le brillaban los ojos. Llegó a la conclusión de que aquel cambio se debía al convencimiento de que era útil en la tarea encomendada.
Había pasado el día en el pueblo, con permiso de Lynley. Era la primera vez que un inspector jefe le permitía hacer algo por sí misma, la primera vez que un superior la consideraba lo bastante inteligente. Se sentía animada por la experiencia y se daba cuenta de hasta qué punto su confianza en sí misma había sido socavada por el humillante regreso al uniforme. Atrás quedaba un período horrible de su vida, en el que la cólera había dado paso a una rabia desenfrenada, a la desdicha, que era como una herida enconada, a la certeza de que los demás no la consideraban apta para su oficio, no lo bastante despierta y sagaz. Los ojuelos porcinos de Jimmy Havers la miraban desde el espejo. Tenía los mismos ojos que él. Se apartó del espejo con una mueca de disgusto.
Ahora todo sería mejor. Estaba bien encarrilada y nada podría detenerla. Volvería a someterse al examen de inspector, y esta vez lo aprobaría, estaba segura.
Se quitó la falda de tweed y el pullover, y se descalzó. Desde luego, nadie le había proporcionado ninguna información sobre Russell Mowrey, pero todos se habían sometido seriamente a su interrogatorio. Todos la habían visto tal como era: una representante de Scotland Yard, una buena agente: competente, inteligente, intuitiva. Era lo que ella necesitaba. Ahora el caso le pertenecía realmente.
Terminó de vestirse, se anudó garbosamente el pañuelo al cuello y bajó la escalera para encontrarse con Lynley.
Éste esperaba en el salón, de pie ante la acuarela de la abadía, sumido en sus pensamientos. Detrás de la barra, Stepha Odell le observaba. Ambos podrían haber sido personajes de otro cuadro. La mujer se movió primero.