– A la gente le gusta mirar a los espejos. Eso es lo que yo era. En eso me convirtió él. Dios mío, le odiaba. ¡Le odiaba! -Se cubrió el rostro con las manos y dio rienda suelta a las lágrimas que había retenido durante once largos años. Los demás permanecían inmóviles, escuchando su llanto. Tras una pausa larga y dolorosa, alzó su rostro devastado hacia su hermana-. No dejes que te mate, Bobby, no se lo permitas. Por el amor de Dios, diles la verdad.
El silencio continuó. Sólo se oía el sonido insoportable del tormento personal de Gillian. Roberta seguía inmóvil, como si estuviera sorda.
– Tommy -susurró lady Helen-. No puedo soportarlo. Ha hecho todo esto por nada.
Lynley miraba la otra habitación. Le latía la cabeza, tenía la garganta dolorida y le ardían los ojos. Quería encontrar a William Teys, encontrarle vivo y arrancarle los miembros uno tras otro. Jamás había experimentado semejante sentimiento, una ira tan extrema. Notaba que la angustia de Gillian se apoderaba de él como una enfermedad.
Pero el llanto había remitido y Gillian se levantó y se dirigió a la puerta pausadamente. Cogió el pomo y tiró de él. Después de todo, su presencia había sido inútil. Todo había terminado.
– ¿Te hacía desfilar desnuda, Gilly? – preguntó Roberta.
CAPÍTULO DIECISÉIS
Como si estuviera bajo el agua, Gillian se volvió lentamente al oír la voz ronca de su hermana.
– Cuéntame -susurró.
Regresó a su silla, la acercó más a Roberta y entonces se sentó en ella.
Los ojos de Roberta, bajo los protectores pliegues de grasa de sus pesados párpados, estaban fijos pero desenfocados en el rostro de su hermana. Sus labios se movían convulsivamente. Los dedos de sus manos se flexionaban de un modo espasmódico.
– La música estaba muy alta, y él me quitaba la ropa. -Entonces la voz de la niña se alteró, adquirió una tonalidad melosa, insinuantemente persuasiva, extrañamente masculina-. “Niña bonita, niña bonita -decía, y-: ya es hora de desfilar, niña bonita, es hora de desfilar para papá.” Y él… tenía aquello en la mano… “Mira lo que hace papá mientras desfilas, niña bonita.”
– Dejé la llave para ti, Bobby -dijo Gillian con voz entrecortada-. Cuando se durmió aquella noche en mi cama, fui a su habitación y encontré la llave. ¿Qué pasó? La dejé para ti.
Roberta forcejeó con la información oculta durante tanto tiempo bajo el peso de sus terrores infantiles.
– No… no sabía. Cerré la puerta. Pero tú no dijiste por qué. Nunca dijiste que guardara la llave.
– Dios mío -dijo Gillian con voz angustiada-. ¿Estás diciendo que cerraste la puerta por la noche pero al día siguiente dejaste la llave en la cerradura? ¿Es eso lo que quieres decir, Bobby?
Roberta se colocó el brazo sobre el rostro humedecido. Era como un escudo, y asintió tras su protección. Un sollozo reprimido agitaba su cuerpo.
– No lo sabía.
– Él la encontró y la guardó.
– La guardó en su armario. Todas las llaves estaban allí, y estaba cerrado. No podía conseguirlas. “No necesitas llaves, niña bonita. Anda, desfila para papá.”
– ¿Cuándo desfilabas?
– De día, de noche. “Ven aquí, niña bonita. Papá quiere ayudarte a desfilar.”
– ¿Cómo?
Uno de los brazos de Roberta le colgaba fláccido a un costado y con la otra mano se tiraba del labio inferior. Por lo demás, su rostro permanecía inexpresivo.
– Dime cómo, Bobby -insistió Gillian-. Dime qué hacía.
– Quiero a papá, quiero a papá.
– ¡No digas eso! ¡Era maligno!
Roberta se estremeció al oír esa palabra.
– No, yo era mala.
– ¿Cómo?
– Lo que le hice… no podía evitarlo… rezaba y rezaba y no podía evitarlo… tú no estabas allí… “Gilly sabía cómo hacérmelo. Tú no eres buena, niña bonita. Desfila para papá, anda, desfila sobre papá.”
– ¿Desfila “sobre papá”? -dijo Gillian, con voz jadeante.
Su rostro estaba muy pálido.
– Arriba y abajo en un solo sitio. Arriba y abajo. “Esto me gusta, niña bonita. Papá grande entre tus piernas.”
– Bobby, Bobby… -Gillian desvió el rostro-. ¿Qué edad tenías?
– Ocho. “Mmmm, a papá le gusta sentirlo, le gusta sentir y sentir y sentir.”
– ¿No se lo dijiste a nadie? ¿No había nadie?
– La señorita Fitzalan. Se lo dije, pero ella… no podía…
– ¿No hizo nada? ¿No te ayudó?
– No me comprendió. Le hablé de sus patillas… su cara cuando me restregaba. Ella no entendía. “¿Lo has dicho, niña bonita? ¿Has intentado decir lo que hace papá?”
– Oh, Dios mío. ¿Ella se lo dijo?
– “Gilly nunca lo dijo. Gilly nunca habló de papá. Has hecho muy mal, niña bonita. Papá tiene que castigarte.”
– ¿Cómo?
Roberta no respondió. Empezó a mecerse de nuevo, regresó al lugar donde había habitado tanto tiempo.
– ¡Sólo tenías ocho años! -exclamó Gillian, con lágrimas en los ojos-. ¡Lo siento, Bobby! ¡No lo sabía! No le creí capaz. No te parecías a mí, no eras como mamá.
– Hizo daño a Bobby en ese sitio. No como Gilly, no como Gilly.
– ¿No como Gilly?
– “Date la vuelta, niña bonita. Papá tiene que castigarte.”
– ¡Es horrible! -Gillian se arrodilló y abrazó a su hermana. Sollozó contra su seno, pero la muchacha no reaccionó. Los brazos le colgaban fláccidos a los lados y tenía el cuerpo tenso, como si la proximidad de su hermana le asustara o fuese desagradable-. ¿Por qué no fuiste a Harrogate? ¡Creía que estabas bien! ¡Que él te había dejado en paz! ¿Por qué no fuiste?
– Bobby murió, Bobby murió.
– ¡No digas eso! Estás viva. ¡No dejes que te mate ahora!
Roberta se zafó bruscamente de su brazo, echándose hacia atrás.
– ¡Papá nunca mata, nunca mata, nunca! -Su voz encerraba una nota de terror.
El psiquiatra se inclinó hacia adelante en su silla.
– ¿Matar qué, Roberta? -le preguntó rápidamente, reconociendo que había llegado el momento-. ¿Qué es lo que papá nunca mató? -le apremió.
– El bebé. Papá no mató al bebé.
– ¿Qué hizo?
– Me encontró en el granero. Lloró, rezó y lloró.
– ¿Es ahí donde tuviste el bebé? ¿En el granero?
– Nadie lo sabía. Era gorda y fea. Nadie lo sabía.
El horror transfiguraba los ojos de Gillian, fijos ahora en el psiquiatra. Se balanceaba sobre los talones, con el puño cerrado en la boca y mordiéndose los dedos, como para no gritar.
– ¿Estabas embarazada? ¡Bobby! ¿El no sabía que estabas embarazada?
– Nadie lo sabía. No era como Gilly. Era gorda y fea. Nadie lo sabía.
– ¿Qué le ocurrió al niño?
– Bobby murió.
– ¿Qué le ocurrió al niño?
– Bobby murió.
– ¿Qué le ocurrió al niño?-gritó Gillian.
– ¿Mataste al bebé, Roberta? – preguntó el doctor Samuels.
Silencio. Roberta empezó a mecerse. Era un movimiento rápido, como si así regresara velozmente a la locura.
Gillian la observaba, contemplaba el pánico que la dominaba y el inexpugnable blindaje de psicosis que la protegía. Y tuvo la certeza de lo ocurrido.
– Papá mató al bebé -asintió aturdida-. Te encontró en el granero, lloró y rezó, leyó la Biblia en busca de orientación y entonces mató al bebé. -Tocó el cabello de su hermana-. ¿Qué hizo con él?
– No lo sé.
– ¿No lo viste?
– Nunca vi al bebé, no sé si era niño o niña.
– ¿Por eso no fuiste a Harrogate? ¿Estabas embarazada por entonces?
El silencio momentáneo fue una afirmación, lo mismo que el balanceo, que fue disminuyendo hasta cesar por completo.
– El bebé murió, Bobby murió. No importaba. “Papá lo siente, niña bonita. Papá no volverá a hacerte daño. Anda, niña bonita, desfila para papá. Papá nunca más te hará daño.”