– Juré que jamás les permitiría olvidar lo que habían hecho. Pedí las cartas a sus maestros. Enmarqué la partida de defunción, hice el santuario, les encerré en la casa. Cerré puertas y ventanas, me aseguré de que cada día tenían que permanecer allí, viendo a Tony. ¡Les volví locos! ¡Quise hacerlo! Les destruí. ¡Me destruí a mi misma!
Apoyó la cabeza en la loza del lavabo y sollozó. Lloró por el odio que había llenado su vida, por la culpabilidad y los celos que habían sido sus compañeros, por la soledad a que se había condenado, por el desprecio y el disgusto que había dirigido hacia otros.
Al fin, cuando Lynley la estrechó entre sus brazos sin decir nada, lloró contra su pecho, condoliéndose sobre todo por la muerte de la amistad que podría haber existido entre ellos.
A través de las ventanas en el pulcro despacho del doctor Samuels veían la rosaleda, distribuida en parcelas y terrazas descendentes, cada una con plantas con flores de distinto color y tipo. A pesar de la época otoñal, la frialdad de las noches y la escarcha matutina, algunos arbustos todavía estaban floridos, pero las flores grandes y fragantes no tardarían en morir y los jardineros podarían los arbustos para el invierno. En primavera retoñarían y el círculo de la vida continuaría.
Contemplaron el pequeño grupo que avanzaba por los senderos de grava entre las plantas: Gillian y su hermana, lady Helen y la sargento Havers y bastante detrás las dos enfermeras, sus formas ocultas bajo las largas capas que llevaban para protegerse de la tarde ventosa.
Lynley se apartó de la ventana y vio que el doctor Samuels le observaba pensativo desde su mesa, su rostro inteligente sin expresión.
– Usted sabía que había tenido un hijo -le dijo el inspector-. Supongo que lo vio al hacerle el examen físico.
– Sí.
– ¿Por qué no me lo dijo?
– No confiaba en usted -replicó Samuels, y añadió-: entonces. Confiaba en establecer un vínculo, por frágil que fuera, con Roberta. Para lograrlo tenía que reservarme ese dato, el vínculo era mucho más importante que compartir la información con usted y correr el riesgo de que se lo soltara… Después de todo, era una información privilegiada.
– ¿Qué va a ocurrirles? -inquirió Lynley.
– Sobrevivirán.
– ¿Cómo puede saberlo?
– Empiezan a comprender que fueron víctimas de ese hombre. Es el primer paso. -Samuels se quitó las gafas y limpió los cristales con el forro de su chaqueta. En su rostro enjuto se reflejaba la fatiga. Había oído antes todo aquello.
– No entiendo cómo sobrevivieron tanto.
– Se enfrentaron a la situación.
– ¿Cómo?
El doctor inspeccionó los cristales de las gafas y se las puso, ajustándolas cuidadosamente. Las llevaba desde hacía muchos años y su presión había producido unas hendiduras profundas y dolorosas a cada lado de la nariz. -En el caso de Gillian parece haber sido lo que llamamos disociación, una manera de subdividir el yo, de manera que podría fingir tener o ser lo que en realidad no podría tener ni ser.
– ¿Por ejemplo?
– Sentimientos y relaciones normales, por ejemplo. Se imaginaba como un espejo que reflejaba el comportamiento de quienes la rodeaban. Es una defensa y la protegía de sentir nada por lo que le ocurría.
– ¿Cómo?
– Ella no era una “persona real”, de modo que nada de lo que hacía su padre podía dañarle verdaderamente.
– Cada persona en el pueblo la describe de una manera completamente distinta.
– Sí, es esa clase de comportamiento. Gillian no hacía más que reflejarlos. Llevado al extremo, se convierte en personalidades múltiples, pero parece que logró impedir que eso ocurriera. Es un hecho notable, teniendo en cuenta su terrible experiencia.
– ¿Y qué me dice de Roberta?
El psiquiatra frunció el ceño.
– No afrontó la situación tan bien como Gillian -admitió.
Lynley echó una última ojeada a través de la ventana y regresó a su asiento, un sillón con la tapicería desgastada: sin duda lugar de descanso de centenares de mentes atormentadas.
– ¿Por eso comía sin control?
– ¿Cómo una forma de huida? No, creo que no. Yo diría que era más bien un acto de autodestrucción.
– No comprendo.
– El niño maltratado tiene la sensación de que ha hecho algo malo y que le castigan por ello. Es muy posible que Roberta comiera así porque eso le llevaba a despreciarse, por su “maldad”, y destruir su cuerpo era un castigo. Esa es una explicación.
El doctor titubeó.
– ¿Y la otra?
– Es difícil decirlo con seguridad. Podría ser que intentara detener el abuso de que era objeto de la única forma que conocía. Aparte del suicidio, ¿qué mejor manera de destruir su cuerpo que ser una anti-Gilly en la medida de lo posible? Así su padre no la desearía sexualmente.
– Pero no salió bien.
– Desgraciadamente, no. Él se limitó a recurrir a perversiones para excitarse, haciendo tomar parte a la chica. Eso nutriría su necesidad de poder.
– Siento deseos de destrozar a Teys -dijo Lynley.
– A mí me ocurre lo mismo -respondió el doctor.
– ¿Cómo se puede llegar…? No lo entiendo.
– Es una conducta aberrante, una enfermedad. A Teys le excitaban las niñas. Su matrimonio con una chica de catorce años, que no era voluptuosa y desarrollada, sino una adolescente de maduración tardía, habría sido un signo inequívoco para cualquiera que investigara una conducta aberrante. Pero él supo enmarcarla bien con su devoción religiosa y su aspecto exterior de padre fuerte y cariñoso. Eso es bastante frecuente, inspector Lynley, se lo aseguro.
– ¿Y nadie lo supo jamás? Es difícil de creer.
– Si considera la situación, no lo es. La imagen de Teys en su pueblo era la de un hombre que había triunfado en la vida. Al mismo tiempo, engañó a sus hijas de tal manera que las hizo sentirse culpables. Gillian creía que ella era la responsable de que su madre hubiera abandonado a su padre, lo cual compensaba siendo, como decía Teys, “una mamá” para él. Roberta creía que Gillian había complacido a su padre y ella tenía que hacer lo mismo. Y ambas, naturalmente, aprendieron de la Biblia, gracias a la cuidadosa selección que hacía Teys de los pasajes y sus retorcidas interpretaciones de los mismos, que lo que hacían no sólo era correcto sino que había sido escrito por Dios, como un deber de las hijas.
– Es asqueroso.
– Lo es. Ese hombre era un enfermo. Basta con ver que elige como novia a una chiquilla. Así no corría peligro. El mundo adulto le amenazaba, y en la persona de aquella chiquilla de catorce años vio a alguien que podía excitarle con su cuerpo infantil y, al mismo tiempo, gratificar su necesidad de respeto hacia sí mismo que le daría el matrimonio.
– Entonces, ¿por qué recurrió a sus hijas?
– Cuando Tessa, su novia infantil, dio a luz, Teys tuvo la evidencia pavorosa e irrefutable de que la criatura que le había excitado y cuyo cuerpo le había gratificado tanto, no era una niña sino una mujer. Y supongo que las mujeres constituían una amenaza para él, la representación femenina de todo el mundo adulto al que temía.
– Ella dijo que habían dejado de dormir juntos.
– No me extraña. Imagine su humillación si hubiera dormido con ella y no hubiera podido llevar a cabo el acto sexual. ¿Por qué arriesgarse a esa clase de fracaso cuando en su casa había un bebé desvalido de la que podía obtener placer y una satisfacción inmensos?
Lynley sintió un nudo en la garganta.
– ¿Un bebé? -preguntó con voz ronca-. ¿Quiere decir que…?
El doctor Samuels comprendió la reacción de Lynley y asintió sombríamente.
– Creo que el abuso sexual de Gillian empezó en sus primeros años. Ella recuerda el primer incidente cuando tenía cuatro o cinco años, pero es improbable que Teys hubiera aguardado tanto, a menos que se dominara en esos años gracias a sus creencias religiosas. Es posible.