– ¿Has oído eso, Jojo? -dijo Hank, asombrado-. Esto sí que es romántico.
Fue repentino, inesperado. Ella trataba de adaptarse. Lynley estaba resultando un personaje de facetas tan diversas, como un diamante tallado por un maestro joyero, que en cada situación aparecía una nueva superficie brillante que ella no había visto antes.
Estaba enamorado de Deborah, lo cual era comprensible. Pero ¿enamorado de la hija del criado de Saint James? Barbara intentó asimilar la información. ¿Cómo había llegado a sucederle tal cosa? Siempre le había parecido que aquel hombre tenía un perfecto dominio de su vida y su destino. ¿Cómo había permitido que le sucediera tal cosa?
Ahora veía su peculiar conducta en la boda de Saint James bajo una nueva luz. Entonces no estaba ansioso de librarse de ella, sino de alejarse de lo que era una fuente de enorme dolor: la felicidad nupcial con otro hombre de una mujer a la que amaba.
Por fin comprendía por qué Deborah había elegido a Saint James entre los dos hombres. Evidentemente, ella nunca había tenido elección, pues Lynley jamás se habría permitido hablarle de amor. De haberlo hecho, finalmente habría tenido que hablar de matrimonio, y Lynley nunca se casaría con la hija de un criado, cosa que sacudiría el árbol familiar hasta sus mismas raíces.
Sin embargo, había querido convertir a Deborah en su esposa, y debió de sufrir mucho al ver cómo Saint James era capaz de violar el ridículo código de comportamiento social que mantenía a Lynley inmovilizado.
¿Qué había dicho Saint James? Su suegro. Con esas breves palabras había borrado serenamente cualquier distinción de clase que pudiera haberle separado de su esposa. Barbara comprendió de súbito que no era extraño que ella le amara.
Durante el trayecto de regreso a la hostería, observó cautelosa a Lynley. Le había faltado valor para decirle a Deborah que la quería, había puesto su familia y su título por delante de su amor. ¿Qué sentiría ahora? ¡Cómo debía de odiarse a sí mismo! ¡Qué arrepentido debía de estar! ¡Qué terrible soledad debía de experimentar!
El notó que su compañera le estaba mirando.
– Hoy ha trabajado muy bien, sargento, sobre todo en el Hall. Puede estar segura de que mantener a Hank a raya durante un cuarto de hora le valdrá una mención honorífica.
Ella se sintió absurdamente complacida por la alabanza.
– Gracias señor. ¿Ha accedido Saint James a ayudarle?
– Así es, en efecto.
Sí, había accedido. Lynley exhaló un suspiro y arrojó el expediente sobre la cama. Dejó encima las gafas, se restregó los ojos y adaptó las almohadas a su espalda.
No había duda de que Deborah había hablado a su marido. Ya habían discutido cuál sería su respuesta cuando él solicitara su ayuda. Fue muy sencilla: “Claro, Tommy. ¿Qué puedo hacer?”.
Era muy propio de ellos. Durante su conversación, aquella mañana, Deborah se había dado cuenta de sus preocupaciones respecto al caso, y había allanado el camino para que pidiera ayuda a Saint James. Y cuán propio de éste era haber accedido sin vacilación, pues cualquier titubeo habría despertado la culpa que siempre yacía como un peligroso tigre herido entre ellos.
Se recostó en las almohadas y cerró los ojos, fatigado, dejando que su mente se deslizara hacia el pasado. Se entregó a las encantadoras visiones de una antigua felicidad que no estaba nublada por la aflicción o el dolor.
Las palabras de Dryden surgieron de improviso, sin que él se hubiera propuesto evocarlas. Las dirigió, obligándolas a sumirse en su mente, esfuerzo que le costó toda su concentración y le impidió oír que se abría la puerta y el ruido de pisadas en dirección a la cama. No se dio cuenta de que había alguien más en la habitación hasta que una mano fría le tocó suavemente la mejilla. Abrió los ojos.
– Creo que necesita un vaso de Odell, inspector -susurró Stepha.
CAPÍTULO DOCE
El la miró desconcertado. Esperó que apareciese su máscara de desenvoltura, la llegada del hombre ilusorio que reía, bailaba y tenía una respuesta ingeniosa para todo. Pero no ocurrió nada. Stepha estaba en su habitación, como si se hubiera materializado, surgiendo de ninguna parte, y parecía haber destruido su única línea de defensa. Lo único que quedaba en su repertorio de actitudes cautivadoras era la capacidad de afrontar sin un pestañeo la mirada de aquella mujer.
Tenía que dotar de realidad al momento, cerciorarse de que ella no era un sueño forjado por su mente fatigada. Alargó la mano y tocó su cabellera, asombrándose de la suavidad del pelo.
Ella le cogió la mano y besó la palma y la muñeca. Su lengua recorrió la longitud de los dedos.
– Déjame amarte esta noche, déjame expulsar la locura.
Le hablaba en un susurro, y él se preguntó si su voz formaba parte de un sueño. Pero las manos suaves de Stepha le acariciaban las mejillas, la mandíbula y la garganta, y cuando se inclinó para besarle y sintió el movimiento de la lengua femenina en su boca, supo que formaba parte de una ardiente realidad, un proceso que asediaba calmosamente los muros almenados de su pasado.
Quería huir del asalto, escapar a aquel puerto cargado de dicha que le había mantenido bien protegido durante el último año, un año durante el cual todo deseo había estado ausente, todo anhelo muerto, toda vida incompleta. Pero ella no le permitió ninguna evasión, mientras destruía a conciencia los bastiones tras los que se había ocultado, él volvió a experimentar no una dulce liberación, sino aquella terrible necesidad de poseer a otra persona en cuerpo y alma.
No podía hacerlo, no permitiría que sucediera. Buscó desesperadamente unas últimas y precarias defensas, tratando inútilmente de volver a ser la criatura insensata que rechazaba la vida, pero en su lugar había renacido, callado y vulnerable, el hombre que había permanecido intacto desde el principio bajo aquél caparazón defensivo.
– Háblame de Paul.
Ella se irguió, apoyándose en un codo, le tocó los labios con un dedo y lo deslizó por su contorno. La luz incidía en su cabello, en los hombros y los senos. Era de fuego y leche, aromatizada casi imperceptiblemente con la dulzura de las violetas de Devon.
– ¿Por qué?
– Porque quiero conocerte, porque era tu hermano, porque murió.
Ella desvió la mirada.
– ¿Qué te dijo Nigel?
– Que la muerte de Paul cambió a todo el mundo.
– Es cierto.
– Bridie dijo que se había ido sin despedirse.
Stepha se tendió a su lado.
– Paul se suicidó, Thomas -susurró, estremeciéndose, y él la abrazó-. No se lo dijimos a Bridie. Dijimos que había muerto de la enfermedad de Huntington, y así fue, en cierto modo. Fue esa dolencia lo que le mató. ¿Has visto alguna vez a uno de esos enfermos? Es el baile de san Vito, no pueden controlar el movimiento de su cuerpo, se retuercen, se tambalean, saltan y caen, y al final pierden la razón. Pero Paul no. Por Dios, Paul no.
Se le quebró la voz y aspiró hondo. El acarició el cabello y la besó en la cabeza.
– Lo siento.
– El tenía la razón suficiente para saber que ya no reconocía a su mujer, no sabía el nombre de su hija ni tenía ningún control de su cuerpo. Y también tuvo la razón suficiente para decidir que era hora de morir. -Tragó saliva-. Yo le ayudé. Tenía que hacerlo. Era mi hermano gemelo.
– Eso no lo sabía.
– ¿Nigel no te lo dijo?
– No. Nigel está enamorado de ti, ¿verdad?
– Sí -respondió ella sin embages.
– ¿Vino a Keldale para estar cerca de ti?