— Gracias, Ralph — Snook se sentó en un taburete, apoyó los codos en la superficie de cuero acolchado del mostrador y sorbió un largo trago terapéutico. Sintió cómo el líquido frío le bajaba hasta el estómago. Ralph, asumiendo la expresión de amarga simpatía que siempre empleaba con las víctimas de una resaca, preguntó:
— ¿Una mañana difícil, señor Snook?
— Horrorosa.
— Después de eso se sentirá mejor.
— Lo sé — Snook bebió otro sorbo. Ya había representado muchas veces la misma escena con idéntico diálogo, y le consolaba saber que Ralph era lo bastante comprensivo para no alterar la rutina. Era prácticamente el único tipo de comunicación que Snook disfrutaba.
Ralph se inclinó sobre el mostrador y bajó la voz.
— Allá hay dos personas que quieren verle.
Snook se volvió hacia la dirección indicada y vio a un hombre y una mujer observándole con vacilante ansiedad, y la frase «la genio hermosa» le vino a la mente. Formaban una buena pareja: los dos jóvenes e inmaculados, los perfiles exquisitamente cincelados y la tez clara, pero lo que llamó la atención de Snook fue la mujer. Era delgada, de ojos grises e inteligentes y labios carnosos, fría y sensual a un tiempo; y Snook temió repentinamente que todo su modo de vida haya sido un error, que si hubiera optado por vivir en las deslumbrantes ciudades de occidente el premio habría sido algo como aquello. Levantó el vaso y caminó hacia la mesa, perturbado por los celos que le despertaba el hombre que se incorporó para saludarle.
— ¿Señor Snook? Soy Boyce Ambrose. Hablamos por teléfono — le dijo mientras se estrechaban las manos.
Snook asintió.
— Llámeme Gil.
— Quiero presentarle a Prudence Devonald. La señorita Devonald es de la UNESCO. En realidad, creo que también ella está interesada en hablar con usted.
— Este debe ser mi día de suerte — dijo mecánicamente Snook mientras se sentaba, advirtiendo que la pareja no estaba casada como de algún modo había supuesto. Notó que la muchacha le echaba un vistazo de franca estimación, y por segunda vez en el día reparó en el hecho de que su vestimenta era apenas aceptable, y sólo porque el material era indestructible.
— No es su día de suerte — dijo Prudence—. En realidad, podría ser todo lo contrario. Una de las cosas que tengo que hacer en Barandi es controlar su facultad para ejercer la docencia.
— ¿Qué facultad?
— Eso es lo que mi oficina querría saber — ella hablaba con una abierta hostilidad que entristeció a Snook, y que también le impulsó a reaccionar como de costumbre.
— ¿Trabaja para una agencia de detectives? — se enfrentó a los ojos de ella sin titubeos—. ¿Y de quién depende usted? ¿Del despacho, o del archivo?
— En inglés — dijo ella con insultante dulzura—, la palabra 'oficina' también designa al personal que trabaja en ella.
— Y también el cuarto de baño — dijo Snook, encogiéndose de hombros.
— Precisamente iba a pedir otra ronda de Homosexual Harolds — se apresuró a intervenir Ambrose, dirigiéndose a Snook—. Ya sabe… Camp Harrys. ¿Usted quiere beber algo más?
— Gracias. Ralph conoce mi especialidad.
Mientras Ambrose se dirigía al mostrador, Snook se reclinó cómodamente, miró a Prudence y concluyó en que era una de las mujeres más bellas que había conocido. Si había alguna imperfección en aquel rostro era la levísima curvatura hacia adentro de los dientes de arriba, pero por alguna razón esto servía para reforzar la impresión aristocrática que ella le causaba. «Me gustas — pensó—. Eres una perra, pero me gustas.»
— Tal vez deberíamos empezar de nuevo — dijo—. Parece que hay un punto en el que hemos arrancado mal.
Prudence casi sonrió.
— Quizá sea culpa mía… Debí imaginar que a usted le avergonzaría responder a mis preguntas en presencia de un tercero.
— No me avergüenza — Snook se permitió fingir cierta sorpresa ante esa ocurrencia—. Y para que vayamos entendiéndonos, no responderé a ninguna de sus preguntas.
Los ojos grises le lanzaron una mirada fulminante, pero en ese momento Ambrose volvió a la mesa con los Camparis y la ginebra. Depositó las bebidas y examinó el talón de venta con una expresión de sorpresa.
— Creo que hay un error — dijo—. Esta ronda ha costado el triple de la anterior.
En respuesta, Snook levantó el vaso en un brindis.
— Es culpa mía. Pido la ginebra en vasos de cerveza para ahorrarme los viajes de ida y vuelta al mostrador — miró de soslayo a Prudence—. Me dan vergüenza.
Ella frunció los labios.
— Me interesaría saber cómo puede beber así y continuar con sus tareas docentes.
— A mí me interesaría aún más — intervino Ambrose fervorosamente— oír su relato de…
Snook le silenció levantando la mano.
— Un momento, Boyd.
— Boyce.
— Perdón… Boyce. A mí lo que más me interesaría es saber por qué esta dama insiste en entrometerse en mi vida privada.
— Soy de la UNESCO — Prudence extrajo una placa plateada de la cartera—. Lo cual significa que el sueldo de usted proviene de…
— Mi sueldo — interrumpió Snook— consiste principalmente en un cajón de ginebra y una bolsa de café cada dos semanas. El dinero me lo gano reparando motores de automóviles en los alrededores de la mina. Entretanto enseño inglés a los mineros las noches en que ya no les queda dinero para los placeres de la carne. Estas ropas que llevo puestas son las mismas que me dieron cuando llegué hace tres años. A menudo como alimentos enlatados, y me cepillo los dientes con sal. Bebo demasiado, pero por lo demás soy un prisionero modelo. Ahora bien, ¿hay algo más que le interese saber sobre mí?
Prudence pareció consternada, pero no cedió.
— ¿Dice usted que es un prisionero?
— ¿Y qué otra cosa, sino?
— ¿Un refugiado político, tal vez…, mejor? Creo que tuvo algo que ver con el episodio del avión de caza que desapareció de Malaq.
Snook meneó la cabeza enfáticamente.
— El piloto del caza sí es un prisionero político. Yo era un pasajero que creía que íbamos en la dirección contraria, y estoy prisionero aquí porque me negué a encargarme del mantenimiento del avión para el ejército barandí — Snook reparó alarmado que había descubierto todas sus cartas a una mujer a la que acababa de conocer.
— Incluiré todo esto en mi informe — Prudence acercó la placa plateada a su boca, revelando que también era un magnetofón, y torció los labios en una mueca divertida—. ¿Su nombre se escribe tal como suena?
— Es un nombre gracioso, ¿verdad? — dijo Snook, recobrando la compostura—. Muy astuto de su parte haber decidido nacer en una familia llamada Devonald.
A Prudence se le encendieron las mejillas.
— No he querido…
Snook desvió la mirada.
— Boyce, ¿qué pasa aquí? ¿Usted también es de la UNESCO? He venido aquí porque creía que le interesaba lo que hemos visto en la mina.
— Estoy investigando por mi cuenta y me interesa muchísimo lo que usted ha visto — Ambrose dirigió a Prudence una mirada de reproche—. He conocido a la señorita Devonald por pura coincidencia… Tal vez si concertáramos citas por separado…
— No hace falta… Me callaré la boca durante un rato — dijo Prudence, y de pronto Snook vio en ella a la estudiante que fuera hasta no hacía mucho tiempo. Empezó a sentirse como un legionario veterano decidido a ensañarse con un recluta inexperto.
— Gil, ¿tiene usted idea de lo que vio realmente en la mina? — Ambrose golpeó a Snook en la rodilla para acaparar su atención—. ¿Sabe lo que ha descubierto?
— He visto unas cosas que parecían fantasmas — Snook estaba acabando su más reciente descubrimiento acerca de Prudence Devonald; su perfil, ahora distenso, le inspiraba una angustia oscura relacionada con lo transitorio de la belleza, de la vida misma. Era su primera experiencia consciente de esa percepción, y no le resultó precisamente halagüeña.