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Farmington no se mostró en absoluto complacido de su visita.

Cuando abrió la puerta, respondiendo a la llamada de Lynley, se colocó de manera que le impedía el paso. Por encima de su hombro, el inspector vio que el pintor había estado trabajando de firme, pues había docenas de acuarelas esparcidas sobre el sofá de la sala de estar y por el suelo. Algunas estaban rotas en pedazos, otras convertidas en bolas apretadas y las había abandonado a su destino bajo las pisadas. Sin embargo, era un azaroso y considerable esfuerzo artístico, porque el autor estaba bastante bebido.

– ¿En qué puedo servirle, inspector? -preguntó Farmington con deliberada cortesía.

– ¿Me permite entrar?

El hombre se encogió de hombros.

– ¿Por qué no? -Se hizo a un lado y le invitó a pasar con un gesto desganado-. Perdone por el desorden. Estaba haciendo limpieza.

Lynley avanzó pisando varias pinturas.

– ¿Está haciendo la poda de cuatro años de trabajo? -le preguntó suavemente.

No se había equivocado. Lo supo por el súbito ensanchamiento de las aletas de la nariz y el movimiento de los labios de Farmington.

– ¿Qué quiere decir con eso?

Estaba al borde de hablar farfullando y, tal vez dándose cuenta, trató visiblemente de dominarse.

– ¿A qué hora tuvo lugar la discusión entre usted y William Teys? -preguntó Lynley, ignorando la pregunta que le había hecho el pintor.

– ¿A qué hora? -Ezra se encogió de hombros-. No tengo ni idea. ¿Le apetece un trago, inspector? -Sonreía y tenía la mirada vidriosa. Cruzó la habitación para servirse un vaso de ginebra-. ¿No? ¿No le importa que yo…? Gracias. -Tomó un trago, tosió y se echó a reír, limpiándose la boca con la muñeca, con tal violencia que fue como si se hubiera golpeado-. Maldita sea, ni siquiera puedo encajar unos sorbos.

– Usted bajaba desde el páramo del Alto Keel. No es un paseo para darlo en la oscuridad, ¿verdad?

– Claro que no.

– ¿Y oyó música procedente de la granja?

– ¡Eso es! -Alzó el vaso, como si brindara-. Toda una orquesta, inspector. Creí estar en medio de un desfile.

– ¿Sólo vio a Teys? ¿A nadie más?

– ¿Contamos al querido Nigel que llevaba el perro a casa?

– Aparte de Nigel.

– Pues no. -Apuró el vaso-. Roberta, esa pobre gorda, debía de estar dentro cambiando los discos. No valía para mucho más… excepto para blandir un hacha y enviar a su papá al otro barrio. -Los ojos le centellearon al decir esto y se echó a reír-. ¡Como Lizzie Borden! -añadió y rió más todavía.

Lynley se preguntó por qué aquel hombre se empeñaba en ser repugnante, por qué se esforzaba tanto por mostrar un lado de su carácter tan desagradable que llegaba a ser intolerable. Sin duda el odio y la ira constituían la base de su actitud, y un desprecio tan virulento que era como una tercera persona en la estancia. Con toda evidencia, Farmington era un hombre de talento, pero estaba dispuesto a destruir la única fuerza creativa que daba sentido a su vida.

Mientras, incapaz de seguir resistiendo la bebida, se encaminaba tambaleándose al lavabo, Lynley miró las pinturas esparcidas por el suelo y vio la fuente de su desesperación en los estudios que el artista no había sido capaz de destruir.

Habían sido hechos desde todos los ángulos posibles, al carbón, a lápiz, al pastel y a la acuarela. Expresaban movimiento, pasión y deseo, y atestiguaban la angustia que embarga el alma del artista. Todos eran de Stepha Odell.

Cuando Lynley oyó las pisadas del hombre, desvió la vista de las pinturas, miró a Farmington y por primera vez vio su imagen refleja, su otro yo, el hombre en que podría llegar a convertirse.

Desde la estación de King Cross, Barbara tomó la línea del norte hasta la calle Warren. La plaza Fitzroy estaba a pocos minutos a pie desde allí, y dedicó ese tiempo a pensar en un plan de ataque. Era evidente que Gillian Teys estaba metida hasta el cuello en aquella situación, pero iba a ser muy difícil demostrarlo. Si había sido lo bastante lista para desaparecer durante once años, desde luego lo sería también para tener una coartada a toda prueba para la noche de autos. A Barbara le pareció que el mejor enfoque, si realmente Gillian era Nell Graham y si podía localizarla gracias a la escasa información de que disponían, sería no darle elección, detenerla si fuera necesario, a fin de llevarla de nuevo a Keldale aquella noche. Pensó en todo lo que les habían dicho acerca de Gillian, su conducta de delincuente, su licencia sexual y su habilidad para ocultar ambos rasgos bajo un exterior de refinamiento angélico. Solamente había una manera de tratar con una persona tan lista: ser dura, agresiva, absolutamente implacable.

La plaza Fitzroy, una parte de Camden Town pulcramente renovada, no era el lugar más adecuado para instalar un asilo de adolescentes descarriados. Veinte años antes, cuando la plaza era un rectángulo que ostentaba las marcas de la guerra, con sus edificios combados, el suelo mugriento y las ventanas sin cristales, lo que uno esperaría encontrar allí era un hogar para los marginados de Londres. Pero ahora, cuando toda la plaza había sido remodelada, sus edificios eran nuevos, el césped del centro había sido cuidadosamente vallado para impedir que lo estropearan los vagabundos, cuando todas las casas estaban recién pintadas y cada puerta bruñida centelleaba a la luz del crepúsculo, era difícil creer que los olvidados y rechazados de la sociedad, asustados y dolidos, seguían viviendo allí.

La Casa del Testamento estaba en el número 11, y era un edificio alto y estrecho, con la fachada cubierta por un andamiaje. Un gran cubo de basura rebosante de yeso, latas de pintura vacías, cajas de cartón y trapos desechados evidenciaba que la Casa del Testamento se había unido al renacimiento arquitectónico de sus vecinos. La puerta estaba abierta, a pesar del fresco del atardecer, y de su interior surgía un sonido de música, no el estrepitoso rock and roll que podría haberse esperado en un lugar lleno de adolescentes, sino las notas delicadas de una guitarra clásica, así como un silencio de fondo que indicaba la presencia de un público atento. Sin embargo, Barbara supuso que los encargados de la cocina no participaban en el recital, pues llegaba a la calle el aroma de salsa de tomate y especie, indicación segura de la cena.

Barbara subió los dos escalones y entró en el edificio. El largo pasillo estaba cubierto por una larga alfombra roja, tan desgastada en algunos lugares que las tablas del suelo se veían a su través. En las paredes no había ningún adorno, salvo tableros de anuncios en los que estaban adheridos informes sobre empleos, mensajes recibidos y anuncios. Un horario de clases de la cercana universidad en la calle Gowen ocupaba el lugar más prominente, señalado alentadoramente con flechas de cartón. Había anuncios de clínicas ubicadas en el barrio, programas de desintoxicación para drogadictos y oficinas de planificación familiar, y un número de teléfono para disuadir a posibles suicidas estaba repetido en varias hojas clavadas en la parte inferior del tablón. Barbara observó que habían arrancado la mayor parte de aquellas hojas.

– Hola -le dijo una voz amable-. ¿Necesita ayuda?

Al volverse, Barbara se encontró con una mujer rechoncha, de edad mediana, apoyada en el mostrador de recepción, que se subía unas gafas de montura de carey a lo alto de la cabeza. Su sonrisa se desvaneció cuando Barbara le mostró sus credenciales. En el piso de arriba continuaba la música.

– ¿Hay algún problema? -preguntó la mujer-. Supongo que desea ver al señor Clarence.