Como astrónomo, al margen de su oportunismo, sabía también que la Tierra era como una cuenta que se deslizaba a lo largo del extenso hilo de collar que era la órbita. El hilo no entraba y salía de la superficie del globo en posiciones fijas, como en las cuentas ordinarias: estos dos puntos trazaban una perezosa curva hacia arriba y abajo de la zona tórrida de la Tierra mientras el planeta completaba una vuelta diaria sobre su eje. Y en esta época del año, fines del invierno en el hemisferio norte, cuando amanecía en Barandi — y despertaban los fantasmas— el punto de intersección orbital 'delantero' atravesaría invisible la diminuta república. El instinto advertía a Ambrose que no se trataba de una coincidencia.
El segundo detalle era que las apariciones sólo se tornaban visibles con gafas de magniluct, y en opinión de Ambrose esto las relacionaba de algún modo con el paso del Planeta de Thornton, casi tres años atrás.
Se sentó en su lugar frente al escritorio. Intuía acontecimientos inminentes. Se sentía molesto, con frío, pero extrañamente entusiasmado. Algo le estaba ocurriendo dentro de la cabeza, justo detrás de los ojos; un hecho inusitado y extraño acerca del cual sólo había leído en relación con otros pocos hombres. Se cruzó de brazos sobre la madera lustrosa del escritorio, apoyó la frente en ellos y se quedó absolutamente inmóvil. Por primera vez en su vida el doctor Boyce Ambrose enfrentaba el fenómeno de la inspiración. Y cuando irguió la cabeza sabía exactamente porqué las apariciones se habían presentado en los niveles inferiores de la Mina Nacional Número Tres de Barandi.
Jody Ferrier entró en la oficina un minuto más tarde y encontró a Ambrose pálido y frío detrás del escritorio.
— ¡Boyce, querido! — exclamó con voz crispada—. ¿Estás bien?
Él la miró con ojos divertidos.
— Estoy bien, Jo — dijo lentamente—. Sólo que… creo que tengo que irme a África.
El viaje a Barandi fue difícil para Ambrose, pese a su dinero y las muchas relaciones familiares.
Al principio había proyectado hacer un vuelo supersónico de Atlanta a Nairobi, y quizás alquilar un avión pequeño para cubrir los trescientos kilómetros restantes. Este plan fue desechado por consejo de la agencia de viajes, pues las relaciones entre Kenya y la recién integrada Confederación de Repúblicas Africanas Socialistas del Este eran particularmente tensas en esos momentos. Ambrose había aceptado la situación filosóficamente y recordó que Kenya y otros países habían cedido valiosos territorios a la confederación. Pensó entonces en Addis Abeba, pero le informaron que Etiopía estaba a punto de montar una operación militar contra la Confederación con el propósito de reconquistar la frontera meridional, y que todos los vuelos comerciales entre ambos países pronto serían suspendidos.
Al fin había volado en un jet supersónico incómodamente atestado que le dejó en Dar-es-Salaam, Tanzania, donde tuvo que esperar siete horas para conseguir un asiento en un destartalado aparato de turbopropulsión. Este le había llevado a la nueva 'ciudad' de Matsa, en la república del mismo nombre, que era el país limítrofe de Barandi en el oeste. Ahora estaba esperando en el aeropuerto un vuelo a Kisumu, y empezaba a dudar del impulso que le había incitado a irse de Estados Unidos.
Con el advenimiento de la peligrosa década de los noventa, la gran época del turismo había terminado. Ambrose era hombre de fortuna y sin embargo rara vez había viajado al exterior, y aun así sólo para conocer países estables como Inglaterra e Islandia. Mientras esperaba bajo el resplandor tórrido de la galería, con sus dioramas de cadenas montañosas y relucientes autopistas de ferrocemento, alentaba una creciente xenofobia. Muchos de los viajeros que esperaban parecían periodistas o fotógrafos, presumiblemente atraídos a Barandi por el mismo imán; pero la vaga sensación de camaradería que inspiraban era más que frustrada por el constante desfile de soldados negros con uniforme de fajina de mangas cortas, y ametralladora. Hasta el aspecto flamante del edificio inquietaba a Ambrose; le recordaba que se hallaba en una parte del mundo donde las instituciones no estaban afianzadas, donde las cosas que no estaban presentes el día anterior quizá fueran barridas el día de mañana.
Había encendido un cigarrillo y vagabundeaba en un pequeño círculo solitario, sin perder de vista el equipaje, cuando reparó en una muchacha alta y rubia, serena y con aplomo, con blusa blanca y falda verde lima. Parecía tan fuera de lugar como un anuncio de ropa británica exclusiva; Ambrose echó un vistazo a su alrededor esperando ver cámaras y luces instaladas en la sala. Sin embargo, la muchacha estaba sola y toleraba impasible las miradas de los hombres que tenía cerca. Ambrose, fascinado y deseoso de actuar como protector de la bella dama, tampoco pudo evitar mirarla. Estaba llenándose los ojos con el espectáculo cuando ella sacó un cigarrillo, se lo acercó a los labios y se quedó mirando la cartera con el ceño a medio fruncir. Ambrose se adelantó y le ofreció fuego.
— Lo he visto tan a menudo en las viejas películas de televisión — dijo—, que al hacerlo en la vida real me siento ridículo.
Ella encendió el cigarrillo, le observó con los tranquilos ojos grises y luego sonrió.
— No se preocupe… Lo hace muy bien. Y realmente necesitaba fumar — el acento era inglés; un inglés culto, pensó Ambrose.
— Conozco esa sensación — continuó, envalentonado—. Esperar en los aeropuertos me deprime.
— Yo lo hago tan a menudo que ya ni lo noto.
— ¿Oh? — no acostumbrado a tratar con muchachas británicas, Ambrose procuró vanamente asignarle a aquella una ocupación: ¿actriz? ¿azafata? ¿modelo? ¿millonaria? Dejó de rumiar cuando ella soltó una risa divertida que mostraba unos dientes perfectos que se curvaban ligeramente hacia adentro. La perplejidad de Ambrose se agudizó.
— Lo siento — dijo ella—, pero parecía usted tan sorprendido… Tal vez le guste que todo el mundo llevara etiquetas que indiquen la ocupación.
— Lo siento. Yo simplemente… — Ambrose se apartó, pero ella le detuvo tocándole el brazo.
— En realidad, sí tengo una etiqueta. Una placa, mejor dicho. Pero nunca la uso porque es un objeto tonto y el alfiler me estropea la ropa — la voz se había vuelto más cálida—. Trabajo para la UNESCO.
Ambrose ensayó una de sus mejores sonrisas.
— Si usa placa debe ser investigadora.
— Se podría decir que sí. ¿Para qué va usted a Barandi?
— Yo también soy investigador — Ambrose deliberó con su conciencia sobre si debía presentarse como físico o como astrónomo, y finalmente añadió una vaga calificación— : Científico.
— ¡Qué interesante! ¿Va a la caza de fantasmas? — la absoluta falta de ironía en la voz recordó a Ambrose las burlas incrédulas de Jody y su madre cuando les comunicó su plan de visitar Barandi.
— Pero en este momento — le respondió asintiendo—, sólo estoy a la caza de algo bien helado para beber. ¿Me acompaña?
— Encantada — la muchacha le dirigió una sonrisa directa que alteró todas las opiniones de Ambrose sobre África, los viajes al extranjero y el diseño de los aeropuertos. Los galardones potenciales del trotamundos, concluyó, compensaban de sobra los peligros e incomodidades. Dejando que el equipaje cuidara de sí mismo, escoltó a la muchacha hasta el bar del piso superior, puerilmente complacido ante las miradas rencorosas de los hombres que habían presenciado toda la escena.
Mientras bebían Camparis helados con soda, Ambrose se enteró de que ella se llamaba Prudence Devonald. Había nacido en Londres, estudiado economía en Oxford, viajado extensamente con el padre, que estaba en el Foreing Office, e ingresado en la UNESCO hacía tres años. Ahora venía en representación de la Comisión Económica para África, para visitar los nuevos estados africanos que habían solicitado la aceptación de la ONU y verificar si el dinero que se les había donado con fines educativos era invertido apropiadamente. Ambrose se quedó intrigado cuando supo que el viaje de Prudence a Barandi no era asunto de rutina, sino por las noticias sensacionalistas acerca de la Mina Nacional Número Tres. Barandi estaba empeñada en una pertinaz autopromoción como uno de los miembros más progresistas de la CEARS, con un alto nivel educativo para todos los ciudadanos. El caso es que la oficina de Prudence se había sorprendido ante la noticia de que un hombre llamado Gilbert Snook — que no tenía ningún título docente y había estado implicado en el robo de un avión militar de otro país— estuviera aparentemente a cargo de la escuela de la mina. El problema era delicado, porque ciertos sectores presionaban para suspenderle a Barandi las subvenciones. La misión de ella era investigar la situación, especialmente en lo que se refería a Gilbert Snook, y presentar un informe confidencial.