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Jody Ferrier, la muchacha con la cual había prometido casarse, hablaba demasiado. No sólo hablaba demasiado, sino que ninguno de los temas en los que se embarcaba revestía para él el menor interés. Y peor; cada vez que él había intentado desviar la conversación hacia un terreno más fructífero, ella, con la habilidad de un experto, la había encauzado nuevamente hacia comentarios sobre la moda, el valor de los bienes raíces y las genealogías de importantes familias de Charleston. Estos eran momentos en que, si hubieran estado solos en un apartamento, Ambrose la habría silenciado con el anticuado método de los manoseos físicos y de hecho durante el fin de semana Ambrose había llegado a sospechar que lo que a él le había parecido una relación profundamente sexual no había sido más que una prolongada lucha para silenciar a Jody.

El domingo por la noche sus presentimientos acerca del proyectado matrimonio rodaban cuesta abajo, sumiéndole en el malhumor y el aislamiento. Se había acostado muy temprano y esperaba con ansiedad su jornada laboral en el planetario. Sin embargo, por la mañana surgió algo inesperado. Jody era sagaz, además de rica y hermosa, y al parecer durante la noche había deducido correctamente los pensamientos de él. En el desayuno había anunciado, por primera vez desde que se conocían, que siempre había sentido una ardiente curiosidad acerca de cuanto se relacionara con la astronomía, y se propuso satisfacerla pasando el día en el planetario. La idea, una vez que germinó, pareció florecer en la mente de Jody.

— ¿No sería maravilloso que de algún modo pudiera ayudar a Boyce con su vocación? — le había dicho a la madre de Ambrose—. Simplemente como voluntaria, desde luego… Tal vez dos o tres tardes por semana. Algún puesto subalterno. No me importaría que fuera ínfimo, con tal de contribuir a que la gente percibiera las maravillas del universo.

El planteo había impresionado a la madre de Ambrose, que juzgó espléndido que el hijo y la futura nuera compartieran los mismos intereses intelectuales. Estaba segura de que Jody encontraría alguna ocupación útil en el planetario, quizá trabajando en relaciones públicas. En cuanto a Ambrose, Jody le había defraudado. Se consideraba a sí mismo un indiscutible experto en todos los aspectos de la simulación; después de todo, la había transformado en una carrera. Anteriormente había sentido un rencoroso respeto por la honestidad de su novia, a la que el trabajo de Ambrose le importaba un rábano abiertamente. «Muy bien, le seguiré la corriente… — había pensado—, con tal que ella nunca diga 'años-luz' en el futuro.»

Había callado durante la primera parte del viaje al planetario, optando por escuchar la radio, y esto había dado a Jody la oportunidad de manifestar su conciencia cósmica.

— Si la gente llegara a comprender lo insignificante que es la Tierra — decía—, si tan sólo entendiera que es apenas una mota de polvo en el universo, habría menos guerras y menos mezquindades, ¿no es verdad?

— No sé — repuso Ambrose, decidido a ser implacable—. Podría ocurrir todo lo contrario.

— ¿Qué quieres decir, querido?

— Si todos empezaran a pensar que la Tierra es insignificante, podrían decidir que nada de lo que hacen puede cambiar mucho las cosas y entonces dedicarse aún con más entusiasmo al saqueo y la rapiña.

— ¡Oh, Boyce! — rió Jody, incrédula—. ¡No lo dices en serio…!

— Claro que sí. A veces me preocupo y pienso si los espectáculos del planetario no estarán incitando a la raza humana a desatarse, en realidad.

— Qué disparate — Jody guardó silencio un instante para sopesar el humor de Ambrose, y así él pudo oír con más atención las noticias que la radio transmitía con claridad.

— …asegura que los fantasmas son seres reales que sólo pueden ser vistos con la ayuda de gafas de magniluct. La mina de diamantes está en Barandi, una de las pequeñas repúblicas africanas aún no admitidas en las Naciones Unidas. Reales o no, los fantasmas han causado…

— Te he oído decir docenas de veces que la única justificación real de la astronomía es…

— Déjame escuchar eso… — interrumpió Ambrose.

— …un corresponsal científico dice que el Planeta de Thornton, que pasó cerca de la Tierra en la primavera de 1993, es el otro único ejemplo conocido de…

— Eso es otra cosa… Tu madre dice que las conferencias que diste acerca del Planeta de Thornton eran las mejores.

— Por Dios, Jody, estoy tratando de oír algo.

— ¡Está bien, no tienes por qué gritarme!

— …nuevas teorías acerca de la estructura atómica del sol. América Latina; la disputa entre Bolivia y Paraguay dio anoche un nuevo paso hacia un enfrentamiento armado cuando…

Ambrose apagó la radio y se concentró en la tarea mecánica de conducir. Durante la noche había nevado y la carretera, que había sido totalmente despejada, parecía una mancha de tinta china en medio de un paisaje de cartón blanco.

Jody le apoyó una mano en la rodilla.

— Sigue escuchando la radio… Me callaré.

— Ahora sigue hablando… No escucharé la radio — Ambrose pensó que su actitud era injusta—. Lo siento, Jo.

— ¿Siempre estás irritable por la mañana?

— No siempre. Pero el problema de ser un astrónomo oportunista es que odio que me recuerden que otros están trabajando en serio.

— No te entiendo. Tu trabajo es importante.

La mano de Jody siguió avanzando por el muslo de Ambrose, enviándole un cosquilleo que le traspasó la entrepierna. Él meneó la cabeza, pero se sintió agradecido por ese acercamiento íntimo que le recordaba que había otros valores en la vida además de los del laboratorio. Se propuso relajarse y trató de disfrutar del resto del viaje hasta el agradable y moderno edificio donde trabajaba. El aire era diáfano y brillante después de la nevisca, y cuando bajaron del coche para entrar en la oficina al lado de la cúpula, Ambrose ya se sentía mejor. Jody estaba rubicunda y vivaz como la muchacha de un anuncio de alimentos dietéticos, y él se sintió absurdamente orgulloso cuando se la presentó a su secretaria y administradora, May Tate.

Dejó juntas a las dos mujeres y entró en su despacho privado para ver qué comunicación se había filtrado mediante los diversos sistemas que llegaban a su escritorio. En la cima de la pila había una fotocopia donde May había señalado con un círculo de tinta brillante una de las novedades principales. Ambrose leyó la historia simple y exagerada de cómo un maestro canadiense con el poco elegante nombre de Gil Snook había bajado a una mina de diamantes de Barandi y había tomado la fotografía de un grotesco 'fantasma' y, mientras permanecía en el lujo acogedor de su oficina, empezó a sentir un malestar.

Al parecer, surgía de una serie de factores. Ante todo, se sentía culpable por haber traicionado su propio potencial académico. En el pasado esta culpa se había manifestado como celos del astrónomo aficionado que, en recompensa a años de esfuerzos anónimos, había tenido el privilegio de dar nombre a un planeta. Y aquí, representado por unas pocas líneas impresas, había otro ejemplo del mismo tipo. «¿Cómo es posible que un oscuro maestro con un nombre ridículo haya estado en el lugar indicado en el momento indicado? — se preguntaba Ambrose— ¿Y cómo había sabido este hombre hacer lo indicado para adquirir renombre internacional?» No se mencionaba que Snook tuviera alguna clase de conocimiento científico… ¿Por qué él, nada menos que él, había sido escogido para realizar un hallazgo importante?

Para Ambrose no había duda alguna de que lo sucedido en esa oscura república africana era importante, aunque de momento no se hallaba en condiciones de decir cuál era la verdadera significación del acontecimiento. El informe contenía dos detalles que llamaban su atención; uno de ellos era que las visiones espectrales aparecieran justo antes del alba. Ambrose tenía nociones firmes de geografía, y por eso sabía que Barandi se hallaba en el ecuador de la Tierra.