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Snook se precipitó dentro del túnel y descubrió que viraba abruptamente hacia el oeste. Dobló el primer recodo, corrió a lo largo de una prolongada sección recta sembrada de una maraña de tubos de evacuación y proyectores abandonados, y llegó a un segundo recodo. Cuando dobló se detuvo bruscamente.

Allí se podía ver por lo menos diez de las figuras luminosas.

Todas se hundían en el suelo a considerable velocidad, pero además se movían lateralmente. Caminaban con pasitos curiosamente parecidos a los del pavo, algunas de dos en dos, saliendo de una pared del túnel y desvaneciéndose dentro de la otra. Las complejas transparencias de las túnicas ondeaban alrededor de las piernas delgadas; los ojos, muy cerca del extremo superior de las cabezas velludas, giraban lentamente; y las ranuras que tenían por boca, increíblemente anchas y móviles, se fruncían y torcían y arqueaban en silenciosas parodias de lenguaje.

Snook, paralizado de temor, se dio cuenta de que nunca había visto nada tan esencialmente extraño, y sin embargo evocó las ilustraciones de manual en las que antiguos senadores romanos se paseaban y conversaban ociosamente acerca de los problemas del Imperio. Observó durante el tiempo que las figuras tardaron en hundirse en el suelo del túnel, hasta que sólo las cabezas relucientes quedaron visibles; avanzaban con determinación a través de las marañas de tubos. Al fin, no quedó nada para ver, salvo las evidencias normales de actividad humana.

Cuando desapareció la última mota de luz, fue como si le hubieran liberado de una pinza que le atenazaba el pecho. Respiró profundamente y se volvió, ansioso de regresar al mundo de la superficie y sus perspectivas familiares. Camino del ascensor se le ocurrió que no había intentado fotografiar esta última escena y que probablemente tendría la oportunidad de hacerlo si regresaba al Nivel Ocho. Sacudió la cabeza enfáticamente y avanzó a paso firme hacia el ascensor, aferrado a la caja con las cámaras. La galería circular estaba desierta cuando llegó, y no tuvo dificultad en meterse en una jaula vacía. En el Nivel Cuatro dos mineros jóvenes — uno asistía a las clases de inglés de Snook— saltaron dentro del ascensor. Se miraban uno al otro y sonreían nerviosos.

— ¿Qué ha pasado, señor Snook? — dijo el muchacho que era su alumno—. Alguien dice que arriba tenemos una reunión especial. Otros se vuelven pesi.

— Nada importante — le dijo Snook sin ningún énfasis—. Alguna gente ha visto cosas, eso es todo.

Salir del ascensor a un mundo matinal y brillante de sol, color y tibieza infundió a Snook una gran tranquilidad. Al parecer la vida continuaba como siempre, despreocupada de los terrores que acechaban bajo la superficie. Snook tardó unos segundos en comprender que una situación tensa y anómala se estaba produciendo en el área de la boca de la mina. Había unos doscientos hombres agolpados frente al edificio de registros, en cuya escalinata Alain Cartier los arengaba en una furibunda mezcla de inglés y swahili, adornada aquí y allá con epítetos de su francés nativo. Algunos mineros escuchaban a Cartier, otros discutían en grupo con varios supervisores que avanzaban entre ellos. La administración comunicaba a los mineros que tenían obligación de volver sin tardanza al trabajo, pero los hombres, como ya lo habían presumido Snook y Murphy, se negaban a bajar.

— ¡Gil! — exclamó la voz de Murphy a espaldas de Snook—. ¿Dónde has estado?

— Echando otro vistazo a nuestros visitantes transparentes — Snook escrutó la cara del superintendente—. ¿Por qué?

— El coronel quiere verte. En seguida. Vamos, Gil.

Murphy casi bailoteaba de impaciencia y Snook empezó a sentir un oscuro furor hacia los hombres que con el poder que detentaban podían afectar así a seres humanos mejores que ellos.

— No dejes que Freeborn te atropelle, George — dijo con deliberada estolidez.

— No entiendes — repuso Murphy con una voz baja y urgente—. El coronel ya ha mandado buscar tropas a Kisumu. Lo he oído por radio.

— ¿Y crees que abrirían fuego contra su propia gente?

Murphy le miró a los ojos.

— El regimiento de Leopardos está acantonado en Kisumu. Despedazarían a sus propias madres si lo ordena el coronel.

— Entiendo. ¿Y qué se supone que debo hacer?

— Tienes que convencer al coronel Freeborn de que puedes aplacar los ánimos y persuadir a la gente de volver al trabajo.

Snook sonrió con incredulidad.

— George, tú has visto a esa criatura tan bien como yo. Era real. No hay manera de convencer a esos hombres de que no existía.

— No quiero que maten a nadie, Gil. Tiene que haber una manera — Murphy se apretó el dorso de la mano contra la boca en un gesto infantil. Snook sintió un arrebato de simpatía que le sorprendió por su intensidad. «Está ocurriendo — pensó—. Es así como te comprometes con algo.»

— Tengo una idea que le puedo presentar al coronel — dijo en voz alta—. Supongo que nos escuchará.

— Vamos a verle — dijo Murphy con sus ojos centelleantes de gratitud—. Está esperando en su oficina.

— De acuerdo — Snook avanzó varios pasos con el superintendente, luego se detuvo y se apretó el bajo vientre—. La vejiga — susurró—. ¿Dónde está el baño?

— Eso puede esperar.

— ¿Quieres apostar? Escucha, George. No soy muy buen orador si me encuentro de pie en un charco de orina.

Murphy señaló un edificio bajo con flores rojas frente a la ventana.

— Esa es la sala de descanso de los supervisores. Entra allí. La primera puerta a la izquierda. Dame…, te guardo las cámaras.

— No hace falta — Snook caminó rápidamente hacia la puerta del edificio, entró en el cuarto de baño y se alegró de encontrarlo vacío. Aparentemente, esa caótica reunión mantenía ocupados a los supervisores. Se encerró en un cubículo, apoyó la caja en la tapa del inodoro, sacó la cámara provista con filtro de magniluct y extrajo el rollo de película. Un rápido vistazo le reveló que su técnica improvisada había dado resultado: había imágenes asombrosamente nítidas de la primera aparición que había visto. Se deslizó el rollo en el bolsillo. Trabajando tan rápido como pudo, Snook puso otra película en la cámara, apretó la palma de la mano contra el objetivo para bloquear la luz y apretó dos veces el disparador, produciendo igual número de exposiciones de las otras cámaras. Guardó la cámara en la caja, descargó el agua del inodoro y salió para reunirse con Murphy.

— Has tardado bastante — rezongó Murphy, que había recobrado la compostura.

— No sirve de nada apresurar estas cosas — Snook le alargó la caja con las cámaras y el equipo para desentenderse de ella—. Bien, ¿dónde está el Führer Freeborn?

Murphy le condujo a otra casa prefabricada rodeada en parte por matas de adelfa. Entraron en una sala de recepción donde Murphy habló quedamente con un sargento sentado ante el escritorio, y después les condujeron a un cuarto más amplio al que la presencia de diversos mapas en las paredes confería un aspecto vagamente militar. El coronel Freeborn era exactamente como Snook lo recordaba: alto, delgado, duro como la teca lustrada en la que parecía estar tallado, comunicaba de algún modo una impresión de meticulosa pulcritud y tosquedad al mismo tiempo. La depresión cóncava relucía en el flanco del cráneo afeitado. Desvió los ojos pardos e intensos de los papeles que estaba estudiando, y los clavó en Snook.

— Muy bien — graznó—, ¿qué ha descubierto?

— Buenos días, igualmente — dijo Snook—. ¿Y usted cómo está?

Freeborn soltó un suspiro de fatiga.

— Oh…, sí. Le recuerdo a usted; el ingeniero aeronáutico con principios.