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Cuando sólo tenía veinticuatro años, había sido el mejor experto en la escena del crimen, rápido, perceptivo, intuitivo. Podría haber tomado cualquier dirección: investigaciones, patología, administración, lo que fuera. Pero todo terminó una noche ocho años atrás, cuando viajaba en coche con Lynley por las carreteras comarcales de Surrey. Los dos habían bebido, y Saint James siempre se apresuraba a admitirlo, pero todo el mundo sabía que Lynley iba al volante esa noche, que fue él quien perdió el control en una curva y quien resultó ileso, mientras su amigo de la infancia, Saint James, sufría lesiones que le convirtieron en un inválido, y aunque podía haber proseguido su carrera en el Yard, Saint James había preferido retirarse a una casa en Chelsea, donde vivió como un recluso durante los cuatro años siguientes. Tenía que agradecérselo a Lynley, pensó sobriamente Barbara.

Le costaba creer que Saint James hubiera mantenido realmente su amistad con aquel hombre, pero así era, en efecto, y algo, alguna clase de situación peculiar, había cimentado su relación casi cinco años antes y había devuelto a Saint James al terreno que le correspondía. También eso tenía que agradecérselo a Lynley, se dijo de mala gana.

Encontró un hueco disponible en la calle Lawrence, aparcó el Mini y caminó por la plaza Lordship hacia Cheyne Row. Aquella zona de la ciudad, en las proximidades del río, se caracterizaba por unos edificios de ladrillo de color ocre oscuro, decorados con finas molduras de yeso y madera, y cuyas ventanas y balcones de hierro forjado habían sido restaurados y pintados de negro. En armonía con el pueblo que Chelsea fue en otro tiempo, las calles eran estrechas, y la espesa fronda de sicomoros y olmos que las bordeaban las habían convertido en túneles vegetales que amarilleaban bajo el sol otoñal.

La casa de Saint James estaba en una esquina, y Barbara, al pasar junto al alto muro de ladrillo que rodeaba el jardín, oyó el estrépito de la fiesta. Alguien propuso un brindis, al que respondieron con gritos de aprobación seguidos de aplausos. En el muro había una vieja puerta de roble. Estaba cerrada, pero Barbara pensó que era mejor así, pues llevaba puesto el uniforme y no quería irrumpir en la reunión como si fuera a hacer un arresto.

Dobló una esquina y se encontró con la puerta principal del alto y antiguo edificio, que estaba abierta. Le llegaron las risas, los ruidos vibrantes de la plata y la porcelana, las detonaciones de las botellas de cava y, en algún lugar del jardín, la música de violín y la flauta. Había flores por todas partes, incluso en la escalera de la entrada, en cuyas balaustradas se entrelazaban rosas blancas y rosas que llenaban la atmósfera de un perfume embriagador. Incluso en los balcones había macetas con convólvulos, cuyas flores en forma de trompeta se derramaban por los bordes, exhibiendo sus abigarrados colores.

Barbara aspiró hondo y subió los escalones. Era inútil llamar, pues aunque varios invitados que estaban cerca de la puerta le dirigieron miradas inquisitivas, al verla titubeante, en la entrada, enfundada en un uniforme que le sentaba mal, regresaron al jardín sin dirigirle la palabra, y pronto estuvo claro que, si quería encontrar a Lynley, tendría que mezclarse entre toda aquella gente, cosa que no le hacía ninguna gracia.

Estaba a punto de retirarse, amilanada, y regresar al coche para recoger un viejo impermeable y cubrirse por lo menos el uniforme -demasiado ajustado a las caderas y con la tela tensa en los hombros y el cuello-, cuando los sonidos de pisadas y risas en la escalera que partía del vestíbulo llamaron su atención. Una mujer descendía, llamando por encima del hombro a alguien que seguía en el piso de arriba.

– Sólo nos vamos los dos. Ven con nosotros, Sid, y será una fiesta.

La mujer se volvió, vio a Barbara y se detuvo en seco, con una mano en la barandilla. El gesto tenía mucho de pose, pues era la clase de mujer capaz de lograr que unos metros de seda de color ceniciento salpicada de lunares oscuros y cosidos de cualquier manera, parecieran el último grito en la alta costura. No era demasiado alta, pero sí muy esbelta, con una cascada de pelo castaño que enmarcaban un rostro perfecto rostro ovalado. Barbara la reconoció enseguida, pues la había visto en muchas de las numerosas ocasiones en que había ido en busca de Lynley por algún asunto relacionado con el Yard. Era la querida más duradera de Lynley y ayudante de laboratorio de Saint James, lady Helen Clyde, la cual terminó de bajar la escalera y cruzó el vestíbulo hacia la puerta, llena de confianza, observó Barbara, con un absoluto dominio de sí misma.

– Tenía la terrible sensación de que vendría usted en busca de Tommy -se apresuró a decir, tendiendo la mano-. ¿Qué tal? Soy Helen Clyde.

Barbara se presentó, sorprendida por la firmeza con que la mujer le había estrechado la mano. Las tenía muy delgadas, muy frías al tacto.

– Le necesitan en el Yard.

– Pobre hombre, qué injusto es lo que le hacen. -Lady Helen hablaba más para sí misma que para su interlocutora, pues, de improviso, dirigió a Barbara una sonrisa llena de excusas-. Pero usted no tiene la culpa, ¿verdad? Venga, iremos a buscarle.

Sin aguardar respuesta, se dirigió a la puerta que daba acceso al jardín, y Barbara no tuvo más remedio que seguirla. Sin embargo, al primer atisbo de las mesas cubiertas con manteles blancos ante las que los invitados, vestidos con elegancia, charlaban y reían, Barbara retrocedió rápidamente al penumbroso vestíbulo, llevándose maquinalmente los dedos al nudo de la corbata.

Lady Helen se detuvo y posó en ella sus ojos oscuros, pensativa.

– ¿Quiere que le traiga a Tommy? -le ofreció, sonriendo de nuevo-. Le costará encontrarle entre tanta gente.

– Gracias -replicó rígidamente Barbara, y contempló cómo la otra cruzaba el césped hasta un grupo enzarzado en una alegre conversación alrededor de un hombre alto que daba la impresión de haber nacido vestido de etiqueta.

Lady Helen le tocó el brazo y le dijo unas palabras. El hombre miró hacia la casa, revelando un rostro que tenía el sello inequívoco de la aristocracia. Parecía el rostro de una escultura griega, atemporal. Se apartó de la frente el cabello rubio, depositó su copa de cava en una mesa cercana y, tras intercambiar una pulla con uno de sus amigos, se encaminó a la casa, con lady Helen a su lado.

Desde su lugar seguro entre las sombras, Barbara observó la aproximación de Lynley. Sus movimientos eran garbosos, fluidos, como los de un gato. Era el hombre más apuesto que había conocido en su vida. Y le odiaba.

– Hola, sargento Havers -le dijo cuando llegó a su lado-. Este fin de semana no estoy de servicio.

Barbara comprendió claramente lo que quería decir: “Me estás interrumpiendo, Havers.”

– Me ha enviado Webberly, señor. Llámele si lo desea.

No le miró directamente mientras replicaba, sino que centró su mirada en algún lugar por encima del hombro izquierdo del hombre.

– Pero sin duda él sabe que hoy se celebra la boda, Tommy -terció Lady Helen en un tono de moderada protesta.

Lynley soltó un bufido irritado.

– Naturalmente que lo sabe. -Su mirada se demoró en el césped antes de volver a fijarse en Barbara-. ¿De qué se trata? ¿De ese Destripador? Me dijeron que John Stewart trabajaría en el caso con MacPherson.

– Por lo que sé, se trata de un asunto en el norte. Hay una chica implicada.

Barbara pensó que él apreciaría esta información, pues la presencia de una mujer ponía la guinda al caso. Esperó a que él le preguntara por los detalles que, sin duda, eran lo que más importaba: edad, estado civil y medidas de la damisela cuya aflicción estaba dispuesto a remediar.