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– Padre Hart. -El rubio vestido con chaqué se había quitado sus gafas de lectura y se había sacado una pitillera del bolsillo-. ¿Fuma usted?

– Yo…sí, gracias.

El sacerdote cogió un pitillo con un movimiento rápido, para que los demás no vieran que le temblaba la mano. El rubio ofreció la pitillera a la mujer, la cual hizo un gesto enérgico de rechazo. El hombre sacó entonces un encendedor de plata y lo encendió. Todo esto requirió unos momentos, tiempo suficiente para permitirle al sacerdote reunir sus pensamientos fragmentados.

El rubio se arrellanó en su silla y contempló la larga hilera de fotografías clavadas en una de las paredes.

– Dígame, padre Hart, ¿por qué fue a la granja aquel día? -le preguntó en tono bajo, mientras miraba las fotografías una tras otra.

El sacerdote entrecerró sus ojos miopes para contemplar las mismas imágenes, preguntándose esperanzado si serían fotos de sospechosos. ¿Quizás Scotland Yard ya había decidido perseguir a aquella bestia maligna? Pero no podía decirlo, no estaba seguro, ni siquiera desde una distancia tan corta, de si aquellas fotos eran de personas.

– Era domingo – replicó, como si esas dos palabras fuesen una explicación suficiente.

Al oír esto, el rubio volvió la cabeza. Sorprendentemente, sus ojos eran de un color castaño encantador.

– ¿Acaso tenía usted la costumbre de ir los domingos a la granja de Teys? ¿Para comer o algo por el estilo?

– Oh, yo… perdone, creí que el informe, ¿sabe?…

Así no arreglaría nada. El padre Hart aspiró ansiosamente el humo del cigarrillo y se miró los dedos, que estaban manchados de nicotina hasta los nudillos. No era de extrañar que le hubieran ofrecido tabaco. Lamentó haber olvidado sus propios cigarrillos, pensó que debería haber comprado un paquete en King’s Cross. Pero tantas cosas ocupaban su cabeza cuando salió de la estación… Dio otras dos enérgicas caladas al pitillo.

– Padre Hart -dijo el hombre de más edad, que con toda evidencia era el jefe del rubio. Todos se habían presentado, pero en seguida había olvidado sus nombres. Sólo recordaba el de la mujer: Havers, y era sargento, según sus distintivos. Pero de los otros dos se había olvidado por completo. Miró sus rostros serios sintiéndose presa de un pánico creciente.

– Disculpe. ¿Decía usted…?

– ¿Iba usted a la granja de Teys cada domingo?

El padre Hart hizo un esfuerzo decidido para pensar clara, cronológica y sistemáticamente por una vez. Sus dedos buscaron el rosario en el bolsillo. La cruz le tocó el pulgar y pudo notar el cuerpo diminuto clavado y agónico. “Oh, señor, morir de esa manera…”

– No -se apresuró a responder-. William es… era nuestro chantre. Tenía una voz maravillosa de bajo profundo. Podía hacer que la iglesia vibrara con su sonido y… -Aspiró entrecortadamente, haciendo un esfuerzo para no volver a irse por las ramas-. Aquella mañana no fue a misa, ni tampoco Roberta, y yo estaba preocupado. Los Teys nunca se saltan una misa. Así que fui a la granja.

El hombre del puro le escudriñó a través de la acre humareda.

– ¿Se preocupa tanto por sus parroquianos? Si es así, debe de tenerlos bien disciplinados.

El padre Hart había fumado todo el cigarrillo hasta el filtro, y no podía hacer más que aplastarlo en el cenicero. El rubio hizo lo mismo, aunque ni siquiera había fumado la mitad de su pitillo. Sacó la pitillera y ofreció otro. De nuevo apareció el encendedor de plata; el tabaco prendió y produjo el humo que secaba la garganta del viejo sacerdote, le aplacaba los nervios, le entumecía los pulmones.

– Verá, lo hice sobre todo porque Olivia estaba preocupada.

El hombre echó un vistazo al informe.

– ¿Olivia Odell?

El padre Hart asintió ansiosamente.

– Sí, ella y William Teys acababan de prometerse. Aquella tarde se iba a hacer el anuncio, durante una pequeña fiesta. Le llamó varias veces después de la misa pero no obtuvo respuesta. Entonces fue a verme.

– ¿Por qué no fue ella en persona a ver qué ocurría?

– Quería ir, desde luego, pero tenía que ocuparse de Bridie y el pato. Se había perdido… en fin, la crisis familiar corriente, y ella no estaba para nada hasta que lo encontrara.

Los tres funcionarios intercambiaron miradas cautelosas. El sacerdote se ruborizó. ¡Qué absurdo parecía todo aquello!

– Miren -siguió diciendo-, Bridie es la hijita de Olivia y tiene un pato especial. Bueno, no exactamente especial…

¿Cómo podía explicar a aquellas personas todos los entresijos de la vida en su aldea?

Entonces el rubio le habló amablemente.

– De modo que mientras Olivia y Bridie buscaban el pato, usted fue a la granja.

– Eso es, exactamente. -El padre Hart sonrió con gratitud-. Muchas gracias.

– Díganos lo que sucedió cuando llegó allí.

– Primero fui a la casa. No estaba cerrada, y recuerdo que eso me pareció extraño, porque William siempre cerraba a cal y canto por la noche. Era una especie de manía, e insistía en que yo hiciera lo mismo en la iglesia. Los miércoles, cuando el coro ensayaba, nunca se marchaba hasta que todos los demás se habían ido y yo había atrancado bien las puertas. Era su manera de ser.

– En ese caso imagino que se sobresaltó un poco al ver la puerta de la casa abierta.

– Al principio, no. Al fin y al cabo sólo era la una de la tarde. Pero cuando nadie respondió a mis llamadas. -Les miró con aire de pedir perdón-. Me temo que entré sin más.

– ¿Había dentro algo extraño?

– Nada en absoluto. Todo estaba perfectamente limpio, como siempre. Sin embargo, había…

Desvió la mirada hacia la ventana. ¿Cómo podría explicarlo?

– ¿Sí?

– Las velas estaban apagadas.

– ¿Es que no tenían luz eléctrica?

El padre Hart les miró con la mayor seriedad.

– Eran cirios votivos y siempre estaban encendidos. Siempre. Las veinticuatro horas del día.

– ¿Para algún santuario?

– Sí, eso es exactamente, un santuario -se apresuró a decir, y añadió-: Cuando vi eso, supe de inmediato que algo iba mal. Ni William ni Roberta habrían permitido que los cirios se apagaran. Entonces crucé la casa y me dirigí al establo.

– ¿Y allí…?

¿Era realmente necesario hablar de aquello? La escalofriante tranquilidad de aquel lugar le anunció en seguida la tragedia. Afuera, en el pasto cercano, los balidos de las ovejas y el piar de los pájaros hablaban de cordura y paz, pero el silencio absoluto del establo era el núcleo de su locura. Incluso desde la puerta, el olor empalagoso de la sangre encharcada había llegado a sus fosas nasales, mezclado con los olores del estiércol, el grano y el heno en putrefacción, y aquel olor había tirado de él como unas manos seductoras e inevitables.

Roberta estaba sentada en un cubo puesto de revés, en una de las casillas. Era una muchacha fornida, como su padre, acostumbrada a las duras faenas de una granja. Permanecía inmóvil y no miraba la monstruosidad decapitada que yacía a sus pies, sino a la pared de enfrente y las grietas de su rugosa superficie.

“¿Roberta? -le dije con voz ronca, sintiendo que las náuseas pasaban del estómago a la garganta y sus tripas se aflojaban.”

La muchacha no le respondió y siguió inmóvil. Ni siquiera parecía respirar. El sacerdote veía sus anchas espaldas, las piernas robustas, el hacha a un lado. Y entonces, por encima del hombro, vio claramente el cadáver por primera vez.

“Lo he hecho yo, y no lo siento -fue lo único que dijo la muchacha.”

El padre Hart cerró los ojos con fuerza, porque el recuerdo de aquella escena le descomponía.

– Fui a la casa en seguida y llamé a Gabriel.

Por un momento Lynley creyó que el sacerdote se refería al mismísimo arcángel, pues el curioso hombrecillo que trataba penosamente de contar su historia daba la impresión de estar un poco en contacto con el más allá.