– Sí, tienes razón. Creo que estoy preparado para seguir adelante. -Le tocó la cabellera y sonrió.
Se abrió la puerta del cementerio y lady Helen vio por encima del hombro de Lynley a la sargento Havers, la cual avanzó más despacio al verles juntos, pero se aclaró la garganta, como advirtiendo su intrusión, y se dirigió a ellos rápidamente.
– Hay un mensaje de Webberly para usted, señor -le dijo a Lynley-. Stepha lo tenía en la hostería.
– ¿Qué clase de mensaje?
– Me temo que es su criptograma habitual. -Le entregó el papel-. “Identificación positiva. Londres verifica. York informado anoche” -leyó-. ¿Tiene esto algún sentido para usted?
Él leyó las palabras, dobló el papel y miró sombríamente las colinas que se alzaban más allá del cementerio.
– Sí -replicó-, está perfectamente claro.
– ¿Russell Mowrey? -preguntó Havers perceptivamente. Cuando el inspector asintió, ella prosiguió-: De modo que fue a Londres para denunciar a Tessa en Scotland Yard. Qué extraño. ¿Por qué no acudiría a la policía de York? ¿Qué podría hacer Scotland…?
– No. Fue a Londres para ver a su familia, tal como Tessa supuso, pero no llegó más allá de la estación de King’s Cross.
– ¿La estación de King’s Cross? -repitió Havers.
– Allí fue donde el Destripador le atacó, Havers. Su foto estaba clavada en el despacho de Webberly.
Lynley fue solo a la hostería. Caminó por la calle de la iglesia y se detuvo un momento en el puente, como había hecho la noche anterior. El pueblo estaba en silencio, pero, mientras echaba un vistazo final a Keldale, oyó un portazo. Una chiquilla pelirroja bajó corriendo los escalones traseros de su casa y se dirigió a un cobertizo. Desapareció un momento y salió poco después, arrastrando por el suelo un gran saco de forraje.
– ¿Dónde está Dougal? -le preguntó Lynley.
Bridie alzó la vista. Su cabello rizado atrapaba la luz del sol otoñal, contrastando con el pullover verde brillante, demasiado grande para ella.
– Está adentro. Hoy le duele el estómago.
Lynley se preguntó ociosamente cómo era posible diagnosticar un dolor de estómago en un pato salvaje, y pensó que lo más sensato sería dejarlo correr.
– ¿Entonces por qué le das de comer?
Ella reflexionó la pregunta, mientras se rascaba la pierna izquierda con la punta del pie derecho.
– Mamá dice que debería comer. Lo ha mantenido caliente todo el día y, según ella, ahora puede comer algo.
– Parece una buena enfermera.
– Lo es.
Le saludó agitando una mano regordeta y desapareció en la casa, llena de vida y con sus sueños intactos.
El inspector cruzó el puente y entró en la hostería. Stepha estaba detrás del mostrador de recepción, y cuando le vio se levantó y abrió la boca para hablar.
Él se lo impidió.
– El hijo que tuviste era de Ezra Farmington, ¿verdad? -le dijo sin preámbulos -. El formaba parte de la locura y la alegría que deseabas después de la muerte de tu hermano, ¿no es cierto?
– Thomas…
– ¿Lo era?
– Sí.
– ¿Te quedas mirándoles cuando él y Nigel se atormentan mutuamente por ti? ¿Te diviertes cuando Nigel se emborracha en la Paloma y el Silbato, confiando en encontrarte con Ezra en esta casa, al otro lado de la calle? ¿O rehúyes el conflicto con la ayuda de Richard Gibson?
– Eso es injusto.
– ¿Lo es? ¿Sabes que Ezra cree que ya no puede seguir pintando? ¿Te interesa saberlo, Stepha? Ha destruido su obra. Las únicas pinturas que ha salvado son tus retratos.
– No puedo ayudarle.
– No quieres.
– Eso no es cierto.
– No quieres ayudarle -repitió Lynley-. Por alguna razón, él todavía te quiere, y también desea el niño, quiere saber dónde está, qué hiciste con él, quién lo tiene. ¿Te has molestado siquiera en decirle si era niño o niña?
Ella bajó la vista.
– Es una niña… La adoptó una familia de Durham. Tenía que ser así.
– Y también tenía que ser el castigo de Ezra, ¿verdad?
Stepha le miró entonces.
– ¿Por qué? ¿Por qué habría de castigarle?
– Por poner fin a la absurda diversión que deseabas, por insistir en tener algo más contigo, por estar dispuesto a correr riesgos, por ser todas las cosas que tú temías demasiado ser.
Ella no replicó. No tenía ninguna necesidad de hacerlo cuando él podía leer la respuesta tan claramente en su rostro.
Gillian no había querido ir a la granja. Era el escenario de muchos horrores de su infancia, un lugar que quería enterrar en el pasado. Lo único que había deseado ver era la tumba del niño. Y ahora estaba dispuesta a partir. Los demás, aquél grupo de amables desconocidos que se habían cruzado en su vida, no le hicieron preguntas. La acomodaron en el coche grande y plateado y la condujeron fuera de Keldale.
No sabía adónde la llevaban y no le importaba demasiado. Jonah se había ido. Nell estaba muerta. Y Gillian, fuera quien fuese, aún tenía que ser descubierta. Ella no era más que un caparazón. No quedaba nada más.
Lynley miró a Gillian por el retrovisor. No estaba seguro de lo que ocurriría, ni si estaba haciendo lo más apropiado. Actuaba por instinto, un instinto ciego que insistía en que algo debía surgir, como un fénix triunfante, de las cenizas de aquel día.
Sabía que iba en busca de significado, que no podía aceptar la insensatez de la muerte de Russell Mowrey en la estación de King’s Cross a manos de un asesino desconocido. Estaba furioso por su impotencia ante la horrible brutalidad, la fealdad diabólica, la pérdida terrible.
Él daría significado al horror, no aceptaría que aquellas vidas fragmentadas siguieran dispersas y no se unieran por encima del abismo de diecinueve años, para encontrar por fin la paz.
Era un riesgo, pero no le importaba. Lo correría.
Al atardecer llegaron a la casa de York.
– Esperen un momento -dijo Lynley a sus acompañantes, y se dispuso a bajar del coche. La sargento Havers le tocó el hombro.
– Permítame, señor, por favor.
Él titubeó. La sargento le miraba.
El inspector miró la puerta cerrada de la casa, sabiendo que no podía aceptar la responsabilidad de poner el asunto en las manos incapaces de Havers. No era el momento ni el lugar, cuando había tanto en juego.
– Havers…
– Puedo hacerlo -replicó ella-. Créame, por favor.
Él vio entonces que la mujer le dejaba decidir sobre su futuro, que le permitía ser quien decidiera si podría quedarse en el Departamento o regresar de una vez por todas al uniforme y la calle.
– ¿Señor?
Lynley quería negarle el permiso, decirle que se quedara en el coche, condenarla a las aceras que había patrullado de uniforme. Pero nada de eso había estado en el plan de Webberly, ahora lo comprendía, y mientras miraba el rostro de Havers, su expresión sincera y resuelta, vio que ella, conocedora de su intención, había levantado la pila funeraria y estaba decidida a encender el fósforo que pondría a prueba la promesa del fénix.
– De acuerdo -dijo Lynley al fin.
– Gracias, señor.
La sargento bajó del coche y se acercó a la puerta del edificio. Estaba abierta. Entró en la casa y comenzó la espera.
Sentado en el coche, bajo la oscuridad creciente, a medida que transcurrían los minutos, él, que nunca había sido un hombre devoto, supo lo que era rezar. Era crear la bondad a partir del mal, la esperanza a partir de la desesperación, la vida a partir de la muerte, era dar existencia a los sueños y convertir a los espectros en realidades. Era desear que finalizara la angustia y comenzara la alegría.
Gillian se movió en su asiento.
– ¿De quién es esta casa…?