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Rió en silencio, tristemente. Había sido todo un placer descubrir que él era como siempre le había considerado: un gato callejero que merodeaba en busca de cualquier hembra en celo, bien disfrazado bajo un barniz refulgente de crianza de clase alta. ¡Pero qué capa tan fina, al fin y al cabo! Bastaba rascar la superficie de aquel hombre para que rezumara la verdad.

El agua del baño empezó a fluir ruidosamente en la habitación contigua, y aquél sonido le pareció a Barbara como un estallido de aplausos. Se apartó de la ventana y decidió cómo se enfrentaría a la jornada.

– Vamos a tener que despanzurrar la casa habitación por habitación-dijo Lynley.

Estaban en el estudio. Havers se había acercado a las estanterías y hojeaba con semblante hosco un ejemplar muy usado de las hermanas Brönte. El la observó. Aparte de las respuestas monosilábicas e inexpresivas a cada observación que él había hecho durante el desayuno, la sargento no había abierto la boca. El frágil hilo de comunicación establecido entre ellos parecía haberse roto. Para empeorar las cosas, había vuelto a ponerse el horrendo vestido azul claro y las ridículas medias de color.

– ¿Me está escuchando, Havers? – inquirió él severamente.

Ella volvió la cabeza lentamente, con insolencia.

– Cada palabra… inspector.

– Entonces empiece por la cocina.

– Uno de los dos sitios que corresponden a una mujercita.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Nada en absoluto – replicó ella, y salió de la habitación.

Lynley la siguió con la mirada, perplejo. ¿Qué demonios le había ocurrido a aquella mujer? Habían trabajado muy bien los dos juntos, pero ahora ella actuaba como si apenas pudiera esperar a desbaratarlo todo y volver a vestir el uniforme. No tenía sentido. Webberly le estaba ofreciendo una oportunidad de redimirse. Si esto era así, ¿por qué ella se empeñaba en justificar todos los prejuicios que tenían en su contra los demás inspectores en el Yard? Suspiró y se obligó a no seguir pensando en ella.

Saint James ya estaría en Newby Wiske, con el cadáver del perro envuelto en una bolsa de polietileno, en el maletero del coche, y las ropas de Roberta en una caja de cartón sobre el asiento trasero. Llevaría a cabo la autopsia, supervisaría las pruebas e informaría de los resultados con su eficiencia habitual. Gracias a Dios. La participación de Saint James aseguraría que por lo menos una parte del caso se manipulara correctamente.

Kerridge, el comisario jefe de Yorkshire, estuvo encantado al saber que Allcourt-Saint James acudiría para usar su bien equipado laboratorio. Todo cuanto sirviera para clavar otro clavo en el ataúd de Nies sería bien recibido. Lynley meneó la cabeza, disgustado, se dirigió al escritorio de William Teys y abrió el cajón superior.

No contenía ningún secreto. Había tijeras, lápices, un arrugado mapa del condado, una cinta para máquina de escribir y un carrete de papel adhesivo. El mapa le interesó al instante y lo desplegó ansioso: quizás estuviera señalada en él la localización de la hija mayor de Teys. Pero no tenía ninguna señal ni criptograma.

Los demás cajones estaban tan carentes de hechos pertinentes como el primero: un bote de pegamento, dos cajas de felicitaciones navideñas sin usar, tres paquetes de fotografías tomadas en la granja, libros de cuentas, registros de los corderos nacidos, una bolsa de caramelos para la tos…Nada en absoluto de Gillian.

Lynley se retrepó en la silla. Su mirada se posó en el atril sobre el que estaba la Biblia. De repente tuvo una idea y abrió el libro por la página marcada previamente. Leyó: “Después Faraón le dijo a José: “Puesto que Dios te ha hecho saber sobre todo esto, no hay nadie tan discreto y sabio como tú. Estarás en persona al frente de mi casa, y todo mi pueblo te obedecerá sin reserva. Sólo por el trono seré más grande que tú.” Y Faraón se quitó el anillo de su mano y lo colocó en la mano de José, y le vistió con prendas de lino fino y le puso un collar alrededor del cuello. Y le hizo montar en el segundo carro de honor que tenía, para que clamaran delante de éclass="underline" “Arrodillaos”, poniéndose así ante toda la tierra de Egipto”.

– ¿Busca la guía del Señor?

Lynley alzó la vista. Havers estaba apoyada en la puerta del estudio, su cuerpo sin atractivo silueteado por la luz de la mañana y el rostro inexpresivo.

– ¿Ha terminado con la cocina? -le preguntó.

– He hecho una breve pausa -dijo mientras entraba en la habitación-. ¿Tiene un cigarrillo?

El le ofreció la pitillera y se acercó a las estanterías. Examinó los volúmenes, buscando uno de Shakespeare. Lo encontró y empezó a hojearlo.

– Dígame, inspector. ¿Daze es pelirroja?

La extraña pregunta tardó unos instantes en surtir efecto. Cuando Lynley alzó la vista, Havers volvía a estar al lado de la puerta, deslizando los dedos con expresión meditativa por el marco de madera, al parecer indiferente a la respuesta que él pudiera darle.

– ¿Cómo ha dicho?

Ella abrió la pitillera y leyó la inscripción.

– “Querido Thomas. Siempre nos quedará París, ¿verdad? Daze.” -Le miró fríamente, y fue entonces cuando él reparó en lo pálida que estaba, en los semicírculos oscuros bajo los ojos, en el temblor de la mano que sostenía la pitillera de oro-. Aparte de su uso bastante trillado de Bogart, ¿es pelirroja? Sólo se lo pregunto porque parece preferirlas. ¿O lo cierto es que le sirve cualquiera?

Aterrado, Lynley se dio cuenta demasiado tarde de cuál era el cambio producido en Barbara y de que él era el responsable. No podía decir nada, carecía de una respuesta rápida, pero supo en seguida que no era necesario, pues ella estaba decidida a rechazar la respuesta.

– Havers…

Ella levantó una mano para interrumpirle. Estaba totalmente pálida, con una expresión desabrida, y su tono era tenso y agudo.

– Mire, inspector, no es nada correcto que un hombre no acuda a la habitación de la mujer para su cita amorosa. Me sorprende que no lo supiera. Con la experiencia que usted tiene, se diría que una pequeña cortesía social como esa sería lo último que olvidaría. Desde luego, no es más que un pequeño desliz, y probablemente no molesta a una mujer en absoluto, sobre todo si se compara con el éxtasis de joder con usted.

El término vulgar, pronunciado en tono airado por Barbara, era brutal, y Lynley retrocedió un paso, profundamente disgustado.

– Lo siento, Barbara.

– ¿Por qué lo siente? -replicó ella, forzando una risa gutural-. En el calor de la pasión nadie piensa que puedan oírle. Yo jamás lo hago. -En sus labios apareció una frágil sonrisa-: Y anoche la pasión llegó a extremos insospechados, ¿no es cierto? No podía dar crédito a mis oídos cuando la cama empezó a crujir en el segundo asalto. ¡Y tan pronto! Dios mío, apenas sin descanso.

Él vio cómo se acercaba a un estante y pasaba un dedo por el lomo de un libro.

– No sabía que podía oírnos. Le pido disculpas, Barbara. Lo siento muchísimo.

Ella giró sobre sus talones con rapidez.

– ¿Por qué lo siente? -repitió, esta vez en un tono más alto-. Está de servicio las veinticuatro horas del día, y, además, la culpa no es suya. ¿Cómo iba a saber que Stepha aullaría como una loba?

– No obstante, no tenía la intención de herir sus sentimientos…

– ¡No ha herido mis sentimientos en absoluto! -exclamó ella, con una risa chillona-. ¿De dónde ha sacado semejante idea? Digamos que simplemente me ha picado la curiosidad. Mientras le oía enviar a Stepha a la luna, tres o cuatro veces, me preguntaba si Deborah también aullaba.

Era un disparo en la oscuridad, pero el dardo dio en el blanco. Lynley comprendió que ella lo había visto, pues su rostro se iluminó con una expresión de triunfo.

– Eso no es asunto suyo, ¿no cree?