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Lynley alzó la vista. Estaba muy serio.

– Usted la ha encontrado, sargento, y puede traerla a Keldale. Creo que Gillian es la única manera que tenemos de llegar a Roberta, ¿no le parece?

– Yo… pero… -Se interrumpió, temerosa de creer en lo que significaban las palabras del inspector-. ¿No quiere telefonear a Webberly? ¿Que vaya alguien… o usted mismo?

Él la interrumpió agitando una mano.

– Confío en su buen juicio, sargento. Tráigala aquí lo antes posible.

Ella desenlazó las manos, consciente de la oleada de alivio que recorría su cuerpo.

– Sí, señor -susurró.

Lynley tamborileó sobre el volante y contempló la casa en lo alto de la suave elevación cubierta de césped. Había conducido como un loco para lograr que Havers tomara el tren de las tres con destino a Londres, y ahora estaba ante el hogar de los Mowrey, pensando en la mejor manera de abordar a la mujer. Al fin y al cabo, ¿no era la verdad mejor que el silencio? ¿Acaso él no había aprendido eso por lo menos?

Ella le recibió en la puerta. La mirada cautelosa que le dirigió por encima del hombro le indicó que esta vez la visita no era tan bien acogida como la anterior.

– Mis hijos acaban de regresar de la escuela -le explicó mientras entraban, y cerró la puerta a sus espaldas. Se quitó la rebeca: su cuerpo era esbelto como el de una niña-. ¿Ha tenido alguna noticia de Russell?

Lynley se recordó que no podía haber esperado que le preguntara por su hija. Aquella mujer se había despedido del pasado, había efectuado un corte quirúrgico, separándose de él limpiamente.

– Tiene que ponerse en contacto con la policía, señora Mowrey.

Ella palideció.

– Él no ha podido hacer eso. No lo ha hecho.

– Debe telefonear a la policía.

– No puedo, no, no puedo -susurró impetuosamente.

– No está con sus parientes de Londres, ¿verdad? -Ella meneó la cabeza brevemente, una sola vez, y mantuvo el rostro apartado-. ¿Su familia ha tenido alguna noticia de él? -De nuevo la misma respuesta-. Entonces, ¿no es mejor averiguar dónde está? -Como ella no replicó, el inspector la cogió del brazo y la llevó hacia el sendero-. Dígame, ¿por qué tenía William todas esas llaves?

– ¿Qué llaves?

– Había una caja llena de llaves en un estante del armario, pero no hay ninguna otra llave en el resto de la casa. ¿Sabe por qué?

Ella inclinó la cabeza y se llevó una mano a la frente.

– Las llaves… Me había olvidado… Fue… fue por la rabieta de Gillian.

– ¿Cuándo?

– Ella tendría siete años, casi ocho. Lo recuerdo porque yo estaba embarazada de Roberta. Fue una de esas situaciones que surgen de improviso y no guardan ninguna proporción, esas que luego, cuando el niño es mayor, hacen reír a la familia. Recuerdo que, durante la cena, William dijo: “Gilly, esta noche leeremos la Biblia”. Yo estaba allí sentada, probablemente soñando despierta, y esperaba que ella dijera que sí, como siempre. Pero ella no quiso leer la Biblia aquella noche y William se empeñó en que sí. La niña se puso histérica, se fue corriendo a su cuarto y cerró la puerta.

– ¿Y qué pasó entonces?

– Era la primera vez que Gilly desobedecía a su padre, y el pobre William se quedó aturdido, sin saber qué actitud tomar.

– ¿Qué hizo usted?

– Nada que pudiera ayudar mucho. Recuerdo que fui a la habitación de Gilly, pero ella no me dejó entrar. Se limitó a gritar que ya no leería la Biblia y que nadie la obligaría a hacerlo. Luego arrojó objetos contra la puerta. Yo… bajé y me reuní con William. -Miró a Lynley con una expresión en la que se combinaban la perplejidad y la admiración-. Verá, William nunca la regañaba, no tenía carácter para eso, pero más tarde cogió las llaves de todas las puertas. Dijo que si aquella noche se hubiera incendiado la casa, él no habría podido rescatar a Gilly porque ésta había cerrado la puerta con llave, y nunca se lo habría perdonado.

– ¿Volvieron a leer la Biblia después de eso?

Ella meneó la cabeza.

– A partir de entonces, nunca le pidió a Gilly que leyera la Biblia.

– ¿La leía con usted?

– No, lo hacía solo.

Mientras hablaban, una niña se había acercado a la puerta, con una rebanada de pan en la mano y una delgada línea de mermelada sobre el labio superior. Era menuda, como su madre, pero con el cabello oscuro y la expresión inteligente del padre. Les miró con curiosidad.

– ¿Qué ocurre, mamá? -preguntó con voz dulce y clara-. ¿Se trata de papá?

– No, cariño -se apresuró a responder Tessa-. En seguida estoy contigo. -Se volvió hacia Lynley.

– ¿Conocía mucho a Richard Gibson? -le preguntó.

– ¿Al sobrino de William? No le conocí muy a fondo. Era un chico silencioso, pero muy agradable, con un gran sentido del humor. Gilly le adoraba. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque William le dejó la granja a él, no a Roberta.

Ella frunció el ceño.

– ¿Por qué no se la dejó a Gilly?

– Gillian se escapó de casa a los dieciséis años, señora Mowrey, y nadie ha vuelto a tener noticias de ella.

Tessa reaccionó como si hubiera recibido un golpe inesperado. Ahogó un grito y se quedó mirando a Lynley fijamente.

– No -dijo con incredulidad.

– Richard también estuvo ausente durante cierto tiempo -prosiguió Lynley-. Se fue a los marjales. Es posible que Gillian le siguiera allí y luego fuese a Londres.

– Pero ¿por qué? ¿Qué sucedió? ¿Qué podría haber ocurrido?

Lynley reflexionó en lo que le diría.

– Tengo la impresión de que tenía cierta relación con Richard.

– ¿Y William lo descubrió? En ese caso, le habría descuartizado.

– Suponga que lo descubrió y Richard sabía cuál iba a ser su reacción. ¿No habría bastado eso para que Richard se marchara del pueblo?

– Supongo que sí, pero eso no explica por qué William le dejó la granja a él y no a Roberta, ¿no cree?

– Parece ser que hizo un trato con Gibson. Roberta seguiría viviendo allí con Richard y su familia, pero la tierra sería para los Gibson.

– Pero Roberta se casaría algún día. No me parece justo. William habría tenido que dejar la granja a sus familiares más directos, para que pasara a sus nietos, si no a los hijos de Gillian, entonces a los de Roberta.

Mientras la mujer hablaba, Lynley comprendió el enorme abismo que había abierto su ausencia durante diecinueve años. No sabía nada de Roberta, ignoraba que la muchacha había acaparado comida y que se encontraba en estado catatónico. Roberta era sólo un nombre para ella, un nombre que se casaría, tendría hijos y envejecería. No tenía realidad, no existía.

– ¿No pensó nunca en ellas? -le preguntó. Ella bajó la vista, concentrando toda su atención en sus zapatos de ante. Como no respondía, él insistió-: ¿No se preguntó nunca cómo eran, señora Mowrey? ¿No imaginó qué aspecto tenían o cómo habían crecido?

Ella lo negó con un brusco movimiento de cabeza, y cuando respondió por fin, con una voz tan controlada que sólo podía ser el resultado de un esfuerzo enorme para dominar la emoción, lo hizo con la vista fija en la catedral, que se alzaba a lo lejos.

– No pude permitírmelo, inspector. Sabía que estaban bien atendidas, que no les faltaba de nada, y por eso las dejé morir. Tenía que hacerlo si quería sobrevivir. ¿Puede comprenderme?

Unos días antes, él le habría dicho sinceramente que no. Pero ahora era distinto.

– Sí, la comprendo. -Se despidió de ella con una inclinación de cabeza y se dirigió al coche.

– Inspector… -El se volvió, con la mano en la manija de la portezuela-. Sabe dónde está Russell, ¿verdad?

Ella leyó la respuesta en su rostro, pero escuchó ansiosa la mentira.

– No -respondió Lynley.

Ezra Farmington vivía frente a La Paloma y el Silbato, en la casa municipal adosada a la de Marsha Fitzalan. Al igual que la de ésta, el jardín delantero estaba cuidado, pero con menos detalle, como si el hombre hubiera empezado con las mejores intenciones, pero pronto se hubiera cansado. Los arbustos necesitaban una poda, las malas hierbas asaltaban los macizos de flores, era preciso arrancar las plantas anuales muertas, y había una extensión de césped lo bastante crecido para que pudiera servir como forraje.