– ¿No volvió a tener relaciones sexuales contigo, Roberta? -preguntó el doctor Samuels-. ¿Pero todo continuó igual?
– “Desfila para papá, niña bonita”.
– ¿Desfilabas para papá, Roberta? -siguió diciendo el doctor-. ¿Seguiste desfilando para él después de la muerte del bebé?
– Desfilé para papá. Tenía que hacerlo.
– ¿Por qué? ¿Por qué tenías que hacerlo?
Silencio. Roberta miró a su alrededor furtivamente, con una extraña sonrisa, un rictus de retorcida satisfacción en el semblante. Empezó a balancearse.
– Papá era feliz.
– Era importante que papá fuese feliz -reflexionó el doctor Samuels.
– Sí, sí, muy feliz. Si papá era feliz no tocaría a…
Se interrumpió de súbito y aumentó la intensidad del balanceo.
– No, Bobby -dijo Gillian-. No te vayas, no debes irte ahora. Desfilabas para papá, a fin de que fuese feliz para que no tocara a alguien. ¿A quién?
En la oscura sala de observación, Lynley sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. Acababa de comprender algo que, en el fondo, sabía desde el principio. Una niña de nueve años a la que instruían en la Biblia, leían el Antiguo Testamento, enseñaban las lecciones de las hijas de Lot.
– ¡Bridie! -exclamó, comprendiéndolo todo finalmente. Él mismo podría haber contado el resto de lo ocurrido, pero escuchó la purga de un alma torturada.
– Papá quería a Gilly, no a una vaca como Roberta.
– Tu padre quería una niña, ¿verdad? -dijo el doctor Samuels-. Necesitaba un cuerpo infantil para excitarse, un cuerpo como el de Gillian, como el de tu madre.
– Encontró una niña.
– ¿Y qué ocurrió?
– Faraón le puso una cadena de oro al cuello y le vistió de lino fino, y él gobernó sobre Egipto, y los hermanos de José fueron a verle y José les dijo: “He de salvar vuestras vidas por medio de una feliz liberación.”
Gillian habló entonces entre sollozos.
– La Biblia te dijo lo que tenías que hacer, como siempre se lo decía a papá.
– Vestida con lino fino. Llevaba una cadena.
– ¿Qué ocurrió?
– Hice que fuese al granero.
– ¿Cómo lo hiciste? -preguntó el doctor Samuels en voz baja.
El rostro de Roberta se estremeció. Sus ojos se llenaron de lágrimas, que empezaron a derramarse por las mejillas cubiertas de acné.
– Lo intenté dos veces y no salió bien. Entonces… Bigotes…
– ¿Mataste a Bigotes para que tu padre fuese al granero?
– Bigotes no se enteró. Le di píldoras, las píldoras de papá. Estaba dormido. Le… corté la garganta y llamé a papá. Él vino corriendo y se arrodilló al lado de Bigotes.
Empezó a balancearse furiosamente, meciendo su cuerpo hinchado, acompañando el movimiento con un tarareo bajo y sin tono. Se retiraba.
– ¿Y entonces, Roberta? -le preguntó el psiquiatra-. Puedes dar el último paso, ¿verdad? Gillian está aquí.
El balanceo continuó, cada vez más intenso, con una ciega determinación. Tenía la mirada fija en la pared.
– Quería a papá, le quería mucho. No recuerdo, no recuerdo nada.
– Claro que recuerdas. -La voz del psiquiatra era suave pero implacable-La Biblia te dijo lo que tenías que hacer. Si no lo hubieras hecho, tu padre le habría hecho a aquella niña las mismas cosas que les hizo a ti y a Gillian durante tantos años. Habría abusado sexualmente de ella, la habría sodomizado y violado. Pero tú se lo impediste, Roberta. Salvaste a esa niña. Te vestiste con lino fino, te pusiste la cadena de oro. Mataste al perro. Llamaste a tu padre al granero, y él acudió corriendo, ¿no es cierto? Se arrodilló y…
Roberta se levantó de un salto y arrojó la silla al otro lado de la habitación, contra el armario metálico. Fue tras ella, la cogió y la lanzó contra la pared, volcó el armario y empezó a gritar.
– ¡Le corté la cabeza! Él se arrodilló, se agachó para recoger a Bigotes. ¡Y entonces le corté la cabeza! ¡No me importa lo que hice! ¡Quería que muriese! ¡No permitiría que tocara a Bridie! Y él quería hacerlo. Le leía como me había leído a mí. Le hablaba igual que a mí. ¡Iba a hacerlo! ¡Veía todos los signos! ¡Yo le maté! ¡Le maté y no me importa! ¡No lo siento! ¡Merecía morir! -Se dejó caer al suelo y ocultó el rostro entre sus manos grandes y gruesas, mientras los sollozos convulsionaban su cuerpo-. Vi su cabeza en el suelo, y no me importó. Apareció una rata y husmeó la sangre, y entonces se puso a devorar los sesos, ¡y no me importó!
La sargento Havers ahogó un grito, se puso en pie y salió tambaleándose de la habitación.
Barbara corrió ciegamente al lavabo y empezó a vomitar. La habitación parecía dar vueltas a su alrededor. Estaba segura de que iba a desmayarse, pero siguió vomitando, y mientras lo hacía, entre arcadas dolorosas y espasmódicas, supo que estaba expulsando de su cuerpo la masa turbia de su propia desesperación.
Se aferró a la limpia taza de porcelana, se esforzó por recuperar el aliento y vomitó. Era como si nunca hubiera visto claramente la vida hasta las últimas dos horas y de repente se enfrentara a su suciedad, de la que tenía que alejarse, tenía que expulsarla de su organismo.
En aquella pequeña, oscura y asfixiante habitación le habían llegado implacables las voces. No sólo las voces de las hermanas que habían vivido la pesadilla, sino las de su propio pasado y las de la pesadilla que seguía existiendo. Era demasiado. Ya no podía soportarlo más.
“No puedo -se dijo, sollozando interiormente-. ¡No puedo más, Tony! ¡Que Dios me perdone, pero no puedo!”.
Alguien entró en el lavabo. Barbara intentó sobreponerse, pero las náuseas continuaban y supo que había de sobrellevar la humillación de estar absolutamente descompuesta mientras que lady Helen Clyde no perdía ni un ápice de su elegancia y su competencia.
Oyó que abrían un grifo y luego más pisadas. La puerta del inodoro se abrió y alguien le aplicó un paño húmedo en la nuca, lo dobló rápidamente y lo pasó por sus mejillas ardientes.
– No, por favor, ¡váyase! -Volvía a estar mareada y, lo que era incluso peor, empezó a llorar-. ¡No puedo! -gimió-. ¡No puedo! ¡Por favor déjeme sola!
Una mano fría le apartó el cabello del rostro y le sostuvo la frente.
– La vida es un asco, Barb -dijo Lynley-, y lo malo del caso es que no hay muchas esperanzas de que mejore.
Ella se volvió, horrorizada. Pero sí, allí estaba Lynley, en cuya mirada veía la misma comprensión que en otras ocasiones, cuando trataba con Roberta, o conversaba con Bridie, o interrogaba a Tessa. Y de súbito comprendió qué era lo que Webberly sabía que podría aprender de Lynley: la fuente de su fortaleza, el centro de lo que ella sabía muy bien que era un tremendo valor personal. Fue aquella serena comprensión, y nada más, lo que finalmente la apaciguó.
– ¿Cómo pudo hacer eso? -dijo entre sollozos-. Si es hijo tuyo… tienes que amarlo, no hacerle daño, no dejarle morir. ¡Jamás dejarle morir! ¡Y eso es lo que hicieron! -Su voz alcanzó tonos histéricos, mientras los ojos oscuros de Lynley no se apartaban de su rostro-. Les odio… no puedo… Tenían que cuidar de él. ¡Era su hijo! ¡Tenían que amarle y no lo hicieron! ¡Estuvo enfermo cuatro años y pasó el último año en el hospital! ¡Ni siquiera iban a verle! Decían que no podían soportarlo, que les dolía demasiado. Pero yo iba a verle, iba todos los días. Y él preguntaba por ellos, quería saber por qué sus padres no le visitaban. Y yo le mentía, cada día una mentira. Cuando murió, estaba completamente solo. Yo iba a la escuela y no llegué al hospital a tiempo. ¡Era mi hermano menor! ¡Sólo tenía diez años! Y todos, todos nosotros le dejamos morir solo.
– Lo siento mucho -dijo Lynley cariñosamente.