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– ¡Claro que no! ¡Lo sé perfectamente! Pero durante su segunda sesión con Stepha, la cual duró una hora por lo menos, pensé sin poder evitarlo en el pobre Simon. El esfuerzo para igualarse con usted debe de haber sido descomunal.

– Ya está bien, Havers. Ha conseguido lo que quería, y cuando se quita los guantes, dispara a matar. ¿O acaso estoy mezclando las metáforas?

– ¡No se atreva a ser condescendiente conmigo! -gritó ella-. ¿Quién diablos se cree que es?

– Su oficial superior, para empezar.

– Claro, inspector, tiene razón. Ahora es el momento de hacer uso de la autoridad. Bien, ¿qué hago? ¿Sigo trabajando? No le importe que no esté en muy buena forma. Es que anoche no pude pegar ojo.

Cogió un libro del estante y lo arrojó al suelo. Lynley se dio cuenta de que se esforzaba para contener las lágrimas.

– Barbara…-Ella siguió cogiendo libros, pasando las páginas bruscamente y tirándolos al suelo. Los volúmenes estaban enmohecidos y húmedos, e impregnaban el aire con efluvios desagradables-. Escúcheme. Hasta ahora ha hecho un buen trabajo. No cometa una tontería.

La sargento se volvió hacia él, temblorosa.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Tiene una oportunidad de volver al Departamento. No la estropee por estar enojada conmigo.

– ¡No estoy enojada! ¡Usted me importa un bledo!

– Comprendo. En ese caso, zanjemos el asunto.

– De todos modos, ambos sabemos por qué me asignaron a usted. Querían una mujer en este caso y sabían que yo era segura. -Pronunció la última palabra en tono despectivo-. En cuanto esto haya terminado, volverán a enviarme a la calle.

– ¿Qué está diciendo?

– Vamos, inspector, no soy una estúpida. Me he mirado al espejo.

Lo que se desprendía de estas palabras dejó pasmado a Lynley.

– ¿Cree que le han hecho volver al Departamento porque Webberly cree que me llevaría a cualquier otra agente a la cama? -Ella no respondió-. ¿Es eso lo que cree? -repitió. Ella continuó silenciosa-. Maldita sea, Havers…

– ¡Es lo que sé! -gritó Barbara-. Pero lo que Webberly no sabe es que cualquier rubia o morena está segura con usted estos días, no sólo los adefesios como yo. Ahora le gustan las pelirrojas, como Stepha, sustitutas de la que perdió.

– ¡Eso no tiene nada que ver con esta conversación!

– ¡Claro que tiene que ver! ¡Si no estuviera tan desesperado por recuperar a Deborah, no se habría pasado media noche dándole leña a Stepha y no habríamos tenido esta repugnante discusión!

– Entonces vamos a dejarlo, ¿de acuerdo? Le he pedido disculpas. Ha dejado usted absolutamente claros sus sentimientos y suposiciones, por extravagantes que sean. Creo que hemos dicho lo suficiente.

– Eso, puede llamarme extravagante -dijo ella con aspereza-. ¿Y usted? No se quiere casar con una mujer porque su padre es un sirviente, contempla cómo su propio amigo se enamora de ella, se pasa el resto de su vida lamentándose de ello y, sin embargo, me tacha de extravagante.

– Los hechos que expone no son del todo exactos -replicó él en tono glacial.

– Oh, tengo todos los hechos que necesito, y cuando los pongo juntos, la palabra más apropiada para describirlos es “extravagantes”. En primer lugar, está enamorado de Deborah Saint James y no se molesta en negarlo. En segundo lugar, ella está casada con otro. En tercer lugar, es evidente que usted tuvo una relación sentimental con ella, lo cual nos lleva inevitablemente al cuarto hecho: pudo haberse casado con ella, pero prefirió no hacerlo y va a pagar por esa estúpida decisión, ese prejuicio intolerante de clase superior por el resto de su condenada vida.

– Parece tener mucha confianza en mi atracción fatal por las mujeres. Cualquier mujer que se acuesta conmigo sólo está deseosa de casarse conmigo. ¿No es eso?

– ¡No se ría de mí! -gritó ella enfurecida.

– No me río de usted, y tampoco voy a seguir con esta discusión.

Lynley se dirigió hacia la puerta.

– ¡Ah, muy bien! ¡Huya, huya! ¡Eso es lo que esperaba de usted, Lynley! ¡Vaya a acostarse otra vez con Stepha! ¿O quizás con Helen? ¿Se pone una peluca pelirroja para excitarle? ¿Le permite que la llame Deb?

El sintió la ira como una corriente que avanzaba impetuosa por sus venas. Se obligó a mantener la calma y consultó su reloj.

– Escuche, Havers, voy a ir a Newby Wiske para ver los resultados de los análisis de Saint James. Dispondrá usted de… unas tres horas para registrar esta casa y encontrar algo, cualquier cosa, Havers, que me conduzca a Gilllian Teys. Puesto que tiene esa notable capacidad para reunir hechos dispersos, no tendrá ningún problema. Pero si no tiene nada que informarme dentro de tres horas, considérese despedida. ¿Está claro?

– ¿Por qué no me despide ahora mismo y acabamos con el asunto de una vez? -gritó ella.

– Porque me gusta saborear sin prisas mis placeres. -Se acercó a ella y le cogió la pitillera que sostenía su mano lacia-. Daze es rubia -le dijo.

Barbara soltó un bufido.

– Eso es difícil de creer. ¿Se pone una peluca roja en esos momentos íntimos?

– No lo sé. -Giró la pitillera, revelando la A en antigua caligrafía artística que adornaba la cubierta-. Pero es una pregunta interesante. Si mi padre viviera, se lo preguntaría. Esta pitillera era suya. Daze es mi madre.

Lynley recogió el volumen de Shakespeare y salió de la estancia.

Barbara se quedó inmóvil, esperando que remitieran lo violentos latidos de sus venas, enfrentándose poco a poco a la terrible enormidad que acababa de cometer.

“Ha hecho un buen trabajo hasta ahora… Tiene una oportunidad de regresar al Departamento. No la estropee porque está enojada conmigo.”

¿No era eso exactamente lo que había hecho? La necesidad de enfurecerse con él, de castigarle, de insultarle por ceder a la atracción de una mujer hermosa había vencido a todas sus buenas intenciones cuando empezó a trabajar en el caso. No acertaba a comprender cómo había podido llegar a perder el dominio de sí misma hasta tal extremo.

¿Estaba celosa? ¿Acaso por un instante de locura había pensado que Lynley podría mirarla y no verla como era realmente: una mujer fea y rechoncha, encolerizada con el mundo, amargada, sin amigos y terriblemente sola? ¿Había abrigado la secreta esperanza de que aquel hombre llegara a interesarse por ella? ¿Era eso lo que le había impulsado a atacarle aquella mañana? La idea era claramente absurda.

No, no era posible. Tenía de él un conocimiento suficiente para no ser tan ignorante.

Se sintió exhausta, y pensó que aquella casa la deprimía, tener que trabajar en semejante habitáculo de espectros. Cuando llevaba cinco minutos allí, sentía deseos de gritar, de subirse por las paredes, de tironearse salvajemente el pelo.

Fue a la puerta del estudio y miró el santuario de Tessa, al otro lado de la sala de estar. La mujer le sonreía amablemente, pero ¿no había cierta expresión de victoria en sus ojos? ¿No era como si Tessa hubiera sabido desde el principio que ella, Barbara, fracasaría cuando entrara en la casa y percibiera su silencio y frialdad?

Lynley le había dado tres horas. Sólo tres horas para descubrir el secreto de Gillian Teys.

Era ridículo, amargamente risible. Lynley sabía que iba a fracasar, que tendría la satisfacción de enviarla a Londres, donde, de nuevo caída en desgracia, volvería a ponerse en uniforme. ¿De qué serviría intentarlo? ¿Por qué no abandonar en seguida y no darle a aquel hombre el gusto de rebajarla?

Se arrojó sobre el sofá de la sala de estar. La imagen de Tessa la contemplaba, comprensiva. Pero… ¿y si encontrara a Gillian? ¿Y si tenía éxito allí donde el mismo Lynley había fracasado? ¿Importaría entonces realmente que él volviera a enviarla a la calle? ¿No sabría entonces, de una vez por todas, que servía para algo, que podría haber formado parte de un equipo?

Era una idea. Ociosamente, tiró de la desgastada tapicería del sofá. El sonido de sus dedos al rozar los hilos era el único ruido de la casa, excepto el lejano susurro de los ratones, apenas audible, como un pensamiento formado a medias.