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Lynley se tocó la frente.

– Perdona… -Completó la presentación mecánicamente-. ¿Dónde está Simon?

– Venía detrás de mí, pero creo que papá le ha entretenido. Le aterra que empecemos a vivir por nuestra cuenta, pues está seguro de que nunca cuidaré de Simon bastante bien. -Se rió antes de añadir-: Quizás debería haber considerado los problemas que supone casarte con un hombre de quien su padre está tan encariñado. “Los electrodos”, me advierte continuamente. “No te olvides de examinar su pierna cada mañana”. No creo que hoy me lo haya dicho menos de diez veces.

– Supongo que te habrá sido difícil impedir que les acompañe en la luna de miel.

– Bueno, es comprensible, no han estado separados más de un día desde…

Se interrumpió bruscamente. Sus miradas se encontraron. Ella se mordió el labio mientras el rubor cubría sus mejillas.

Ambos se quedaron en silencio, pero la comunicación entre ellos, revelada por el lenguaje corporal y la tensión en el ambiente, no se había interrumpido. Por fin -Barbara pensó que afortunadamente- se oyeron unas pisadas lentas, penosamente desiguales, en el pasillo, desgarbado heraldo del marido de Deborah.

– Veo que has venido para llevarte a Tommy. -Saint James se detuvo en el umbral, pero siguió hablando sosegadamente, como tenía por costumbre, para que sus interlocutores no se fijaran en su invalidez y se sintieran cómodos en su presencia-. Esto altera curiosamente la tradición, Barbara. En el pasado raptaban a la novia, no al padrino.

Si Lynley era apolíneo, Saint James recordaba al dios Vulcano, el que presidía el fuego y protegía a los herreros. Aparte de sus ojos, cuyo azul satinado era como el cielo de las tierras altas, y sus manos, los instrumentos sensitivos de un artista, Simon Allcourt-Saint James no tenía el menor atractivo. Su cabello era moreno, rizado y rebelde, cortado de tal manera que era imposible dominarlo. En su rostro se combinaban los ángulos y las curvas aquilinas, en reposo era duro, y cuando la cólera lo congestionaba asustaba, pero cuando su sonrisa lo suavizaba revelaba a un hombre de buen corazón. Era delgado como un pimpollo, pero no tan resistente, un hombre que había conocido demasiado dolor y tristeza a una edad demasiado temprana.

Barbara sonrió, sinceramente complacida de verle.

– Pero ni siquiera a los padrinos de boda suelen raptarlos para llevarles a New Scotland Yard. ¿Cómo estás, Simon?

– Bien, o eso me dice continuamente mi suegro. Y también afortunado. Parece que lo vio todo desde el principio, lo supo todo el mismo día que nació su hija. ¿Te han presentado a Deborah?

– Hace un instante.

– ¿Y no puedes quedarte más?

– Webberly ha convocado una reunión -intervino Lynley-. Ya sabes cómo son esas cosas.

– Ya lo creo. Entonces no te pediremos que te quedes. También nosotros nos iremos dentro de un rato. Helen tiene la dirección, por si surgiera algo.

– No pienses en eso. -Lynley se interrumpió, como si no estuviera seguro de lo que debía hacer a continuación-. Mis felicitaciones más cordiales, Saint James -dijo al fin.

– Gracias -respondió el otro hombre.

Saludó a Barbara con una inclinación de cabeza, tocó ligeramente a su esposa en el hombro y salió de la habitación.

A Barbara le extrañó que ni siquiera se estrecharan la mano.

– ¿Vas a ir al Yard vestido de veintiún botones? -preguntó Deborah a Lynley.

El miró sus ropas, compungido.

– Así mantendré mi reputación de libertino.

Ambos se echaron a reír. Fue una comunicación cálida que se extinguió tan rápidamente como había nacido. Volvió a hacerse el silencio.

– Bueno… -empezó a decir Lynley.

– Tenía todo un discurso preparado -se apresuró a decir Deborah, con la vista en sus flores, las cuales temblaron de nuevo. Alzó la cabeza-. Era… era más o menos lo que podría haber dicho Helen, unas palabras sobre mi infancia, papá, esta casa. Ya sabes, esa clase de cosas, ingeniosas e inteligentes, pero daría pena, no sirvo para eso, soy totalmente incompetente. -Bajó de nuevo la vista y vio que un diminuto perro pachón había entrado en el estudio con un bolso cubierto de lentejuelas entre los dientes. El animalito dejó el bolso a los pies de Deborah, quizás convencido del mérito que tenía su ofrecimiento, y meneó alegremente la cola-. ¡Oh, no, Peach por favor! -Riendo, Deborah recogió el objeto robado, pero cuando se irguió las lágrimas brillaban en sus ojos verdes-Gracias por todo, Tommy, de veras, muchas gracias.

– Te deseo lo mejor, Deb -dijo él, jovialmente.

Se acercó a ella, la abrazó y le rozó el cabello con los labios.

Barbara, que observaba la escena, pensó que, por algún motivo, Saint James les había dejado a los dos precisamente para que Lynley pudiera hacer aquello.

CAPÍTULO TRES

Un solo y horrendo detalle era la característica más notable de las fotografías que examinaban los tres policías reunidos ante la mesa redonda en una sala de Scotland Yard: el cadáver estaba decapitado.

La nerviosa mirada del padre Hart iba de un rostro a otro, y sus dedos acariciaban el pequeño rosario de plata que llevaba en el bolsillo y que bendijo Pío XII en 1952. No fue durante una audiencia particular, desde luego. Un simple sacerdote como él no podía esperar tal cosa. Pero, ciertamente, aquella santa y temblorosa mano que hacía la señal de la cruz sobre dos millares de reverentes peregrinos había impartido su bendición al padre Hart, el cual, con los ojos cerrados y la mano levantada, sostuvo el rosario por encima de su cabeza, como si así la bendición pontificia pudiera ser más potente.

Se adentraba en el grupo de los misterios del dolor cuando habló el hombre alto y rubio.

– Qué golpe ha recibido -murmuró, y estas palabras estimularon al sacerdote.

¿Quién era aquel hombre? ¿Un policía? El padre Hart no podía comprender por qué vestía con tanta elegancia, pero ahora, al oír sus palabras, le miró esperanzadamente.

– Ah, Shakespeare. Sí, en cierto modo se trata de lo mismo.

El hombretón que fumaba un cigarro hediondo le dirigió una mirada inexpresiva. El padre Hart se aclaró la garganta y les observó mientras ellos seguían observando detenidamente las fotografías.

Llevaba con ellos casi un cuarto de hora, y hasta entonces apenas habían intercambiado alguna palabra. El hombre más viejo había encendido un cigarro, la mujer se había mordido los labios en dos ocasiones, reservándose algo que deseaba decir, y nada más había ocurrido hasta la cita de aquel verso de Shakespeare.

Los dedos de la mujer tamborileaban sobre la mesa. Ella sí que tenía aspecto de policía: su uniforme era inequívoco. Sus ojos eran pequeños e inquietos, su boca tenía un rictus sombrío y, en conjunto, parecía una persona totalmente desagradable. No le sería útil, no era lo que él y Roberta necesitaban. ¿Qué debería decirle?

Los policías seguían pasándose las horrendas fotografías. El padre Hart no necesitaba verlas, pues sabía perfectamente lo que representaban. Él había estado primero en aquel lugar, y la escena estaba grabada para siempre en su mente. William Teys, aquel hombre de casi dos metros de estatura, en una horrible postura casi fetal, el brazo derecho extendido como si hubiera querido aferrar algo, el brazo izquierdo doblado bajo el abdomen, las rodillas a la altura del pecho, y en el lugar que debería ocupar la cabeza… sencillamente nada. Como el mismo Cloten, pero sin ninguna Imogen que despertara horrorizada a su lado. Sólo Roberta, y aquellas palabras terribles. “Lo he hecho yo, y no lo lamento”.

La cabeza había rodado hasta un montón de heno húmedo en un rincón del establo. Y cuando él la vio… ¡Oh, Dios, los ojuelos furtivos de una rata de granero brillaban en la cavidad, con un brillo muy tenue, desde luego, pero el hocico gris estaba empapado de sangre y las patas diminutas escarbaban! “Padre nuestro, que estás en los cielos… Padre nuestro, que estás en los cielos… ¡Oh, hay más, hay más, y en este momento no puedo recordarlo!”