Observó al inspector desde el asiento trasero. “Apuesto a que ha pasado otra gran noche con Stepha.” Claro que lo habría hecho. Como no había tenido que preocuparse de los aullidos de la mujer, probablemente le habría hecho el amor durante horas enteras. Y ahora allí estaba la exquisita dama, a la que pondría contenta por la noche. Sin duda el inspector saldría airoso del paso, estaría a la altura de las circunstancias. Y luego podría ocuparse de Gillian, cuyo menudo y anémico marido se sentiría muy satisfecho de entregar las riendas a un hombre de verdad.
¡Y qué manera tenía de tratar a la zorrita con guante blanco! No podía culpar a lady Helen por ese enfoque, puesto que no conocía todos los hechos acerca de Gillian Teys. Pero ¿cuál era la excusa de Lynley? ¿Desde cuándo una cómplice de asesinato era tratada con tanta deferencia por el Departamento de Investigación Criminal?
– Vas a ver a Roberta muy cambiada, Gillian -decía Lynley.
Barbara no podía dar crédito a sus oídos. ¿Qué estaba haciendo aquel hombre? ¿De qué hablaba? ¿De veras estaba preparándola para que viera a su hermana cuando ambos sabían muy bien que sólo tres semanas antes había matado a William Teys?
– Comprendo -respondió Gillian, en un tono muy bajo, casi inaudible.
– La han internado en el sanatorio como medida temporal -siguió diciendo Lynley amablemente-. Es una cuestión de competencia mental, debido a que se confesó autora del crimen y se ha negado a decir nada más.
– ¿Cómo ha llegado ahí? ¿Quién…?
Gillian titubeó y abandonó el esfuerzo. Pareció hundirse en el asiento.
– Su primo Richard Gibson hizo que la ingresaran.
– ¿Richard? -preguntó ella con voz aún más tenue.
– Sí.
– Ya veo.
Guardaron silencio. Barbara esperó impaciente a que Lynley empezara a interrogar a la mujer, y no pudo comprender su clara renuencia a hacerlo. ¿En qué estaba pensando? ¡Mantenía con ella la clase de solícita conversación que uno emplea generalmente con la víctima de un delito, no con quién lo ha perpetrado!
Barbara examinó furtivamente a Gillian. Qué capacidad de manipulación tenía aquella mujer. Unos minutos en el baño la noche anterior y hacía con todos ellos lo que quería.
¿Desde cuándo emplearía aquellas mañas?
Miró de nuevo a Lynley. ¿Por qué le había hecho intervenir de nuevo en el caso? Sólo podía haber una razón: para ponerla en su sitio de una vez por todas, para humillarla con el conocimiento de que incluso una aficionada como la dulce dama que le acompañaba tenía más experiencia que la fea Havers. Y luego para condenarla definitivamente a la calle.
“Bien, inspector, mensaje recibido.” Ahora todo lo que deseaba era regresar a Londres y ponerse el uniforme, dejando que Lynley y su señoría barrieran los fragmentos del estropicio que ella había hecho.
Había llevado el cabello recogido en dos largas trenzas rubias. Por eso pareció tan joven aquella primera noche, en la Casa del Testamento. No habló con nadie, limitándose a examinar en silencio al grupo para decidir si eran dignos de su confianza. Una vez tomada su decisión, sólo dijo cómo se llamaba: Helen Graham, Nell.
¿Pero acaso no había sabido él desde el principio que aquel no era su nombre verdadero? Quizás el ligero titubeo antes de responder cuando alguien se dirigía a ella la había traicionado. Tal vez era la expresión nostálgica de sus ojos cuando lo decía, o tal vez sus lágrimas la primera vez que él le hizo el amor y susurró Nell en la oscuridad. En cualquier caso, ¿no había sabido siempre, en el fondo de su corazón, que aquél no era el nombre verdadero de la muchacha?
¿Por qué había sentido aquella atracción irresistible hacia ella? Al principio fue la inocencia casi infantil con que adoptó el estilo de vida en la Casa del Testamento. Tenía grandes deseos de aprender, y participó con apasionamiento en las tareas de la comunidad. Luego fue su pureza lo que él admiró, la pureza que le permitía llevar una nueva vida, sin que la afectaran animosidades personales en un mundo donde ella había decidido que semejantes fealdades no existían.
Luego fue su devoción por Dios, no la piedad ostentosa, los golpes en el pecho del converso, sino la serena aceptación de un poder más grande que el suyo propio, lo que le conmovió. Finalmente fue la firmeza de su fe en que él era capaz de hacer cualquier cosa, sus palabras de aliento cuando le abandonaba la esperanza, la constancia de su amor cuando él más lo necesitaba.
Como lo necesito ahora, se dijo Jonah.
Durante las últimas doce horas había recapacitado en su propia conducta, había desechado todos los subterfugios y llegado a verla tal como era: la conducta propia de un cobarde inveterado. Había abandonado a su esposa y su hogar, hacia un destino desconocido, huyendo para no tener que enfrentarse a lo que temía saber. Sin embargo, ¿qué había de temer cuando Nell, quienquiera que fuese, no podía ser ni más ni menos que la criatura encantadora que estaba a su lado, que escuchaba embelesada sus palabras, que le abrazaba por la noche? No podía haber una oscura monstruosidad en su pasado a la que temer. Sólo podía haber lo que ella era y siempre había sido.
Esta era la verdad, y lo sabía, podía sentir que era así, lo creía. Y cuando se abrió la puerta del sanatorio mental, se levantó rápidamente y entró en el edificio para ir en busca de su esposa.
Lynley percibió el titubeo de Gillian cuando entraban en el sanatorio. Al principio lo atribuyó a su comprensible nerviosismo porque iba a ver a su hermana al cabo de tantos años, pero entonces vio que tenía la vista fija en un joven que avanzaba por el vestíbulo hacia ellos. Intrigado, Lynley se volvió hacia Gillian para hablarle y vio en el rostro de la mujer una expresión de terror absoluto.
– Jonah -dijo jadeando, y dio un paso atrás.
Jonah Clarence tendió una mano como si fuera a tocarla, pero se detuvo.
– Lo siento. Perdóname, Nell. Lo siento.
Tenía los ojos enrojecidos, como si llevara varios días sin dormir.
– No debes llamarme así. No sigas haciéndolo.
Él ignoró estas palabras.
– Me he pasado toda la noche sentado en un banco en King’s Cross, pensando en todo esto, preguntándome si podrías querer a un hombre que ha sido demasiado cobarde para quedarse con su mujer cuando ella más le necesitaba.
Ella le tocó el brazo.
– Oh, Jonah, por favor, vuelve a Londres.
– No me pidas eso. Sería demasiado fácil.
– Por favor, te lo ruego. Hazlo por mí.
– No me iré sin ti. No sé qué es lo que has de hacer aquí, pero sea lo que fuere, yo estaré a tu lado. -Miró a Lynley-. ¿Puedo quedarme con mi esposa?
– Gillian debe decidirlo -replicó el inspector, el cual observó que el joven daba un respingo involuntario al oír el nombre.
– Quédate si quieres, Jonah -susurró ella.
Él le sonrió, le acarició la mejilla y sólo desvió la vista de ella cuando el sonido de voces procedentes del pasillo transversal indicó la aproximación del doctor Samuels. Éste llevaba varias carpetas de archivo que entregó a una doctora antes de dirigirse a ellos.
Miró al grupo con semblante serio. Si estaba agradecido por la llegada de la hermana de Roberta Teys y la posibilidad de que así se obtuviera algún avance en el caso, no lo evidenció en absoluto.
– Hola, inspector. ¿Es absolutamente necesaria la presencia de tantas personas?
– Lo es -respondió Lynley en tono neutro, y confió en que el médico tuviera el buen sentido de considerar el estado de Gillian antes de armar un escándalo y despedirlos a todos.
El psiquiatra apretó las mandíbulas. Era evidente que sólo estaba acostumbrado a una cortesía servil y que se debatía entre el deseo de poner a Lynley en su lugar y el de llevar a cabo el encuentro planeado entre las dos hermanas. Se impuso su interés por Roberta.