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Miró pensativa la escalera.

Estaban sentados ante una mesa de Las Llaves y la Vela, la céntrica y más próspera taberna de Newby Wiske. La mayoría de los parroquianos que la llenaban a la hora de comer se habían ido y, aparte de ellos mismos, sólo quedaban los habituales que, encorvados sobre la barra, consumían sus jarras de cerveza.

Empujaron sus platos a un lado de la mesa y Deborah vertió el café que acababan de servirles. En el exterior, el cocinero y el lavaplatos echaban desperdicios al cubo de la basura, al tiempo que discutían ruidosamente sobre un caballo de tres años que correría en Newmarket y en el que el cocinero había invertido sin duda una parte considerable de su salario semanal.

Saint James echó una generosa cantidad de azúcar al café. Lynley esperó pacientemente hasta que disolvió la cuarta cucharada agitando el líquido con parsimonia.

– ¿No las cuenta?

– Me temo que no -replicó Deborah.

– Es increíble, Saint James. ¿Cómo puedes tomar un brebaje tan dulzón?

Su amigo le tendió los resultados de los análisis.

– Necesito algo para recuperarme del hedor de ese perro. Estás en deuda conmigo por esto, Tommy.

– Desde luego. ¿Qué has encontrado?

– El animal murió de hemorragia causada por una herida en el cuello. Parece ser que la causaron con un cuchillo cuya hoja tendría unos doce centímetros de largo.

– Entonces no era un cortaplumas.

– Supongo que era un cuchillo de cocina o de carnicero. Algo así. ¿Vieron los forenses todos los cuchillos de la granja?

Lynley revisó las hojas del expediente que había llevado consigo.

– Así parece, pero el cuchillo en cuestión no se encontró por ningún lado.

Saint James se quedó pensativo.

– Eso es intrigante. Casi sugiere… -Hizo una pausa y dejó de lado la idea-. Bien, la chica ha admitido que mató a su padre, el hacha está en el suelo…

– Sin ninguna huella en el mango -le interrumpió Lynley.

– Cierto, pero a menos que la Sociedad Protectora quiera entablar un juicio por crueldad hacia los animales, no hay verdadera necesidad de tener el arma que mató al perro.

– Empiezas a decir lo mismo que Nies.

– ¡No lo permita Dios! -Saint James removió su café y estaba a punto de echarle más azúcar cuando su esposa, con una sonrisa beatífica, apartó el azucarero de su alcance. El gruñó en broma y añadió-: Sin embargo, había algo más. Barbitúricos.

– ¿Qué?

– Barbitúricos -repitió Saint James-. Aparecieron en el análisis de drogas. Mira. -Le tendió el informe de toxicología por encima de la mesa.

Lynley lo leyó, sorprendido.

– ¿Quieres decir que el perro estaba drogado?

– Sí. La cantidad de droga residual que apareció en las pruebas indica que el animal estaba inconsciente cuando lo degollaron.

– ¡Inconsciente! -Lynley examinó el informe y lo arrojó sobre la mesa-. Entonces no lo mataron para silenciarlo.

– En efecto. No habría producido ningún ruido.

– ¿Había suficiente barbitúrico para acabar con él? ¿Trataría alguien de matarle con la droga y luego, al fracasar, decidió pasar al cuchillo al pobre animal?

– Supongo que es posible, pero, en vista de lo que me has contado sobre el caso, eso no tiene mucho sentido.

– ¿Por qué no?

– Porque esa persona desconocida primero habría tenido que entrar en la casa, conseguir la droga, administrársela al perro, esperar a que hiciera efecto, darse cuenta de que no iba a matarle, ir en busca de un cuchillo y terminar el trabajo. ¿Y qué hacía el perro durante todo ese tiempo? ¿Esperar pacientemente a que lo degollaran? ¿No se habría puesto a ladrar, armando un escándalo?

– Espera. Vas demasiado rápido para mí. ¿Por qué esa persona habría tenido que entrar en la casa para buscar la droga?

– Porque era la misma que había tomado William Teys, y supongo que guardaba sus somníferos en la casa, no en el granero.

Lynley asimiló esta información.

– Tal vez alguien la llevaba consigo.

– Tal vez. Supongo que la persona pudo haberla administrado al perro, esperó a que surtiera efecto, degolló al animal y esperó a que Teys entrara en el granero.

– ¿Entre las diez y las doce de la noche? ¿Qué habría estado haciendo Teys en el granero a esas horas?

– A lo mejor buscaba al perro.

– ¿Por qué? ¿Por qué el granero? ¿Por qué no lo buscó en el pueblo, adonde siempre iba el perro? Y además, ¿por qué iba a buscarlo? Todo el mundo dice que el perro deambulaba a sus anchas. ¿Por qué iba a preocuparse de súbito por el animal precisamente aquella noche?

Saint James se encogió de hombros.

– Lo que Teys se proponía es cuestión a debatir, si te empeñas en descubrir quién mató al animal. Sólo una persona pudo haberlo liquidado… Roberta.

Salieron de la taberna y Saint James extendió el vestido de seda sobre el capó del Bentley, haciendo caso omiso de las miradas de un grupo de ancianos turistas que pasaban en busca de recuerdos fotográficos, con las cámaras colgadas del cuello. Señaló una mancha en la parte interior del codo de la manga izquierda, la mancha parecida a un charco entre la cintura y las rodillas y la misma sustancia en el puño blanco de la manga derecha.

– Las pruebas indican que toda esta sangre es del perro. -Se volvió hacia su esposa-. ¿Quieres demostrarlo, cariño, como hiciste en el laboratorio? En esta extensión de césped.

Deborah se arrodilló, sentándose sobre los talones. Su vestido se posó sobre el suelo como un manto. Saint James se colocó detrás de ella.

– Si tuviéramos un perro dispuesto a cooperar, se vería mejor, pero haremos cuanto podamos. Roberta, que probablemente podía recoger las píldoras de su padre, drogó anteriormente al perro, quizás con la cena, asegurándose así de que el animal permaneciera en el granero. Lo hizo de modo que el animal no se derrumbara en el pueblo. Una vez que el perro estuvo inconsciente, se arrodilló en el suelo tal como lo hace Deborah. Sólo en esta postura la sangre mancharía el vestido en los lugares precisos en los que lo ha hecho. Levantó la cabeza del perro y la sostuvo sobre el brazo doblado. -Dobló suavemente el brazo de Deborah para demostrarlo-. Entonces cortó la garganta del perro con la mano derecha.

– Eso es una locura -dijo Lynley con voz ronca-. ¿Por qué iba a hacer tal cosa?

– Espera un momento, Tommy. La cabeza del perro está apartada de ella. Le clava el cuchillo en la garganta, lo cual produce el charco de sangre en la falda del vestido. Entonces tira del cuchillo hacia arriba con la mano derecha, hasta completar el trabajo. -Señaló las zonas concretas en el vestido de Deborah-. Hay sangre en el codo, donde sostuvo la cabeza, sangre en la falda, vertida del cuello, y sangre en la manga y el puño derecho, desde donde clavó el cuchillo y continuó el corte. -Saint James tocó suavemente el cabello de su mujer-. Gracias, cariño.

Le ayudó a incorporarse.

Lynley se dirigió al coche y examinó el vestido.

– Francamente, no veo qué sentido tiene. ¿Por qué diablos haría una cosa así? ¿Me estás diciendo que la chica se vistió el sábado por la noche con sus mejores prendas de domingo, se dirigió tranquilamente al granero y degolló al perro por el que sentía cariño desde la infancia? -Alzó la vista-. ¿Por qué?

– No puedo darte la respuesta. No puedo decirte lo que estaba pensando, sino sólo lo que hizo.

– Pero, ¿no pudo haber ido al granero, encontrado el perro muerto y, presa de pánico, lo cogió, colocó la cabeza en su brazo y entonces se manchó de sangre?

Hubo una pausa muy breve.

– Es posible, pero improbable.

– Pero es posible. ¿Es realmente posible?