Golpear, golpear.
– ¡Nell!
Lector, me casé con él, y la boda fue muy sencilla: él, yo, el párroco y el escribano éramos los únicos, y al volver de la iglesia fuimos a la cocina de la casa solariega, donde Mary estaba haciendo la cena y John limpiaba los cuchillos, y le dije a Mary que aquella mañana me había casado con el señor Rochester.
– Entonces dispone exactamente de dos minutos para hacerla salir de ahí, o invadirán esta casa más policías de los que ha visto juntos jamás, ¿está claro?
“Eres una gatita. ¡No, otra vez no! ¡Tan pronto no! ¡Dios mío, Gilly, Dios mío!
“Gilly ha muerto, ha muerto, pero Nell está limpia, limpia, limpia. Restriégate fuerte, así, así, límpiala a fondo, ¡límpiala!”
– Tengo que entrar, Nell, ¿me oyes? Voy a romper la cerradura. No te asustes.
“Vamos Gilly, chiquilla. No quiero nada serio esta noche. Vamos a reírnos y hacer locuras. Beberemos y bailaremos hasta el alba. Buscaremos hombres e iremos a Whitby. Beberemos vino, comeremos, bailaremos desnudos sobre los muros de la abadía. Ellos tratarán de cogernos, Gilly. Será una locura magnífica. ¡Ahora golpea más fuerte, más, más, más! Rompe los oídos, rompe el corazón. Frótele la piel hasta que esté completamente limpia.”
– Esto no surte efecto, señor Clarence. Voy a tener que…
– ¡No! ¡Cállese, maldita sea!
“Por la noche, muy tarde, he dicho adiós. ¿Me has oído? ¿Me has visto? ¿Lo has encontrado donde lo dejé? ¿Lo has encontrado, Bobby?
La madera cruje, se astilla. Ya no estoy a salvo. Una última oportunidad antes de que Lot me descubra. Una última oportunidad para limpiarme”.
– ¡Oh, Dios mío, Nell!
– Voy a llamar a una ambulancia.
– ¡No! ¡Déjenos solos!
“Manos que se aferran, manos que resbalan. El agua rosada, mezclada con sangre. Unos brazos que me sostienen, alguien grita, me envuelven con su calor y me sujetan.”
– Nellie. Dios mío, Nell.
“Me aprieta contra él. Le oigo sollozar. ¿Ha terminado? ¿Estoy limpia?”
– Tráigala aquí, señor Clarence.
– ¡Váyase! ¡Déjenos solos!
– Es cómplice de un asesinato, y usted lo sabe tan bien como yo. De lo contrario, su reacción a todo esto habría sido…
– ¡Ella no ha sido! ¡Es imposible! ¡Yo estaba con ella!
– No esperará que me crea eso, ¿verdad?
– ¡Nell! ¡No se lo permitiré! ¡Te lo prometo!
“Llorar, llorar, lágrimas de dolor. El cuerpo convulso por el dolor y la aflicción. Acaba, acaba…”
– Johan…
– Sí, cariño, ¿qué ocurre?
– Nell ha muerto.
– Y entonces él derribó la puerta -decía Havers.
Lynley se frotó la frente palpitante. Desde hacía tres horas tenía un fuerte dolor de cabeza y la conversación con Havers lo empeoraba.
– ¿Y qué más?
Ella no respondió.
– Siga, Havers -le dijo.
Sabía que su tono era abrupto, que podría dar la impresión de estar enojado en vez de exhausto. Oyó que ella retenía el aliento. ¿Estaba llorando?
– Estaba… se había… -Se aclaró la garganta-. Se estaba bañando.
– ¿Bañándose?
Se preguntó si Havers era consciente de que aquello no tenía sentido. ¿Qué diablos había sucedido?
– Sí, pero… Se había restregado con cepillos… cepillos metálicos, y estaba sangrando.
– Cielo santo -murmuró Lynley-. ¿Dónde está ahora, Havers? ¿Cómo se encuentra?
– Quería pedir una ambulancia.
– ¿Por qué no lo hizo?
– Su marido… Fue por mi culpa, inspector. Pensé que siendo dura con ella… Ha sido culpa mía.
Se le quebró la voz.
– Por Dios, Havers, domínese.
– Había sangre. Se había raspado todo el cuerpo con los cepillos. El la abrazó, no podía soltarla, lloraba. Y ella dijo que había muerto.
– Dios mío.
– Fui a telefonear y él me siguió y…
– ¿Le hizo algún daño?
– Me empujó y caí. Estoy bien… Fue por mi culpa. Ella salió del dormitorio. Recordé todo lo que habíamos dicho de ella y me pareció que lo mejor sería que me mostrara firme. No lo pensé dos veces. No me di cuenta de ella podría…
– Escúcheme, Havers.
– Pero se encerró. Había sangre en el agua, que estaba muy caliente. Había vapor… ¿Cómo podía estar en aquel agua tan caliente?
– ¡Havers!
– Pensé que esta vez podría hacer algo bien, pero he destruido el caso, ¿verdad?
– De ninguna manera -dijo él, aunque no estaba totalmente convencido de que no hubiera dado al traste con sus oportunidades-. ¿Todavía está en su piso?
– Sí. ¿Debería ponerme en contacto con el Yard?
– ¡No!
Lynley pensó rápidamente. La situación no podía haber sido peor. Haber encontrado a la mujer al cabo de tantos años y que se hubiera producido aquel incidente era enfurecedor. Sabía muy bien que Gillian representaba su única esperanza de llegar al fondo del asunto. No importaba que las páginas de Shakespeare hubieran insinuado la realidad, pues sólo Gillian podía darle sustancia.
– ¿Entonces qué haré…?
– Váyase a casa y acuéstese. Yo me ocuparé de esto.
– Por favor, señor.
Él no podía oír la desesperación en su voz, pero no podía evitarlo, no podía detenerlo, ahora no podía preocuparse de ello.
– Haga lo que le digo, Havers. Váyase a casa, acuéstese. No llame al Yard ni vuelva a ese piso. ¿Está claro?
– ¿Debo considerar que estoy…?
– Por la mañana coja el tren y regrese aquí.
– ¿Y con respecto a Gillian?
– Yo me encargaré de ella -dijo Lynley sombríamente, y colgó el teléfono.
Miró el libro que tenía abierto en su regazo. Había pasado las tres últimas horas extrayendo de su memoria cada experiencia que había tenido al estudiar a Shakespeare. El conjunto era limitado. Su interés por los isabelinos había sido histórico, no literario, y más de una vez durante la velada había maldecido el rumbo que tomó durante sus años en Oxford, deseando ser experto en un campo que, en aquella época, le había parecido ajeno a sus intereses.
Sin embargo, por fin lo había encontrado, y ahora leyó y releyó los versos, tratando de extraer un sentido actual al poema del siglo XVI.
Sé bien que un pecado provoca otro.
El crimen está tan cercano a la lujuria como la llama al humo.
Él da sentido a la vida y a la muerte, había dicho el sacerdote. Entonces, ¿qué tenían que ver las palabras del príncipe de Tiro con una tumba abandonada en Keldale? ¿Y qué tenía que ver una tumba con la muerte de un granjero?
Su intelecto insistía en que absolutamente nada, pero su intuición replicaba que todo.
Cerró el libro. El significado y la verdad estaban aprisionados en Gillian. Cogió el teléfono y marcó un número.
Eran más de las diez cuando recorría la calle mal iluminada de Ealing. A Webberly le había sorprendido verla, pero la sorpresa se había disipado cuando abrió el sobre que Lynley le había enviado. Miró el mensaje, le dio la vuelta y descolgó el teléfono. Tras ordenar a Edwards que se presentara de inmediato, despidió a Barbara sin preguntarle por qué se había presentado súbitamente en Londres sin Lynley. Era como si ella hubiera dejado de existir. Y tenía la sensación de que así era en efecto.
Pensó que no le importaba. Bien mirado, era inevitable que todo acabara así. Había querido jugar a detectives, creyó saberlo todo sobre Gillian Teys, la oyó canturrear en el dormitorio y ni siquiera entonces fue lo bastante lista para suponer lo que podría ocurrir.
Contempló la casa. Las ventanas no estaban iluminadas. El televisor de la señora Gustafson funcionaba a todo volumen, pero no había ninguna señal de vida en el interior del edificio ante el que se encontraba. Si a sus inquilinos les molestaba el ruido del vecindario, no lo evidenciaban en absoluto.