Una tenue sonrisa apareció en los labios de Gillian. Entonces bajó la vista. Lynley empezó a tenderle la mano, pero lady Helen le advirtió con un movimiento de cabeza. Él miró entonces las manos de la joven y vio las costras rojizas que las cubrían, aunque no eran tan profundas o graves como las lesiones del cuello, los senos y los muslos, ocultas por el vestido que Lady Helen había seleccionado para ella.
– Tengo el coche afuera -dijo él.
– Gracias a Dios -suspiró lady Helen-. Vamos allá antes de que estos horribles zapatos dañen mis pies sin remedio. Son bonitos, ¿verdad?, pero no podrían creer cómo sufro con ellos. No comprendo por qué soy tan esclava de la moda. -Hizo un airoso ademán indicador de que eso era un misterio sin respuesta-. Incluso estoy dispuesta a soportar durante cinco minutos el Tchaikovski más melancólico de tu colección, sólo para olvidarme de mis pies.
El sonrió.
– Recuerdo muy bien de qué pie cojeas, querida.
– No tengo la menor duda, cariño. -Se volvió hacia la sargento Havers, que había permanecido silenciosa detrás de ellas desde que bajaron del tren-. Tengo que ir al lavabo y reparar el daño causado a mi maquillaje al hundir la cara en el pastel antes de entrar en aquél túnel horrible. ¿Quiere acompañar a Gillian al coche?
La mirada de Havers pasó de lady Helen a Lynley.
– Desde luego -replicó con tono impasible.
Lady Helen esperó a que se alejaran antes de hablar de nuevo.
– La verdad es que no sé cuál de las dos es más difícil, Tommy.
– Te agradezco tu ayuda de anoche -respondió él-. ¿Fue muy duro para ti?
– ¿Duro? La terrible desolación en el semblante de Jonah Clarence; la visión de Gillian, tendida y con la mirada extraviada, apenas cubierta por una sábana ensangrentada, las heridas, de algunas de las cuales, las más graves, seguía brotando sangre, la misma que impregnaba el suelo y las paredes del baño; la puerta descerrajada y los cepillos con fragmentos de piel adherida a las púas metálicas.
– Siento haberte hecho pasar por esto -le dijo Lynley-. Pero sólo podía confiar en ti. No sé qué habría hecho de no haberte encontrado en casa cuando te llamé por teléfono.
– Acababa de entrar. Debo admitir que a Jeffrey no le gustó demasiado la manera en que terminó nuestra velada.
Lynley la miró entre sorprendido y divertido.
– ¿Jeffrey Cusick? Creí que habías terminado con él.
Ella rió ligeramente y le cogió el brazo.
– Lo intenté, querido Tommy, lo intenté. Pero Jeffrey está decidido a demostrar que, al margen de lo que yo piense, él y yo estamos en el camino del amor verdadero. Así que anoche se esforzaba por avanzar un poco más hacia el final del viaje. Fue romántico. Cenamos en Windsor, a orillas del Támesis. Cócteles de cava en el jardín de la Old House. Habrías estado orgulloso de mí. Incluso recordé que fue Wren quien construyó el edificio, de modo que tus desvelos por mi educación no han sido en vano.
– Pero no podía pensar que lo echarías a perder saliendo con Jeffrey Cusick.
– No lo eché a perder en absoluto. Es un hombre encantador, de veras. Además, me ayudó mucho a vestirme.
– Eso no lo dudo -observó Lynley secamente.
Ella rió al ver su expresión sombría.
– No lo decía en ese sentido. Jeffrey nunca se aprovecharía. Es… ¿cómo diría?… demasiado…
– ¿Frío como un pez?
– Ya salió el petulante licenciado por Oxford. Pero, si he de ser totalmente sincera, se parece un poco a un bacalao. En fin, ¿qué otra cosa podría esperar? Jamás he conocido a un hombre de Cambridge realmente apasionado.
– ¿Llevaba su corbata harroviana cuando telefoneé? -preguntó Lynley-. Mejor dicho, ¿llevaba algo encima?
– ¡Qué malo eres, Tommy! Pero déjame pensar. -Se dio unos golpecitos en la mejilla, en actitud pensativa, mirándole con ojos brillantes mientras fingía considerar a fondo la pregunta-. No, me temo que los dos estábamos vestidos cuando llamaste. Después de eso… bueno, no había tiempo. Nos precipitamos al armario y empezamos a buscar algo adecuado. ¿Qué te parece? ¿Es un éxito?
Lynley miró el traje negro bellamente cortado y los accesorios a juego.
– Pareces una cuáquera camino del infierno -le dijo en serio-. Dios mío, Helen, ¿es ese libro una Biblia?
– Queda bien, ¿verdad? -dijo ella, riendo-. No, es una antología de John Donne que me regaló mi querido abuelo cuando cumplí los diecisiete. Es posible que algún día lo lea.
– ¿Qué habrías hecho si ella te hubiera pedido que leyeras unos versículos para pasar la noche?
– Conozco bien el tono de la Biblia, Tommy. “Y aconteció que…” “En verdad os digo…”
Él se puso rígido al oír estas palabras. Helen notó la tensión porque le apretó el brazo.
Lynley miró hacia su coche, aparcado delante de la estación.
– ¿Dónde está su marido?
Ella le miró con curiosidad.
– No lo sé. Ha desaparecido. Fui directamente a ver a Gillian y luego, cuando salí del dormitorio, él había desaparecido. Pasé la noche allí, claro, y él no regresó.
– ¿Cuál fue la reacción de Gillian?
Lady Helen no respondió en seguida.
– Ni siquiera estoy segura de que sepa que se ha ido. Parece un tanto extraño, lo admito, pero creo que ese hombre ha dejado de existir para ella. Ni siquiera me ha mencionado su nombre.
– ¿Ha dicho alguna cosa?
– Sólo que dejó algo para Bobby.
– El mensaje en el periódico, sin duda.
Lady Helen meneó la cabeza.
– No. Tengo la impresión de que era algo en la casa.
Lynley asintió pensativo y le hizo una última pregunta.
– ¿Cómo la convenciste para que viniera, Helen?
– No la convencí. Ella ya lo había decidido, y estoy segura de que fue gracias a la sargento Havers, aunque por el comportamiento de ésta, debo creer que hice una especie de milagro en el piso de Clarence. Háblale, ¿quieres? No dice más que monosílabos desde que la llamé esta mañana, y creo que se culpa de todo lo que ha ocurrido.
Lynley suspiró.
– Eso es muy propio de Havers. Sólo me faltaba eso. Ya estoy harto de este maldito caso.
Lady Helen le miró sorprendida. Rara vez, por no decir nunca, el inspector exteriorizaba su enojo.
– Tommy… durante tu estancia en Keldale…
Se interrumpió, temerosa de hablar de ello.
Él sonrió sesgadamente.
– Lo siento, amiga mía. -Rodeó sus hombros con un brazo y la estrechó cariñosamente-. ¿Te he dicho que es estupendo tenerte aquí?
No le había dicho nada, se había limitado a saludarla con una inclinación de cabeza. Pero no había motivos para que la tratara de otro modo. Ahora que la damita estaba allí para salvar el día -igual que había salvado la situación el día anterior- no había ninguna razón para que existiera una comunicación entre ellos. Debería haber sabido que Lynley recurriría a una de sus queridas en vez de solicitar la intervención del Yard. ¿No era típico de él? Era tan engreído que debía asegurarse de que sus mujeres londinenses se pondrían de inmediato a su disposición a pesar de sus merodeos por el país en busca de nuevos ligues. Se preguntó si la alta dama seguiría poniéndose a disposición de Lynley cuando se enterase de la relación de éste con Stepha. Sólo había que mirarla, con su piel perfecta, su postura intachable, su educación extraordinaria, como si sus antepasados se hubieran pasado los últimos dos siglos desechando especímenes, abandonándolos en las laderas de las colinas como bebés espartanos inaceptables, a fin de llegar a la obra maestra eugénica que era lady Helen Clyde. “Pero no lo bastante buena para lograr que su señoría le fuese fiel, ¿verdad, cariño?” Barbara sonrió interiormente.