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En dos breves minutos había dejado de ser el sincero ministro de Dios, el hombre que ponía la otra mejilla, convirtiéndose en un desconocido maníaco que podría haber matado, sin impunidad, a cualquiera que intentara hacer daño a su esposa. Estaba conmocionado, y su confusión aumentaba al pensar que, al protegerla de sus enemigos, no podía pensar en cómo iba a protegerse él mismo de Nell.

Pero ella no era Nell.

Ella había terminado de comer y yacía recostada sobre las almohadas, que estaban manchadas con su sangre. Jonah se puso en pie.

– Jo…

– Voy a buscar algo para los cortes. En seguida vuelvo.

Mientras buscaba en el armario del baño, procuró no ver el lamentable estado en que se encontraba la pieza. Por el aspecto y el olor de la bañera, se diría que habían sacrificado una res en ella. Había sangre por todas partes, en cada ranura y cada grieta. Las manos de Jonah temblaban de un modo incontrolable mientras cogía el frasco de peróxido de hidrógeno. Tenía la sensación de que iba a desmayarse.

– ¿Jonah? -Aspiró hondo varias veces y regresó al dormitorio.

– Reacción retardada. -Trató de sonreír, aferró el frasco con tanta fuerza que podría haberlo roto en sus manos y se sentó en el borde de la cama-. Casi todos son cortes superficiales -le dijo para romper el enervante silencio-. Veremos qué aspecto tienen por la mañana. Si parecen de cuidado, iremos al hospital. ¿Qué te parece?

La mujer siguió en silencio y él no esperó su respuesta. Lavó las incisiones con el producto químico y siguió y siguió hablando con determinación.

– He pensado que este fin de semana podríamos ir a Penzance, cariño. Nos iría bien marcharnos unos días, ¿no crees? Una de las chicas me ha hablado de un hotel donde estuvo de pequeña. Si sigue allí, sería maravilloso. Hay una vista del monte Saint Michel. Podríamos coger el tren y alquilar un coche cuando lleguemos allí. O bicicletas. ¿Te gustaría que alquiláramos bicicletas, Nell?

Notó la mano de su mujer en la mejilla, y al contacto sintió un nudo en la garganta y supo que poco le faltaba para echarse a llorar.

– Jo -susurró ella-. Nell ha muerto.

– ¡No digas eso! -replicó él con vehemencia.

– He hecho cosas terribles, tanto que no me atrevo a decírtelas. Creí haberlas dejado atrás para siempre.

– ¡No!

Siguió cuidando de los cortes como si fuera lo único que importara.

– Te quiero, Jonah.

Estas palabras le hicieron detenerse. Se cubrió el rostro con las manos.

– ¿Cómo te llamo? -susurró-. ¡Ni siquiera sé quién eres!

– Jo, Jonah, amor mío, mi único amor…

Su voz era un tormento que él apenas podía soportar, y cuando ella alargó la mano para tocarle, sintió que se desmoronaba y huyó de la habitación, cerrando la puerta firme e irrevocablemente tras él.

Se dejó caer en una silla, oyendo cómo su respiración rasgaba el aire, sintiendo que las cuñas del pánico le penetraban en el estómago y las entrañas. Permaneció sentado, contemplando sin verlos los objetos materiales que componían su hogar, tratando desesperadamente de alejar el único fragmento de información que constituía el núcleo de su terror.

Tres semanas atrás, había dicho la sargento. Y él había mentido, como respuesta inmediata surgida del horror ante aquella alegación incomprensible. En aquellas fechas no había estado en Londres con su esposa, sino en Exeter, donde tenía lugar una conferencia que se prolongó durante cuatro días, a los que siguieron dos días más de actos para recaudar fondos con destino a la Casa del Testamento. Nell tenía que haberle acompañado, pero en el último momento le pidió que la dejara quedarse, pues estaba griposa. Eso fue lo que dijo. ¿Había estado enferma realmente o había aprovechado la oportunidad para viajar a Yorkshire?

– ¡No! -exclamó involuntariamente, entre los dientes cerrados.

Despreciándose a sí mismo por haber dado cabida a semejante idea en su mente, Jonah se obligó a calmarse, a normalizar su respiración, distender los puños y relajar los músculos.

Cogió la guitarra, no para tocar sino para reafirmar su realidad y establecer de nuevo el significado que tenía su vida, pues estaba sentado en los escalones traseros de la Casa del Testamento, en la semipenumbra, tocando la música que amaba, la primera vez que ella le habló.

– Qué bonito es esto. ¿Crees que cualquiera podría aprenderlo?

Se sentó a su lado en el escalón, mirando fascinada sus dedos mientras él los movía expertamente sobre las cuerdas, y le sonrió, con una sonrisa infantil que revelaba su placer.

No fue difícil enseñarle a tocar, pues ella tenía un don natural y jamás olvidaba lo que veía y oía. Ahora tocaba para él con tanta frecuencia como él la deleitaba con su música, no con la seguridad o la pasión de Jonah, pero sí con una dulzura melancólica que mucho tiempo atrás debería haberle indicado aquello a lo que ahora no quería enfrentarse.

Se levantó bruscamente. Para asegurarse, abrió un libro tras otro y vio el nombre, Nell Graham, escrito en cada volumen con su limpia caligrafía, y se preguntó si lo había hecho para establecer su propiedad o para convencerse a sí misma.

– ¡No!

Cogió un álbum familiar del estante inferior, y lo apretó contra su pecho. Era un documento de Nell, una verificación de su realidad, de que no tenía más vida que la compartida con él. Ni siquiera tenía necesidad de abrir el álbum para saber lo que había en sus páginas: una historia de imágenes del amor que compartían, de los recuerdos que formaban parte integral del tapiz de sus vidas entrelazadas. En un parque, en un camino, soñando apaciblemente en el alba, en la playa, riendo de las travesuras de los pájaros. Todo aquello era un testimonio, una ilustración de la vida de Nell y de las cosas que amaba.

Para mayor seguridad, su mirada se posó en las plantas de la ventana. Las violetas africanas eran las flores que siempre le habían hecho pensar más en ella, aquellas flores hermosas que colgaban delicada y precariamente del extremo de su tallo, con unas hojas pesadas que las rodeaban y protegían. Eran plantas que daban la impresión de no poder sobrevivir a los rigores del clima londinense, pero, a pesar de su aspecto frágil, eran unas plantas engañosas, con una fortaleza notable.

Mientras las miraba, tuvo por fin una certidumbre que se esforzó en vano por negar. Las lágrimas brotaron en sus ojos y no pudo evitar un sollozo. Regresó a la silla, en la que se dejó caer, y lloró desconsoladamente.

Entonces oyó unos golpes en la puerta.

– ¡Váyase! -gimió.

Los golpes se repitieron.

– ¡Déjeme en paz!

No había ningún otro sonido. Los golpes en la puerta continuaron, como si fueran la voz de su conciencia y no fueran a cesar jamás.

– ¡He dicho que se vaya, maldita sea! -gritó, al tiempo que se abalanzaba contra la puerta y la abría bruscamente.

Se encontró ante una mujer vestida con un elegante traje negro y una blusa de seda blanca con un vaporoso encaje en el cuello. Del hombro le colgaba un bolso y llevaba en la mano un libro encuadernado en piel. Pero lo que más le llamó la atención era su rostro, sereno, de ojos claros, de facciones armoniosas que daban una impresión de ternura. Podría haber sido una misionera, o una visión, pero ella tendió la mano y dejó en claro que era real.

– Me llamo Helen Clyde -dijo suavemente.

Lynley se colocó en un rincón. Las llamas de los cirios oscilaban a cierta distancia, pero el lugar donde él se había apostado estaba envuelto en la penumbra. La iglesia olía vagamente a incienso, pero sobre todo a vetustez, a velas chisporroteantes, a fósforos quemados, a polvo. El silencio era absoluto. Incluso las palomas, que se habían agitado momentáneamente cuando él se aproximó, habían vuelto a la inmovilidad, y no había ninguna brisa nocturna que hiciera rozar las ramas contra los vitrales.