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– ¿Es ésta la hermana? -Sin aguardar respuesta, tomó a Gillian del brazo y le dedicó su atención, mientras se ponía en marcha por el pasillo hacia el pabellón cerrado-. Le he dicho a Roberta que vendría a verla -le dijo en voz baja-, pero debe usted estar prevenida, porque es posible que no le responda.

– ¿Aún no…? -Gillian titubeó, como si no supiera con seguridad cómo debía proceder-. ¿Aún no ha dicho nada?

– Nada en absoluto, pero estamos en las primeras etapas de la terapia, señorita Teys, y…

– Señora Clarence -intervino Jonah con firmeza.

El psiquiatra se detuvo y miró a Jonah Clarence, con una expresión de sospecha y desagrado.

– Señora Clarence -corrigió Samuels, sin desviar la mirada del marido-. Como le decía, señora Clarence, éstas son las primeras etapas de la terapia. No tenemos motivos para dudar de que algún día su hermana llegará a recuperarse por completo.

– ¿Algún día? -preguntó Gillian, rodeándose la cintura con el brazo, gesto idéntico al de su madre.

El psiquiatra pareció evaluar su reacción. Las breves palabras de Gillian habían comunicado mucho más de lo que ella creía, y el médico le respondió en consonancia.

– Sí, Roberta está muy enferma. -La cogió del codo y la guió a través de la puerta de acceso al pabellón.

Recorrieron el pabellón cerrado en un silencio sólo interrumpido por los sonidos apagados de sus pisadas sobre la moqueta y el grito ocasional de un paciente tras una puerta cerrada. Samuels se detuvo ante una puerta cerca del extremo del corredor. La abrió y encendió la luz, revelando una habitación pequeña y estrecha. Les hizo una seña para que entraran.

– Van a estar demasiado apretados aquí dentro -les advirtió, indicando con su tono que lamentaba muy poco el hecho.

Era un rectángulo estrecho, no mucho mayor que un armario para guardar los utensilios de limpieza, cosa para la que había servido en otro tiempo. Una de las paredes estaba cubierta por un gran espejo, con un altavoz en cada extremo, y en el medio había una mesa y varias sillas. Producía una sensación de claustrofobia, a la que se añadía el olor acre de la cera para el suelo y el desinfectante.

– Está bien -dijo Lynley.

Samuels asintió.

– Cuando traiga a Roberta, apagaré estas luces y ustedes podrán ver la habitación contigua a través de este espejo. Los altavoces les permitirán oír lo que se dice. Roberta sólo verá el espejo, pero le he dicho que ustedes estarán al otro lado. No podría estar en la habitación de otra manera, ¿comprenden?

– Sí, claro.

– Muy bien -Su sonrisa era una mueca siniestra, como si percibiera su aprensión y se alegrara de ver que los visitantes, lo mismo que él, temían que la entrevista inminente iba a ser desagradable-. Estaré en la habitación de al lado con Gilllian y Roberta.

– ¿Es necesario? -preguntó Gillian, vacilante.

– Me temo que sí, dadas las circunstancias.

– ¿Las circunstancias?

– El asesinato, señora Clarence. -Samuels les miró por última vez y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones. Entonces se volvió hacia Lynley-: ¿Tenemos que revisar la normativa legal? -le preguntó bruscamente.

– Eso no es necesario -dijo Lynley-. La conozco bien.

– Ya sabe que nada de lo que ella diga…

– Lo sé -le interrumpió Lynley.

El médico asintió.

– Entonces iré a buscarla. -Giró con elegancia sobre un talón, apagó las luces y salió del cuarto, cerrando la puerta tras él.

Las luces de la estancia al otro lado del espejo proporcionaban una tenue iluminación, pero su pequeña celda cerrada estaba a oscuras. Se sentaron en las incómodas sillas de madera y esperaron: Gillian con la vista baja, mirándose las puntas rasguñadas de los dedos; Jonah a su lado, rodeándole protectoramente los hombros con su brazo; la sargento Havers entregada a sus pensamientos en el rincón más oscuro de la habitación; lady Helen junto a Lynley, observando la comunicación silenciosa entre marido y mujer, y el mismo Lynley, entregado a una contemplación profunda, de la que salió gracias a que la mano de lady Helen apretó la suya.

El le devolvió el apretón, agradecido. Le sonrió, contento de que estuviera a su lado, con su insobornable cordura, en un mundo que pronto enloquecería.

Roberta no había cambiado nada. Entró en la habitación acompañada por dos enfermeras, vestida como en la ocasión anterior, con la falda demasiado corta, la blusa pequeña para su envergadura y las zapatillas que apenas bastaban para protegerle los pies. Sin embargo, la habían bañado y su espeso cabello estaba limpio y húmedo, peinado hacia atrás y recogido en la nuca con un cordón escarlata, que ponía una nota incongruente de color en la estancia por lo demás monocromática. La misma habitación era inofensiva y deslucida, sin ninguna decoración, con sólo tres sillas y un armario metálico que llegaba a la cintura de una persona. Las paredes estaban desnudas. No había ninguna distracción, ninguna escapatoria.

– Oh, Bobby -murmuró Gillian cuando vio a su hermana a través del espejo.

– Como ves, aquí hay tres sillas, Roberta. -La voz de Samuels les llegó distorsionada a través de los altavoces-. Dentro de un momento le pediré a tu hermana que se reúna con nosotros. ¿Recuerdas a tu hermana Gillian, Roberta?

La muchacha, que estaba sentada, empezó a balancearse, pero no replicó. Las dos enfermeras abandonaron la habitación.

– Gillian ha venido desde Londres. Pero antes de que la haga pasar, quiero que mires a tu alrededor y te acostumbres a este sitio. Nunca nos habíamos reunido aquí, ¿verdad?

Roberta no respondió, su mirada apagada siguió fija en un punto de la pared opuesta. Los brazos le colgaban a los costados, rígidos, sin vida, como masas pulposas de grasa y piel. A Samuels no le incomodó su silencio y dejó que continuara mientras contemplaba plácidamente a la muchacha. Así transcurrieron dos minutos interminables, hasta que se incorporó.

– Ahora voy a buscar a Gillian, Roberta. Estaré presente mientras estén juntas. Debes tranquilizarte, no corres ningún peligro.

Estas últimas palabras parecían innecesarias, pues si la voluminosa muchacha sentía temor -si sentía algo, en definitiva- no daba señal alguna de que así fuera.

En la sala de observación, Gilllian se puso en pie, con un movimiento vacilante, poco natural, como si la impulsara hacia arriba y adelante una fuerza distinta a la de su libre voluntad.

– Cariño, no estás obligada a entrar ahí si temes hacerlo -le dijo su marido.

Ella no replicó y con el dorso de su mano, en cuya piel las marcas de las púas metálicas sobresalían como venas cutáneas, le acarició la mejilla. Era como si se despidiera de él para siempre.

– ¿Preparada? -preguntó Samuels desde la puerta abierta. Su aguda mirada efectuó una rápida evaluación de Gillian, determinando sus puntos fuertes y sus debilidades potenciales. Cuando ella asintió, le dijo claramente-: No tiene nada de qué preocuparse. Estaré presente, y hay varios enfermeros a escasa distancia, los cuales acudirían en seguida en caso de que fuese necesario reducirla.

– Parece usted creer que Bobby realmente podría hacer daño a alguien -dijo Gillian, y le precedió a la habitación contigua sin esperar respuesta.

Los demás observaban, esperando la reacción de Roberta cuando se abrió la puerta y entró su hermana. No reaccionó en absoluto. Su cuerpo enorme siguió balanceándose.

Gillian titubeó, con la mano en la puerta.

– Bobby -le dijo claramente, en tono sosegado, como un padre podría hablar a una criatura recalcitrante.

Al no obtener respuesta, la joven cogió una de las tres sillas y la colocó ante su hermana, directamente en su línea visual. Entonces se sentó. Roberta siguió mirando el punto indeterminado en la pared, como si no hubiera nadie delante de ella. Gillian miró al psiquiatra, el cual se había sentado a su lado, fuera del campo visual de Roberta.