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– ¿Qué debo hacer…?

– Háblele de usted misma. Puede oírla.

Gillian arrugó la tela de su vestido, haciendo un esfuerzo para mirar el rostro de su hermana.

– He venido desde Londres para verte, Bobby -empezó a decir con voz temblorosa, pero a medida que hablaba fue ganando aplomo-. Ahora vivo allí, con mi marido. Me casé el noviembre pasado. -Miró a Samuels, el cual la alentó con un gesto de asentimiento-. Te parecerá divertido, pero me casé con un pastor protestante. Es difícil de creer que una chica tan católica se haya casado con un protestante, ¿verdad? ¿Qué diría papá si lo supiera?

Silencio. El rostro inexpresivo de Roberta no mostraba ningún signo de reconocimiento ni de interés. Era como si Gillian hablara con la pared. Se lamió los labios secos y prosiguió entrecortadamente:

– Tenemos un piso en Islington. No es muy grande, pero te gustaría. ¿Recuerdas cómo me gustaban las plantas? Tengo muchas en el piso, porque entra mucho sol por la ventana de la cocina. ¿Recuerdas que nunca podía conseguir que las plantas crecieran en la granja? Había demasiada oscuridad.

El balanceo continuó. El peso de Roberta hacía crujir la silla que ocupaba.

– También tengo un empleo. Trabajo en un sitio llamado Casa del Testamento. Lo conoces, ¿verdad? Allí viven jóvenes que escapan de sus casas. Mis tareas son muy diversas, pero lo que más me gusta es asesorar a los chicos. Dicen que les resulta fácil hablar conmigo. -Hizo una pausa-. ¿No quieres hablar conmigo, Bobby?

La muchacha respiraba pesadamente, como si estuviera narcotizada, su pesada cabeza colgaba a un lado. Era como si estuviese dormida.

– Me gusta Londres. Nunca lo habría creído posible, pero así es. Supongo que se debe a que ésa es la ciudad donde están mis sueños. Yo… quisiera tener un hijo. Ese es uno de mis sueños, y… y creo que me gustaría escribir un libro. Hay muchas historias que bullen dentro de mí, y quiero escribirlas. Como las hermanas Brönte. ¿Recuerdas cómo leíamos sus libros? Ellas también tenían sueños, ¿verdad? Creo que es importante tener sueños.

– Es inútil -dijo bruscamente Jonah Clarence. En cuanto su esposa salió del cuartucho, vio la trampa, comprendió que enfrentarla a su hermana era un retorno al pasado totalmente ajeno a él, del que no podía salvarla-. ¿Cuánto tiempo tiene que estar ahí dentro?

– Todo el que ella quiera -dijo Lynley-. Está en manos de Gillian.

– Pero puede ocurrir cualquier cosa. ¿Es que ella no lo comprende? -Jonah sentía deseos de ponerse en pie de un salto, abrir la puerta y llevarse de allí a su esposa. Era como si su mera presencia en la habitación, atrapada con la criatura horrible, con el ballenato que era su hermana, bastara para contaminarla y destruirla para siempre-. ¡Nell! -gritó furiosamente.

– Quiero hablarte de la noche en que me marché, Bobby -siguió diciendo Gillian, mirando el rostro de su hermana, esperando el más ligero movimiento que indicara comprensión y reconocimiento, que detuviera sus palabras-. No sé si lo recuerdas. Fue un día después de cumplir los dieciséis, por la noche. Yo… -Era demasiado, no podía seguir. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para sobreponerse y continuar-: Le quité dinero a papá. ¿No te lo dijo? Sabía adónde lo guardaba, el dinero para los gastos de la casa, y lo robé. Estaba mal, lo sé, pero… tenía que irme, era preciso que me alejara durante algún tiempo. Lo sabes, ¿verdad? -Necesitaba asegurarse, y repitió-. Lo sabes, ¿verdad?

¿Era ahora más rápido el balanceo de la silla o se debía sólo a la imaginación de los observadores?

– Fui a York, y tardé en llegar toda la noche. Fui a pie y haciendo autostop. Sólo tenía aquella mochila, ya sabes, la que usaba para llevar los libros a la escuela, y no tenía más que una muda. No sé en qué pensaba cuando huí de esa manera. Ahora parece una locura, ¿verdad? -Gillian sonrió brevemente a su hermana. El corazón le martilleaba en el pecho y cada vez le resultaba más laborioso respirar-. Cuando llegué a York amanecía. Nunca olvidaré la imagen de la catedral iluminada por la luz de la mañana. Era hermosa. Quería quedarme allí para siempre. -Se detuvo y apoyó las manos en el regazo, mostrando las cicatrices de los cortes. No podía evitarlo-. Me quedé en York todo aquel día. Estaba muy asustada, Bobby. Nunca había estado una noche fuera de casa, y no estaba segura de que quería ir a Londres. Pensé que sería más fácil regresar a la granja, pero… no podía…

– ¿Qué objeto tiene todo esto? -preguntó Jonah Clarence con voz ronca-. ¿De qué manera ayudará a Roberta?

Lynley le dirigió una mirada cautelosa, pero el hombre se había dominado, aunque apretaba el puño derecho.

– Cogí el tren de la noche. Paraba en muchas estaciones, y en cada una de ellas pensaba que me interrogarían, que papá podría haber avisado a la policía, o que él mismo habría salido en mi busca. Pero no sucedió nada, hasta que llegué a King’s Cross.

– No tienes que hablarle del macarra -susurró Jonah-. ¿Qué objeto tiene?

– King’s Cross había un hombre amable que me compró algo para comer. Le estuve muy agradecida, me pareció todo un caballero. Pero mientras comía y me hablaba de una casa que tenía y en la que yo podría vivir, entró otro hombre en la cafetería. Nos vio, se acercó a nosotros y dijo: “Ella viene conmigo”. Pensé que era un policía y que me haría volver a casa. Empecé a llorar y me aferré a mi amigo, pero él se zafó de mí y se fue a toda prisa de la estación. -Hizo una pausa, sumida en el recuerdo de aquella noche-. El nuevo hombre era muy diferente. Dijo que se llamaba George Clarence, que era clérigo y que el otro hombre quería llevarme al Soho para… llevarme al Soho -repitió con firmeza-Dijo que tenía una casa en Camden Town donde podría alojarme.

Jonah lo recordaba todo vívidamente: la vieja mochila, la muchacha asustada, los zapatos despellejados y los tejanos hechos jirones que llevaba. Recordó la llegada de su padre y la conversación con su madre. Las palabras “macarra del Soho… ni siquiera comprendía… parece que no ha dormido nada…” resonaban en su mente. Recordó que la observaba desde la mesa del desayuno, donde había dividido su tiempo entre los huevos revueltos y empollar para un inminente examen de literatura. Ella no miraba a nadie, todavía no.

– El señor Clarence fue muy bueno conmigo, Bobby. Era como si yo formase parte de la familia… Y me casé con su hijo Jonah. Jonah te gustaría mucho, es tan amable, tan bueno. Cuando estoy con él siento como si nada pudiera… volver a suceder jamás -concluyó.

Era suficiente. Había cumplido con lo que le habían pedido. Gillian miró implorante al psiquiatra, esperando que le diera instrucciones, que le hiciera un gesto para interrumpir su inútil monólogo, pero el médico se limitó a observarla, a través de la protección de sus gafas a las que la luz arrancaba destellos. Su rostro era inexpresivo, pero ella percibía amabilidad en su mirada.

– Ya está bien -dijo Jonah enfurecido-. Esto no sirve para nada. La han traído aquí, la han sometido a una experiencia tan penosa, inútilmente. -Empezó a incorporarse.

– Siéntese -le dijo Lynley en un tono que no dejaba opción al otro.

– Háblame, Bobby -rogó Gillian-. Dicen que has matado a papá, pero sé que no has podido hacer eso. No parecías… no había ningún motivo, lo sé. Dime que no había ningún motivo. Él nos llevaba a la iglesia, nos leía, inventaba juegos para nosotras. Bobby, no le mataste, ¿verdad?

– Es importante para usted que no le matara, ¿no es cierto? -dijo en voz baja el doctor Samuels. Su voz era como una pluma que flotaba suavemente en el aire entre ellos.

– Sí -respondió Gillian de inmediato, aunque no apartó los ojos de su hermana-. Puse la llave bajo tu almohada, Bobby. ¡Estabas despierta! ¡Te hablé! Te dije que la usaras al día siguiente, y me comprendiste. No me digas que no, sé que me comprendiste.