Выбрать главу

Estaba solo. Sus únicos compañeros eran los jóvenes y las doncellas, entrelazados, como en un ánfora griega, en una silente danza eterna de verdad y belleza sobre las puertas de los confesionarios de estilo isabelino.

Se sentía apesadumbrado. Era una vieja historia, una leyenda romana del siglo V, pero tan real en aquellos momentos como lo fue para Shakespeare cuando la utilizó como la base de su drama. El príncipe de Tiro fue a Antioquia, tratando de resolver un enigma y casarse con una princesa. Pero no consiguió nada y huyó para salvar la vida.

Lynley se arrodilló. Pensó en orar, pero no se le ocurrió nada.

Sabía que estaba cerca del cuerpo de la hidra, pero eso no le producía ninguna sensación de triunfo ni le satisfacía. Quería huir de la confrontación definitiva con el monstruo, sabedor ahora que, aunque se destruyeran las cabezas y se quemara el cuerpo, no podía confiar en salir indemne del encuentro.

– No te muestres acalorado a causa de los malhechores… -oyó decir. Era una voz tenue, descarnada, temblorosa. Surgía de ninguna parte, trémula e insegura, cerniéndose como una niebla en la atmósfera frígida. Al cabo de unos momentos, Lynley localizó al sacerdote enfundado en su sotana negra. El padre Hart estaba arrodillado al pie del altar.

– No envidies a los que cometen injusticias, porque pronto serán segados como la hierba, y como la hierba verde se marchitarán. Confía en el Señor y haz el bien; mora en la tierra y en verdad serás alimentado. Deléitate en el Señor y Él satisfará los deseos de tu corazón. Encomiéndate al Señor, confía en Él, y Él te guiará. Los malhechores serán eliminados, pero quienes confían en el Señor heredarán la tierra. Un poco más todavía y los inicuos ya no existirán.

Lynley escuchó estas palabras, angustiado, y trató de negar su significado. Cuando volvió a hacerse el silencio en la iglesia a oscuras -interrumpido tan sólo por la respiración estertorosa del sacerdote- procuró sobreponerse a sus emociones y adoptar la objetividad que necesitaba para llegar al final del caso.

– ¿Ha venido a confesarse?

La voz le sobresaltó. No había visto que el sacerdote se le acercaba en la oscuridad. Se levantó.

– No, no soy católico -replicó-. Tan sólo estaba poniendo en orden mis pensamientos.

– Las iglesias son buenos lugares para eso, ¿verdad? -dijo el padre Hart, suspirando satisfecho-. Siempre hago una pausa para rezar antes de cerrar el templo por la noche, y al mismo tiempo hago una inspección para asegurarme de que no ha quedado nadie dentro. Sería desagradable quedarse aquí encerrado con este frío, ¿verdad?

– Desde luego -convino Lynley. Siguió al sacerdote hasta el final del pasillo y salieron a la noche. Las nubes ocultaban la luna y las estrellas. El religioso no era más que una sombra, sin forma ni rasgos-. Dígame, padre Hart, ¿conoce bien Pericles?

El sacerdote, que estaba manipulando las llaves para cerrar la puerta, no respondió en seguida.

– ¿Pericles? -repitió meditativamente. Pasó por un lado para entrar en el pequeño cementerio-. Es de Shakespeare, ¿no?

– “Como la llama al fuego”. Sí, es de Shakespeare.

– Yo… bueno, supongo que lo conozco bastante bien.

– ¿Lo suficiente para saber por qué Pericles huyó de Antíoco y por qué éste quería que lo mataran?

El sacerdote se palpó los bolsillos.

– Me temo que no recuerdo bien todos los detalles de la obra.

– Me atrevería a decir que recuerda lo suficiente. Buenas noches, padre Hart.

Sin decir nada más, Lynley salió del cementerio y descendió por el sendero de grava. Sus pisadas sonaban de un modo poco natural en la quietud de la noche. Al llegar al puente se detuvo para ordenar sus pensamientos, se apoyó en el pretil y contempló el pueblo. A su derecha, la casa de Olivia Odell estaba a oscuras, y en su interior la mujer y su hija dormían inocentes y seguras. Al otro lado de la calle, al borde del común, se alzaba la casa de Nigel Parrish, de la que salía una música de órgano etérea. A su izquierda, la hostería aguardaba su entrada, y más allá la calle se curvaba en dirección a la taberna.

Desde donde estaba no podía ver el camino de San Chad con sus casas municipales, pero podía imaginarlas. Como no deseaba hacer eso, regresó a la hostería.

Había estado ausente menos de una hora, pero en cuanto cruzó la puerta supo que en ese intervalo Stepha había regresado. Tuvo la sensación de que la casa retenía su aliento, esperando a que él descubriera y supiera. Le pareció que sus pies eran de plomo.

No estaba totalmente seguro de cuáles eran las habitaciones de Stepha, pero su instinto le indicó que sería en la planta baja del viejo edificio, pasado el mostrador de recepción, hacia la cocina. Cruzó la puerta.

En cuanto lo hizo, tuvo las respuestas, palpables en la atmósfera que le rodeaba. Olía el humo de tabaco y casi podía paladear el licor. Olía la risa, la pasión susurrada, el placer. Sentía que unas manos le atraían inevitablemente hacia adelante. Lo único que podía hacer era descubrir la verdad.

Llamó a la puerta. Se hizo un silencio inmediato.

– ¿Stepha?

Hubo movimiento dentro de la habitación, apresurado y mitigado. La risa de Stepha se cernía en el aire. En el último momento, Lynley estuvo a punto de renunciar, pero giró el pomo de la puerta y entró.

– Quizás ahora pueda darme usted una buena coartada -dijo Richard Gibson, riendo broncamente, y dio a la mujer una palmada en el muslo desnudo-. Me temo que el inspector no creyó a mi pequeña Madeline ni un solo momento.

CAPÍTULO QUINCE

Lady Helen le vio cuando avanzaban por la atestada plataforma para peatones que partía del andén de llegadas. El viaje de dos horas había sido agotador, temerosa, por un lado, de que Gillian se derrumbara, y, por otro lado, tratando de hacer salir a la sargento Havers del melancólico ensimismamiento en que se había sumido.

La desagradable experiencia había inquietado tanto a lady Helen que en cuanto avistó a Lynley, echándose atrás el cabello rubio revuelto por el viento que levantaba la salida de un tren, casi le flaquearon las piernas de alivio. La gente iba de un lado a otro a su alrededor, pero él seguía dando la impresión de hallarse completamente solo. Alzó la vista, sus miradas se encontraron y ella avanzó por un momento más despacio.

Incluso desde aquella distancia, podía ver el cambio operado en él, los círculos oscuros bajo los ojos, la tensión en su postura, los surcos profundos alrededor de la nariz y la boca. Seguía siendo Tommy, pero por alguna razón no era exactamente como antes, y sólo podía existir un motivo: Deborah.

Era evidente que la había visto en Keldale, y por alguna razón, a pesar del año transcurrido desde que rompió su compromiso con Deborah, a pesar de las horas que había pasado con él desde entonces, Lady Helen descubrió que no soportaba la idea de que él le hablara de su encuentro. No quería de ninguna manera darle la oportunidad de hacerlo. Era una reacción cobarde y se despreciaba por ello. En aquel momento no reflexionó en por qué de pronto era tan importante para ella que Tommy no volviera a hablarle jamás de Deborah.

Lynley pareció haberle leído el pensamiento -cosa muy propia de él, por otra parte-, pues sonrió brevemente y se acercó a recibirla al pie de la escalera.

– Cuánto me alegro de verte, Tommy -le dijo-. Qué viaje. Cuando no estaba comiendo galletas como una muerta de hambre, me aterraba la idea de que estuvieras inmovilizado en Keldale y tuviéramos que alquilar un coche y conducir como locos por los páramos tratando de encontrarte. En fin, todo ha terminado de la mejor manera, ¿verdad?, y no tenía que haber cedido a la tentación de devorar galletas rancias para mitigar mi ansiedad. Los comistrajos del tren son inaceptables. -Rodeaba a Gillian con un brazo, protectoramente. Era un gesto instintivo, pues, aunque sabía que la joven no tenía nada que temer de Lynley, en las últimas doce horas había establecido un vínculo con la joven y ahora se sentía reacia a entregarla-. Este es el inspector Lynley, Gilllian -murmuró.