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– Por aquí -dijo él, con voz apagada.

Abrió la puerta de la verja y descendieron unos estrechos y empinados escalones hasta la puerta de un sótano. Al contrario que el resto del edificio, que estaba muy abandonado, la puerta era maciza, recién pintada, con un reluciente picaporte de latón en el centro. Jonah la abrió e hizo un ademán a Barbara para que entrara.

La sargento vio en seguida que habían puesto gran cuidado en la decoración del pequeño hogar, como si sus ocupantes quisieran introducir una cuña muy firme entre la fealdad exterior del edificio y la armonía encantadora de aquel interior. Las paredes estaban recién pintadas de un blanco cremoso, alfombras de vivos colores cubrían el suelo, las ventanas, que albergaban unas plantas espléndidas, estaban cubiertas por cortinas blancas; libros, álbumes fotográficos, un modesto sistema estereofónico, una colección de discos y tres piezas de peltre antiguo ocupaban una larga estantería que cubría una pared. Los muebles eran escasos, pero cada uno había sido claramente seleccionado por la calidad de su hechura y su belleza.

Jonah Clarence dejó cuidadosamente su guitarra sobre una mesilla y entró en el dormitorio.

– ¿Nell? -llamó.

– Me estoy cambiando, cariño, en seguida salgo -replicó alegremente una voz femenina.

Entonces miró a Barbara, y esta vio que estaba pálido y turbado.

– Quisiera entrar…

– No -dijo Barbara-. Espere aquí. Por favor, señor Clarence -añadió al ver su determinación de reunirse con la mujer.

El joven tomó asiento, moviéndose penosamente; como si hubiera envejecido años durante los veinticinco minutos transcurridos desde que habían trabado conocimiento. Miraba fijamente la puerta, detrás de la cual un brioso movimiento acompañaba el alegre tarareo de “Adelante soldados cristianos”. Se oía ruido de cajones abiertos y cerrados, el crujido de la puerta de un armario. El tarareo se detuvo y unos pasos se aproximaron. La canción finalizó, se abrió la puerta y Gillian Teys regresó de entre los muertos.

Físicamente era como su madre, pero llevaba el cabello rubio muy corto, casi como el de un chico, lo cual le daba el aspecto de una niña, efecto realzado por su manera de vestir: una falda plisada a cuadros, un pullover azul oscuro, zapatos negros y calcetines hasta las rodillas. Bien podría estar de regreso de la escuela.

– Hola cari… -Se quedó inmóvil al ver a Barbara-. ¿Qué ocurre, Johan?

Su respiración pareció detenerse y palpó a sus espaldas, en busca del pomo de la puerta.

Barbara se adelantó.

– Soy de Scotland Yard, señora Clarence -le dijo resueltamente-. Desearía hacerle algunas preguntas.

– ¿Preguntas? -Se llevó la mano a la garganta y sus ojos azules se oscurecieron-. ¿Qué preguntas?

– Sobre Gillian Teys -replicó su marido, quien no se había movido de su silla.

– ¿Quién? -preguntó ella en voz baja.

– Gillian Teys -repitió él en tono neutro-, a cuyo padre asesinaron hace tres semanas en Yorkshire.

Ella retrocedió rígida y se apoyó en la puerta.

– No.

– Nell…

– ¡No! -exclamó en voz más alta. Barbara se adelantó otro paso-. ¡Apártese de mí! ¡No sé de qué me habla! ¡No conozco a ninguna Gillian Teys!

– Deme la foto -dijo Jonah a Barbara, poniéndose en pie. Ella se la dio. El joven se acercó a su mujer y la cogió del brazo-. Esta es Gillian Teys – le dijo, pero ella desvió el rostro.

– ¡No la conozco, no la conozco! -dijo aterrorizada.

– Mírala, cariño.

Suavemente, él le volvió la cabeza hacia la foto.

– ¡No! -gritó, y de un tirón se libró de la mano de su marido y entró en la otra habitación; se oyó otro portazo y el sonido de un pestillo.

“Maravilloso”, se dijo Barbara. Pasó junto al joven y se acercó a la puerta del baño, tras la que no se oía nada. Manipuló el pomo, diciéndose que debía ser dura y agresiva.

– Salga de ahí, señora Clarence. -No obtuvo respuesta-. Tiene que escucharme. Han acusado de este asesinato a su hermana Roberta, y ahora está en el sanatorio mental de Barnstingham. Desde hace tres semanas no ha pronunciado palabra, salvo afirmar que ha matado a su padre… le decapitó, señora Clarence. -Volvió a manipular el pomo-. Le cortó la cabeza, señora Clarence. ¿Me ha oído?

Se oyó un gemido ahogado detrás de la puerta, el sonido de un animal herido, aterrado, al que siguió un grito angustiado.

– ¡Lo dejé para ti, Bobby! ¡Oh, Dios mío! ¿Lo perdiste?

Entonces abrió al máximo todos los grifos del baño.

CAPÍTULO CATORCE

Limpia. ¡Limpia! Tengo que hacerlo, tengo que conseguirlo. ¡Rápido, rápido! Ocurrirá ahora si no lo limpio. Gritar, golpear, gritar, golpear, interminablemente, gritar, golpear. Pero los dos se irán… Dios mío, deben irse… una vez esté limpia, limpia, limpia.

“Agua caliente, muy caliente, el vapor que sale formando nubes. Lo sentiré en la cara, lo aspiraré hondo para limpiarme.”

– ¡Nell!

– ¡No, no, no!

“Los tiradores grasientos de la alacena. Ábrela, tira de la puerta, que tus manos temblorosas las encuentren, ocultas a salvo bajo unas toallas. Cepillos rígidos con dorso de madera y púas metálicas. Buenos y fuertes cepillos. Los cepillos me limpian.”

– ¡Señora Clarence!

– ¡No, no, no!

“Una respiración horrible, torturada, llena la habitación, golpea los oídos. ¡Basta, basta, basta! Las manos en la cabeza no pueden detener el eco, los puños en el rostro no pueden apagar el sonido.”

– ¡Nellie, por favor! ¡Abre la puerta!

“¡No, no, no! Ahora no abro ninguna puerta. Así no puede haber escapatoria. Sólo es posible escapar de una manera, y es limpiando, limpiando, limpiando. Los zapatos primero, quítatelos, apártalos en seguida de la vista. Luego los calcetines. Las manos no obedecen. ¡Arráncalos! ¡Rápido, rápido, rápido!”.

– ¿Me oye, señora Clarence? ¿Escucha lo que le digo?

“No puedo oír ni ver, no escucho, no oigo. Nubes de vapor para envolverme, nubes de vapor ardiente, ¡nubes de vapor para limpiarme!”

– ¿Es eso lo que quiere que ocurra, señora Clarence? Porque eso es exactamente lo que le ocurrirá a su hermana si continúa en silencio. La encerrarán para siempre, señora Clarence, durante el resto de su vida.

“¡No! ¡Diles que no! Diles que nada importa ahora. No puedo pensar, no puedo actuar. Date prisa, agua, date prisa y límpiame. Te siento en mis manos. ¡No, aún no está bastante caliente! No puedo sentir, no puedo ver. Nunca, nunca estaré limpia.”

Ella le llamó Moab, padre de los moabitas hasta el presente. Ella le llamó Benammi, padre de los hijos de Ammon hasta el presente. El humo del país ascendió como el humo de un horno. Salieron de Zoar y habitaron en las montañas, pues tenían miedo.

– ¿Cómo se cierra esta puerta? ¿Con cerrojo, con llave, cómo?

– Yo sólo…

– Prepárese, vamos a tener que derribarla.

“Golpear, golpear, con fuerza, sin descanso. ¡Haz que se vayan, que se vayan!”

– ¡Nell, Nell!

“Agua por todas partes. No puedo sentirla, no puedo verla, no estará lo bastante caliente para limpiarme. Jabón y cepillos, jabón y cepillos. Frota fuerte, fuerte, fuerte. Resbala y escúrrete, así, así. ¡Límpiame, límpiame!”

– Mire, o derribamos la puerta o pedimos ayuda. ¿Es eso lo que quiere? ¿Que venga aquí la fuerza policial y rompa la puerta?

– ¡Cállese! ¡Mire lo que ha hecho! ¡Nell!

“Bendígame, padre. He pecado. Comprenda y perdóneme. Que los cepillos raspen, raspen, raspen para limpiarme.”

– ¡No tiene ninguna elección! Esto es asunto de la policía, no una pelea conyugal, señor Clarence.

– ¿Qué está haciendo? Maldita sea, ¡deje el teléfono!