– No -replicó Barbara-, quizás no sea necesario. Estoy buscando a una joven llamada Gillian Teys, pero creemos que puede usar el nombre de Nell Graham.
Le alargó la fotografía, gesto innecesario, pues en cuanto pronunció el nombre la expresión de la dama se había alterado. De todos modos, miró la fotografía con ademán de cooperación.
– En efecto, ésta es Nell.
A pesar de haber estado tan segura, Barbara tuvo una sensación de triunfo.
– ¿Quiere decirme dónde está? Es muy importante que la encuentre lo antes posible.
– No se ha metido en algún lío, ¿verdad?
– Es importante que la encuentre -repitió Barbara.
– Oh, sí, claro. Supongo que no puede decírmelo. Es sólo que… -La mujer se acarició el mentón con nerviosismo-. Llamaré a Jonah -dijo impulsivamente-. Esto es asunto suyo.
Antes de que Barbara pudiera replicar, la mujer subió corriendo la escalera. Al cabo de un momento la música de guitarra cesó bruscamente y la sustituyó una algarabía de voces que protestaban seguidas de risas. Se oyó entonces un ruido de pisadas y una voz masculina respondió a la voz apagada de la recepcionista.
Cuando apareció en la escalera, Barbara vio que era el músico, pues llevaba una guitarra colgada del hombro. Era demasiado joven para ser el reverendo George Clarence, pero llevaba atuendo clerical y su notable parecido con el fundador de la Casa del Testamento indicó a Barbara que aquel debía de ser su hijo. Tenía las mismas facciones cinceladas, la misma frente ancha, idéntica mirada rápida y perceptiva que asimilaba y evaluaba en un instante. Incluso el cabello era el mismo, con raya a la izquierda y un mechón ingobernable que ningún peine podía dominar. No era corpulento, probablemente no llegaba a medir metro setenta y cinco y era de constitución ligera. Pero algo en su actitud indicaba la existencia de fuerza interior y confianza en sí mismo.
El joven avanzó por el pasillo con la mano tendida.
– Soy Jonah Clarence -le dijo, estrechándole con firmeza la mano-. Dice mi madre que busca a Nell.
La señora Clarence se había quitado las gafas de la cabeza y mordisqueaba distraídamente la montura mientras escuchaba su conversación. Los surcos del ceño se hicieron más profundos y les miró expectante.
– Esta es Gillian Teys -dijo Barbara, mostrando al joven la fotografía-. Hace tres semanas que asesinaron a su padre en Yorkshire, y tendrá que venir conmigo para responder a algunas preguntas.
Estas palabras no produjeron en Clarence una reacción visible, aunque parecía no poder desviar la mirada del rostro de Barbara. Pero se obligó a hacerlo y mirar la foto. Entonces sus ojos se encontraron con los de su madre.
– Es Nell.
– Jonah, querido… -murmuró ella, en un tono conmovido.
Clarence devolvió la foto a Barbara pero se dirigió a su madre.
– Algún día tenía que ocurrir, ¿no es cierto? -le dijo sin poder ocultar la emoción.
– Cariño, ¿quieres que…?
– No, de todos modos iba a irme. -Miró a Barbara-. Le llevaré adonde está Nell. Es mi mujer.
Lynley contempló la pintura de la abadía de Keldale y se preguntó por qué había estado tan ciego a su mensaje. La belleza de la obra estaba en su pura simplicidad, su detallismo, su negativa a distorsionar o disfrazar su romanticismo la ruina que se desmoronaba, de convertirla en cualquier cosa excepto lo que era: un vestigio de una época desaparecida, devorada por el porvenir.
Los muros esqueléticos se arqueaban contra un cielo desolado, como esforzándose por ascender y liberarse del fin inevitable que les aguardaba en el suelo. Luchaban contra la flora, los helechos que crecían testarudos en las grietas, las flores silvestres que florecían al borde de los muros del transepto, la hierba que crecía espesa y se mezclaba con el perejil silvestre en las mismas piedras donde los monjes se habían arrodillado en otro tiempo para orar.
Había escalones que no conducían a ninguna parte, escaleras curvas que en otro tiempo conducían a los devotos desde el claustro al locutorio, de la sala al patio, ahora cubiertos de musgo, sometidos a cambios que no los hacían innobles, sino que se limitaban a moldearlos, dándoles distinta forma y objetivo.
Las ventanas habían desaparecido. Donde en el pasado los vitrales habían cercado orgullosos el presbiterio y el coro, la nave y el transepto, no quedaba nada excepto grandes agujeros que miraban sin ver el un paisaje que proclamaba, con todo derecho, que sólo él podía ganar la batalla contra el tiempo.
¿Cómo definir realmente los restos de la abadía de Keldale? ¿Era la ruina esquilmada de un pasado glorioso o una promesa de lo que podría ser el futuro? ¿No era, en definitiva, todo eso?
Salió de su ensoñación al oír el ruido de un coche que se detenía ante la hostería, de portezuelas que se abrían y el murmullo de voces, de pasos desiguales que se aproximaban. Se dio cuenta de que la oscuridad empezaba a envolver el salón y encendió una de las lámparas en el mismo momento en que Saint James entraba en la estancia. Estaba sola, como Lynley había esperado.
Se miraron mutuamente, separados por la inofensiva extensión de la alfombra, del abismo creado y mantenido por la culpa de un hombre y el dolor del otro. Ambos reconocían el peso de esos aspectos de sus vidas y, como para escapar de ellos, Lynley se colocó detrás de la barra y sirvió dos copas de coñac. Cruzó la habitación y ofreció una a su amigo.
– ¿Está ella afuera? -le preguntó.
– Ha ido a la iglesia. Conociendo a Deborah como la conozco, ha ido a echar un último vistazo al cementerio. Mañana nos vamos.
Lynley sonrió.
– Has sido más fuerte que yo. Hank me habría hecho huir al cabo de cinco minutos. ¿Os vais a los lagos?
– No. Pasaremos un día en York y luego regresaremos a Londres. El lunes tengo que testimoniar ante el tribunal, y antes necesito algún tiempo para completar un análisis de fibras.
– Lástima que sólo hayan tenido tan pocos días.
– Tenemos el resto de nuestras vidas. Deborah lo comprende.
Lynley asintió y su mirada pasó de Saint James a las ventanas en las que se veían reflejados, dos hombres tan distintos entre sí, que compartían un pasado afligido y que, si él lo decidía, podían compartir un magnífico futuro. Todo estaba incluido en la definición. Apuró su copa.
– Gracias por la ayuda que me has prestado, Saint James -dijo finalmente, tendiéndole la mano-. Tú y Deborah son unos amigos estupendos.
Viajaron hasta Islington en el viejo Morris de Jonah Clarence. No fue un trayecto muy largo, y el hombre guardó silencio, aferrado al volante. Los nudillos blancos reflejaban su tensión.
Vivían en una pequeña calle llamada Keystone Crescent, que daba a Caledonian Road. Tenía dos estacionamientos de comidas para llevar de las que surgían los olores multiculturales de los panecillos con huevos fritos, el falafel y el pescado con patatas fritas, mientras que en el otro extremo, que daba a Pentonville Road, había una carnicería. La zona oscilaba entre industrial y residencial. Fábricas textiles, casas de alquiler de automóviles y empresas de herramientas cedían el paso a calles que parecían esforzarse por ser elegantes.
Keystone Crescent formaba una semiluna con dos hileras de casas, una cóncava y otra convexa. Todas tenían la misma valla de hierro forjado, y donde en otro tiempo habían florecido minúsculos jardines, un pavimento de cemento proporcionaba más espacio para el aparcamiento.
Los edificios eran de ladrillo tiznado, con dos pisos, el superior coronado con una ventana de gablete y la línea del tejado adornada con un magro festón. Cada edificio tenía su propio sótano, y mientras algunas casas habían sido remozadas recientemente para secundar los esfuerzos del vecindario por alcanzar cierto grado de distinción, la casa ante la que Johan Clarence aparcó su coche estaba en mal estado, y si antaño estuvo encalada y decorada con maderamen verde, ahora estaba sucia y dos cubos de basura sin tapa montaban guardia ante la entrada.