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Lynley entrecerró los ojos.

– ¿En el norte?

– Bueno -terció lady Helen, con una risita pesarosa-. Se acabaron nuestros planes para ir a bailar esta noche, querido Tommy, y eso que casi había persuadido a Sydney para que también viniera.

– Qué se le va a hacer – replicó Lynley.

Pasó bruscamente de las sombras a la luz, y tanto la tirantez del movimiento como la expresión de su rostro, que evidenciaban una reacción contenida, indicaron a Barbara hasta qué punto estaba realmente irritado.

Lady Helen también lo vio, pues intervino de nuevo, jovialmente.

– Claro que Syd y yo podemos ir a bailar solas. Ahora la androginia está de moda y sin duda una de nosotras podría pasar por un hombre, sin que importe cómo vista. O podríamos hacer otra cosa: telefonear a Jeffrey Cusick.

Todo esto era una especie de broma privada entre ellos, y ejerció el efecto deseado, pues Lynley se relajó y una sonrisa se dibujó en sus labios, a la que pronto siguió una risa seca.

– ¿Cusick dices? Dios mío, qué terribles son los tiempos que corren.

– Ríete si quieres -replicó lady Helen, y rió ella misma-, pero nos llevó a Royal Ascot cuando tú estabas demasiado ocupado, investigando un repugnante asesinato en la estación de Saint Pancras. Como ves, los hombres de Cambridge tienen toda clase de buenas cualidades.

Lynley se echó a reír.

– Y entre esas cualidades está su tendencia a parecer un pingüino cuando se viste de etiqueta.

– ¡Eres un bicho maligno! -exclamó lady Helen, y dirigió su atención a Barbara-. ¿Puedo por lo menos ofrecerle una deliciosa ensalada de cangrejo antes de que se lleve a Tommy al Yard? Hace años me dieron allí el bocadillo de huevo más horroroso que he comido jamás. Si la comida no ha mejorado, puede que ésta sea la última ocasión que hoy tenemos de comer como es debido.

Barbara consultó su reloj. Se dio cuenta de que Lynley deseaba que aceptara la invitación, pues así podría estar algún tiempo más con sus amigos antes de acudir a la llamada del deber. Pero ella no estaba dispuesta a complacerle.

– Lo siento muchísimo, pero hay una reunión dentro de veinte minutos.

Lady Helen suspiró.

– Entonces no tendrá tiempo suficiente para saborear esa exquisitez. ¿Te espero, Tommy, o es mejor que llame a Jeffrey?

– No lo hagas -respondió Lynley-. Tu padre nunca te perdonaría que pongas tu futuro en manos de Cambridge.

Ella sonrió.

– Muy bien. Si ya tienes que irte, traeré a los novios para que se despidan de ti.

La expresión del policía se alteró rápidamente.

– No, Helen, yo… por favor, trasmíteles mis excusas.

Se miraron, diciéndose con los ojos algo que no necesitaba palabras.

– Tienes que verlos, Tommy -murmuró lady Helen. Hizo una pausa, buscando una solución intermedia-. Les diré que estás esperando en el estudio.

La mujer salió rápidamente, sin dar a Lynley oportunidad de replicarle. El dijo entre dientes algo inaudible y siguió a lady Helen con la mirada, mientras ella se abría paso entre la multitud.

– ¿Ha venido en coche? -le preguntó de súbito a Barbara, y empezó a cruzar el vestíbulo, alejándose de la fiesta.

Ella le siguió desconcertada.

– Un Mini. No es el vehículo más apropiado para una indumentaria como la suya.

– Estoy seguro de que me adaptaré. Soy como un camaleón. ¿De qué color es?

A Barbara le extrañó esa pregunta. Era un intento mal disimulado de entablar conversación mientras se dirigían a la parte delantera de la casa.

– Está tan oxidado que lo más exacto sería decir que es de color rojo de orín.

– Ah, es mi color favorito.

Abrió una puerta y la invitó a entrar en una sala oscura.

– Esperaré en el coche, señor. Lo he dejado…

– Quédese aquí, sargento.

Era una orden.

Barbara le precedió a regañadientes. Las cortinas estaban corridas y la única luz procedía de la puerta que habían abierto, pero la sargento pudo ver que se trataba de la habitación de un hombre, con las paredes forradas de suntuosa madera oscura de roble, llena de estanterías con libros, muebles antiguos y una atmósfera saturada con el olor del cuero viejo y la fragancia del whisky escocés.

Absorto en sus pensamientos, Lynley se dirigió a una pared cubierta con fotografías enmarcadas y permaneció allí en silencio, mirando el retrato que ocupaba el lugar central entre todos los demás. La foto había sido tomada en un cementerio, y el hombre retratado se inclinaba para tocar la inscripción de una lápida, muy desdibujada por los largos años a la intemperie. La hábil composición de la imagen dirigía la mirada del espectador no a la desgarbada colocación de la pierna, sujeta por un tensor, que distorsionaba la postura del hombre, sino al profundo interés que iluminaba su rostro enjuto. Sumido en la contemplación de la foto, Lynley pareció haberse olvidado de la presencia de Barbara. Ésta decidió que aquel momento era probablemente tan bueno como otro cualquiera para darle la noticia.

– Ya no estoy en la calle -le anunció de sopetón-. Por eso he venido, si quiere saberlo.

Lynley se volvió lentamente hacia ella.

– ¿Está de nuevo en el Departamento? -le preguntó-. Eso es bueno para usted, Barbara.

– Pero no para usted.

– ¿Qué quiere decir?

– Bien, alguien tendrá que decírselo, ya que está claro que Webberly no lo ha hecho. Permítame que le felicite: han decidido que trabajemos juntitos. -Esperaba ver en el rostro del hombre una expresión de sorpresa, y cuando se convenció de que seguía tan impasible como antes, continuó-: Francamente, es muy raro que me hayan asignado a usted… no crea que no lo sé, y no se me ocurre qué puede pretender Webberly con esto. -Tropezó con sus propias palabras, sin oírlas apenas, insegura de si trataba de impedir o provocar la reacción inevitable de Lynley: el estallido de ira, el movimiento hacia el teléfono para exigir una explicación o, peor todavía, aquella cortesía glacial que duraría hasta que estuvieran en el despacho del comisario jefe-. Lo único que se me ocurre es que no hay nadie más disponible para ese trabajo, o que tengo alguna especie de precioso talento oculto que sólo Webberly conoce. O quizás todo sea una broma.

Se echó a reír, un poco más fuerte de lo que habría sido correcto.

– O tal vez sea usted la persona más adecuada para ese trabajo -dijo Lynley-. ¿Qué sabe del caso?

– ¿Yo? Nada… sólo que…

– ¿Tommy?

Los dos se volvieron al oír la voz que emitió aquella única palabra en un susurro. La novia estaba en el umbral, con un ramillete de flores en una mano y algunas más prendidas en la cascada de cabello cobrizo que le caía sobre los hombros y la espalda. La luz del pasillo la iluminaba por detrás y, con su vestido blanco marfileño, parecía rodeada por una nube, como una creación de Tiziano que hubiera cobrado vida.

– ¿Helen dice que te marchas…?

Lynley no parecía tener nada que decir. Se palpó los bolsillos, sacó una pitillera de oro, la abrió y volvió a cerrarla con un gesto de fastidio. La novia le observó durante toda esta operación, y las flores que sujetaba temblaron por un momento.

– Es el Yard, Deb -respondió finalmente Lynley-. He de ir.

Ella le miró sin hablar, tocándose la gargantilla que le colgaba del cuello, y no dijo nada hasta que sus miradas se encontraron.

– Qué decepción para todo el mundo. Espero que no se trate de una emergencia. Simon me dijo anoche que podrían asignarte de nuevo el caso del Destripador.

– No, no. Es sólo una reunión.

– Ah. -Pareció como si fuera a decir algo más, incluso empezó a hacerlo, pero entonces se volvió hacia Barbara con una sonrisa amistosa-. Soy Deborah Saint James.