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– Era demasiado joven -dijo el médico-. No comprendía.

– ¡Tenías que comprender! Te dije que había puesto un mensaje en el Guardian, que diría Nell Graham, ¿recuerdas? Nos gustaba mucho ese libro, ¿verdad? Ella era tan valiente, tan fuerte, como queríamos ser nosotras.

– Pero yo no era fuerte, ¿no es cierto? -dijo el médico.

– ¡Claro que lo eras! No parecías… ¡Tenías que ir a Harrogate! ¡El mensaje te decía que fueras a Harrogate, Bobby! Tenías dieciséis años. ¡Podrías haber ido!

– No era como tú a los dieciséis, Gillian. ¿Cómo podría haber sido así?

El psiquiatra no se había movido de su silla. Sus ojos se deslizaban entre las dos hermanas, esperando una señal, leyendo los mensajes subyacentes en los movimientos corporales, la postura y el tono de voz.

– ¡Eso no importa! ¡No tenías por qué ser como yo! Todo lo que tenías que hacer era ir a Harrogate, no a Londres, sino sólo a Harrogate. Yo te habría recogido allí. Pero cuando no apareciste, pensé… creí… que estabas bien, que nada… que estabas perfectamente. Tú no eras como mamá.

– ¿Cómo mamá?

– Yo era como ella, exactamente igual. Podía verlo en las fotos. Pero tú eras distinta. Podía pensar que estabas bien.

– ¿Qué quiere decir con eso de ser como mamá? -inquirió el doctor.

Gillian se puso rígida. Su boca formó la palabra “no” tres veces en rápida sucesión. Era demasiado horroroso. No podía continuar.

– ¿Era Bobby como mamá a pesar de lo que usted creía?

– ¡No!

– No le contestes, Nell -musitó Jonah Clarence-. No tienes que responderle. No eres la paciente.

Gillian se miró las manos, sintiendo la carga de la culpabilidad sobre los hombros. Se hizo el silencio en la habitación, un silencio interrumpido sólo por el sonido del incesante balanceo de su hermana, por la respiración entrecortada, por los latidos de su propio corazón. Se sentía incapaz de continuar, pero sabía que no podía volver atrás.

– Sabes por qué me marché, ¿no? -dijo sordamente-. Fue por el regalo de mi cumpleaños, el regalo especial, el único…-Se cubrió los ojos con una mano temblorosa, esforzándose por controlarse-. ¡Debes decirles la verdad! ¡Debes decirles lo que sucedió! ¡No puedes permitir que te encierren durante el resto de tu vida!

Silencio de nuevo. Ella no podía… todo pertenecía al pasado… le había sucedido a otra persona. Además, la pequeña de ocho años que la seguía cuando deambulaba por la granja, que observaba todos sus movimientos con ojos brillantes de adoración, estaba muerta. Aquella criatura grotesca, obscena, que estaba ante ella no era Roberta. No había necesidad de seguir. Roberta se había ido.

Gillian alzó la cabeza. Se había producido un cambio en los ojos de Roberta, que ahora la miraban, y ese movimiento indicó a Gillian que había logrado abrirse paso hasta donde el psiquiatra no había podido llegar en las últimas tres semanas. Pero ese conocimiento no le produjo ninguna sensación de triunfo, sino más bien de condena. Una vez más, la última, se enfrentaba al pasado inmutable.

– Yo no lo entendía -dijo Gillian con la voz entrecortada-. Entonces sólo tenía cuatro o cinco años, tú ni siquiera habías nacido. Dijo que era un regalo especial, una especie de amistad que los padres siempre tenían con sus hijas, como Lot.

– Oh, no -susurró Jonah.

– ¿Te leía la Biblia, Bobby? A mí, sí. Entraba por la noche, se sentaba en mi cama y me leía la Biblia. Y mientras lo hacía…

– ¡No, no, no!

– …su mano me buscaba bajo las sábanas. “¿Te gusta, Gilly?”, me preguntaba. “¿Te hace feliz? A papá sí, mucho. Es tan agradable, tan suave. ¿Te gusta, Gilly?”

Jonah se llevó el puño a la frente, mientras se apretaba el pecho con el brazo izquierdo.

– Por favor -gimió.

– No sabía nada, Bobby, no comprendía. Sólo tenía cinco años y la habitación estaba a oscuras. “Date la vuelta”, decía, “papá te frotará la espalda. ¿Te gusta esto? ¿Dónde te gusta más? ¿Aquí, Gilly? ¿Es especial aquí?” Y entonces me cogía la mano. “A papá le gusta aquí, Gilly. Frota a papá aquí”.

– ¿Dónde estaba mamá? -preguntó el doctor.

– Mamá estaba durmiendo, o en su habitación, o leyendo. Pero la verdad es que no importaba, porque aquello era especial, algo que los padres comparten con sus hijas. Mamá no debía saberlo. Mamá no lo entendería. Ella no leía la Biblia con nosotros, así que no lo entendería. Y entonces ella se marchó. Yo tenía ocho años.

– Y entonces se quedaron solas.

Gilly meneó la cabeza, aturdida.

– Oh, no -dijo con un hilo de voz-. Yo fui mamá entonces.

Jonah Clarence no pudo evitar un sollozo al oír estas palabras.

Lady Helen miró a Lynley, vio su rostro inmóvil y cubrió su mano con la suya, apretándole los dedos con fuerza.

– Papá puso sus fotos en la sala de estar para que pudiera verlas cada día. “Mamá se ha ido”, me dijo, y me hizo mirarlas para que viera lo bonita que era y cómo había pecado yo al nacer, pues eso la había alejado. “Mamá sabía lo mucho que papá te quiere, Gilly, y por eso se ha ido. Ahora debes ser como mamá para mí”. Yo no entendía lo que quería decir, y él me lo enseñó. Me leía la Biblia, rezaba y me enseñaba. Pero yo era demasiado pequeña para ser una mamá adecuada, y por eso él… yo hacía otras cosas que él me enseñó, y yo… aprendí con mucha rapidez.

– Usted quería complacerle. Era su padre, todo lo que tenía.

– Quería que me quisiera. Y él decía que me quería cuando yo… cuando… “A papá le gusta que lo tengas en la boca, Gilly.” Y luego rezábamos, siempre rezábamos. Pensé que Dios me perdonaría por haber hecho que mamá huyera si era una mamá lo bastante buena para él. Pero Dios nunca me perdonó, no existía.

Jonah apoyó los brazos sobre la mesa y ocultó en ellos el rostro. Empezó a sollozar.

Finalmente Gillian miró de nuevo a su hermana. Roberta la miraba, aunque su rostro seguía sin expresión. Había dejado de balancearse.

– Por eso hice cosas, Bobby, cosas que no comprendía porque mamá se había ido y yo necesitaba… quería que mamá volviera. Y pensé que la única manera de tener a mamá de nuevo era que yo misma lo fuera.

– ¿Es eso lo que hizo cuando cumplió dieciséis años? -preguntó en voz queda el doctor Samuels.

– Él entró en mi cuarto. Era tarde. Dijo que había llegado la hora de que fuera como la hija de Lot, la manera real, como decía la Biblia, y se desnudó.

– ¿Nunca lo había hecho?

– Nunca se había quitado toda la ropa como aquella vez. Pensé que quería… como siempre… pero no, me separó las piernas y… “No puedo respirar, papá, pesas demasiado. No, por favor. Tengo miedo. ¡Oh, me duele, me duele!”

Su marido se incorporó, tambaleándose, y las patas de su silla chirriaron sobre el suelo de linóleo. Se acercó al cristal.

– ¡Nunca ha ocurrido eso! -gritó-. ¡No es posible! ¡Eres mi mujer!

– Pero me cubrió la boca con su mano. Me dijo: “Puedes despertar a Bobby, cariño. Papá te quiere a ti más que a nadie. Deja que papá te enseñe, Gilly. Deja que papá lo haga como mamá, como una mamá de verdad. Déjame.” Me hacía daño, mucho daño, y le odiaba.

– ¡Dios mío, no! -gritó Jonah. Abrió la puerta con tal violencia que golpeó la pared y salió corriendo.

Se hizo el silencio, y poco después Gillian empezó a llorar.

– Era sólo como un recipiente, no era una persona. ¿Qué importaba lo que él me hacía? Me convertí en lo que él quería, en lo que cualquiera quería. Así es como vivía. ¡Así es como vivía, Jonah!

– ¿Complaciendo a cualquiera? -preguntó el doctor.