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Su religión. Cada pieza encajaba en su lugar con más exactitud que la anterior, pero al mismo tiempo Lynley sentía una ira a la que tenía que dar rienda suelta. Se dominó haciendo un esfuerzo.

– Tendrá que someterse a juicio.

– Finalmente, sí. Roberta se recuperará y la declararán competente para ser juzgada. -El doctor giró en su silla para contemplar al grupo en el jardín-. Pero usted sabe tan bien como yo, inspector, que ningún jurado del mundo va a condenarla cuando se diga la verdad. Así que tal vez podamos creer que, a fin de cuentas, existe una forma de justicia.

Los árboles que se alzaban por encima de la iglesia de Santa Catalina arrojaban largas sombras sobre el exterior del edificio, de modo que, aunque afuera aún había luz, el interior estaba en penumbra. Los rojos y púrpuras intensos de los vitrales formaban charcos de luz que parecían sangre y que se desvanecía lentamente en el suelo de losas agrietadas. Oscilaban las llamas de los cirios votivos bajo las imágenes que contemplaban sus movimientos en el pasillo. La atmósfera dentro del templo era pesada, estancada, y Lynley se estremeció a medida que avanzaba hacia el confesionario isabelino.

Se arrodilló al lado del habitáculo y esperó. La oscuridad era completa, la tranquilidad absoluta. Lynley pensó que el ambiente era el adecuado para meditar en los propios pecados.

Alguien movió la rejilla en la oscuridad. Una voz amable musitó unas plegarias ininteligibles y luego dijo:

– Dime, hijo.

En el último momento, Lynley se preguntó si sería capaz de hacerlo, pero se repuso.

– Él venía a verle -dijo sin preámbulo-. Confesaba aquí sus pecados. ¿Le absolvió usted, padre? ¿Hizo alguna especie de gesto místico en el aire para que William Teys se sintiera libre del pecado de abusar de sus hijas? ¿Qué le decía? ¿Le daba su bendición? ¿Le despedía, una vez purgada su alma, para que volviera a la granja y empezara de nuevo? ¿Era así?

No oyó más que la respiración áspera y rápida indicativa de que había un ser vivo al otro lado de la rejilla.

– ¿También se confesaba Gillian? ¿O estaba demasiado asustada? ¿Le hablaba a usted de lo que le hacía su padre? ¿Trataba de ayudarla?

– Yo… -La voz parecía proceder de una gran distancia-. Hay que comprender y perdonar.

– ¿Es eso lo que le decía? ¿Que comprendiera y perdonara? ¿Y qué me dice de Roberta? ¿También tenía que comprender y perdonar? ¿Acaso una niña de dieciséis años tenía que aprender a aceptar el hecho de que su padre la violara, la embarazara y luego asesinara a su hijo? ¿O eso fue idea suya, padre?

– No sabía nada del bebé -dijo el sacerdote, y añadió con voz frenética-. ¡Nada, absolutamente nada!

– Pero lo supo en cuanto lo encontró en la abadía. Lo supo perfectamente. Eligió Pericles, padre Hart. Lo sabía muy bien.

– Él… jamás confesó eso. ¡Jamás!

– ¿Y qué habría usted hecho en caso contrario? ¿Cuál habría sido la penitencia por el asesinato de su hijo? Porque fue un asesinato, y usted lo sabe.

– ¡No! ¡No!

– William Teys llevó aquel bebé desde la granja Gembler a la abadía. No podía envolverlo en ninguna prenda de su pertenencia porque eso sería dejar una pista, así que lo llevó desnudo. Y el pequeño murió. Usted supo de quién era en cuanto lo vio, supo cómo había llegado a la abadía. Eligió Pericles para el epitafio. El asesinato está tan próximo a la lujuria como la llama al humo. Lo sabía muy bien.

– El dijo… después de eso… juró que estaba curado.

– ¿Curado? ¿Una recuperación milagrosa de la desviación sexual, conseguida gracias a la muerte de su hijo? ¿Es eso lo que pensó? ¿Es eso lo que usted quería creer? Se recuperó, sí. Consideró recuperación el hecho de haber cesado de violar a Roberta. Pero escúcheme, padre, porque esto pesa sobre su conciencia y por Dios que me va a escuchar, eso es lo único que cesó.

– ¡No!

– Usted sabe que es verdad. Era un adicto, ni más ni menos. El único problema era que necesitaba una criatura para satisfacer su hábito. Necesitaba a Bridie. Y usted iba a permitir que ocurriera.

– El me juró…

– ¿Le juró? ¿Sobre qué? ¿La Biblia que usaba para hacer creer a Gillian que debía entregarle su cuerpo? ¿Sobre eso le juró?

– Dejó de confesarse. Yo no sabía…

– Sí que lo sabía. En el mismo momento en que empezó a merodear a Bridie, usted lo supo. Y cuando fue a la granja y vio lo que Roberta había hecho, vio claramente la verdad, ¿no es cierto?

El sacerdote ahogó un sollozo, a lo que siguió un silencio sofocante, del que surgió al cabo un lamento de dolor que se alzó como el llanto de Jacob y se deshizo en tres palabras incoherentes:

– ¡Mea… mea culpa!

– ¡Sí! -exclamó Lynley-. Usted tuvo la culpa, padre.

– Yo no podía… Era secreto de confesión, un juramento sagrado.

– Ningún juramento sagrado es más importante que la vida. No hay juramento más importante que la destrucción de un niño. Usted lo vio, ¿no es cierto?, cuando fue a la granja. Supo que al fin era hora de romper el silencio. Por eso limpió el hacha, se desembarazó del cuchillo y fue a Scotland Yard. Sabía que así llegaría a saberse la verdad, esa verdad que usted no tenía el valor de revelar.

– Dios mío, yo… -la voz se le quebró-. Hay que comprender y perdonar.

– No en este caso, no tras veintisiete años de abusos sexuales y dos vidas destrozadas, la muerte de sus sueños. Aquí no hay comprensión ni perdón que valgan. De ninguna manera.

Se levantó del reclinatorio y se alejó.

A sus espaldas, una voz trémula y angustiada rezaba:

– No te inquietes a causa de los malhechores… como hierba rápidamente se marchitarán… confía en el Señor… Él satisfará los deseos de tu corazón… los malhechores serán sesgados.

Sintiendo que le faltaba el aire, Lynley abrió la puerta de la iglesia y aspiró hondo el frescor de la noche.

Lady Helen se apoyaba en el borde de un sarcófago cubierto de liquen, observando a Gillian, que estaba junto a la pequeña tumba bajo los cipreses, la rubia cabeza inclinada, en meditación o plegaria. Oyó los pasos de Lynley pero no se movió, ni siquiera cuando él llegó a su lado y notó la firme presión de su brazo.

– Vi a Deborah -le dijo por fin.

– Ah. -Siguió mirando la esbelta figura de Gillian-. Pensé que podrías verla, Tommy. Confiaba en que no llegaras a encontrarla, pero pensaba que era probable.

– Sabías que estaban en Keldale. ¿Por qué no me lo dijiste?

Ella siguió sin mirarle, pero por un momento bajó los ojos.

– ¿Qué podía decirte, al fin y al cabo? Ya lo habíamos dicho, muchas veces. -Titubeó, deseosa de olvidar el asunto, de eliminar aquel tema entre ellos de una vez por todas. Pero el abismo temporal constituido por los muchos años de su amistad no se lo permitía-. ¿Fue muy duro para ti?

– Al principio sí.

– ¿Y luego?

– Luego vi que ella le quiere, como tú en otro tiempo.

Una breve y penosa sonrisa apareció brevemente en los labios de Helen.

– Sí, como yo en otro tiempo.

– ¿De dónde sacaste la fortaleza para dejar que Saint James se marchara, Helen? ¿Cómo pudiste sobrevivir a eso?

– Oh, salí del paso a duras penas. Además, siempre estabas cerca, Tommy, y me ayudabas. Siempre fuiste mi amigo.

– Como tú. Mi mejor amiga.

Ella rió quedamente al oír estas palabras.

– Los hombres dicen eso de los perros, ¿sabes? No estoy segura de que deba sentirme halagada.

– ¿Pero te halaga?

– Desde luego. -Ella se volvió entonces y contempló su semblante. Seguían en él las huellas de la fatiga, pero el peso de la tristeza se había aligerado. No había desaparecido, eso no ocurriría con rapidez, pero se estaba disolviendo, haciéndole salir de su fijación en el pasado-. Lo peor ha quedado atrás, ¿no es cierto?