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Fue un capricho, una breve negativa a aceptar los dictados del sentido común lo que le impulsó a volver al telescopio. Sin quitarse las gafas, apoyó el ojo en el visor. La nueva estrella titilaba como antes en el hilo horizontal.

Thornton permaneció un minuto entero acuclillado ante el visor, mirando alternativamente con y sin gafas, antes de aceptar del todo el fenómeno de un astro que sólo podía verse a través de una pantalla de magniluct. Se quitó las gafas y las sostuvo con los dedos trémulos, palpando las letras de la marca — AMPLITE— inscrita en relieve en el armazón de plástico, luego sintió la necesidad de echar un vistazo diferente y más detallado a su descubrimiento. Se encaramó en el taburete bajo y miró a través del ocular del gran refractor. Había una inevitable imprecisión producida por la transparencia del magniluct, pero el objeto se veía con claridad y tenía exactamente el mismo aspecto que en el visor de poca potencia. Por raro que parezca, no resplandecía más.

Thornton arrugó el ceño cuando consideró las implicaciones de lo que veía. Había supuesto que el objeto aparecería mucho más brillante a causa de la magnificación de la luz en la lente de veinte centímetros del telescopio principal. El hecho de que el objeto fuera exactamente igual significaba — la mente de Thornton forcejeó con los datos poco familiares— que no emitía ninguna luz, que estaba viendo por medio de algún otro tipo de radiación detectada por sus gafas Amplite.

Ansioso de hacer una nueva comprobación, se incorporó trabajosamente, rodeó la instalación del telescopio y salió de la cúpula al blando césped del jardín trasero. La noche invernal le apuñalaba la ropa con dagas de cristal negro. Alzó los ojos al cielo y, sin más instrumento que las gafas, buscó la región que le interesaba. Coma Berenices era una constelación insignificante, pero Thornton la conocía bien desde la niñez y de inmediato vio la gema recién adquirida enredada en los cabellos de la doncella. Cuando se quitó las gafas el nuevo astro desapareció.

En ese punto Thornton hizo algo muy poco característico de éclass="underline" corrió hacia la casa a toda velocidad, sin preocuparse por la posibilidad de una torcedura de tobillo, decidido a llegar al teléfono sin perder un segundo. Muchos miles de personas en el mundo poseían gafas de magniluct. En cualquier momento alguien podría mirar al cielo y reparar en esa presencia nueva y desconocida en el espacio… Y Thornton ansiaba fervorosamente que la bautizaran con su nombre.

Los últimos minutos habían sido los más excitantes en sus cuarenta años de astrónomo aficionado, pero la noche le reservaba otra sorpresa más. En la casa totalmente a oscuras prefirió ponerse las gafas en vez de encender la luz, y se dirigió al teléfono del vestíbulo. Recogió el aparato y tecleó el número de un viejo amigo, Matt Collins, que era profesor de astronomía en la Universidad de Carolina del Norte. Y mientras esperaba la comunicación, alzó los ojos en un acto reflejo que le orientó la mirada aproximadamente hacia la misma dirección adonde él había orientado el telescopio.

Allí, reluciente como un diamante azul, estaba su estrella especial, visible con tanta claridad como si la parte superior de la casa, con sus vigas y tejas, no fuera más sustancial que las sombras. Mientras usara las gafas de magniluct vería nítidamente el nuevo astro brillando con un resplandor no opacado por la materia sólida.

El doctor Boyce Ambrose hacía lo posible por salvar un mal día. Se había despertado temprano por la mañana con una sombría sensación de fracaso, como a veces sucedía. Un aspecto molesto de estas depresiones era que no había modo de preverlas; o siquiera de saber qué las provocaba. La mayor parte de los días se sentía razonablemente satisfecho con su puesto de director del planetario Karlsen, con el soberbio y flamante instrumental y las constantes visitas, a veces personajes eminentes, a veces muchachas atractivas y ansiosas de oír cuanto él sabía acerca del cielo, hasta el punto de animarle a continuar con sus peroratas hasta el desayuno de la mañana siguiente. La mayor parte de los días disfrutaba de la rutina vagamente administrativa, de las frecuentes oportunidades que le brindaban los portavoces locales de pontificar acerca de cada acontecimiento que tuviera lugar entre los límites de la estratosfera y los extremos del universo observable, de la ronda de funciones sociales y cócteles donde era raro que las cámaras no registraran su presencia mientras Ambrose se dedicaba a ser alto, joven, guapo, culto y rico.

De vez en cuando, sin embargo, venían esos otros días en los que se veía como la más despreciable de las criaturas: el astrónomo oportunista. Eran los días en que recordaba que el título se lo había otorgado una universidad famosa por su susceptibilidad a las contribuciones financieras privadas, que la tesis de grado la había preparado con la ayuda de dos 'secretarios personales’ económicamente pobres pero científicamente calificados, que su puesto en el planetario había estado al alcance de cualquiera cuya familia estuviese dispuesta a invertir la mayor cantidad de dinero para la compra del equipo de proyección. En su primera juventud había decidido demostrar que podía hacer carrera sin necesidad de la fortuna de los Ambrose, pero luego había descubierto que le faltaba la voluntad necesaria. De vez en cuando pensaba que si hubiera sido pobre le habría resultado más fácil tolerar las largas horas de estudio solitario; su desventaja consistía en la posibilidad de costearse cualquier distracción. En esas circunstancias, lo más lógico era contrarrestar los efectos del dinero en su carrera académica con el dinero mismo, usándolo para comprar las cosas que le había impedido conquistar.

Ambrose podía vivir feliz con esta racionalización implantada bajo la piel, salvo en los malos días en que, por ejemplo, un vistazo incauto a una publicación científica le enfrentaba con ecuaciones que se suponía debía comprender. En esas ocasiones, a menudo decidía elevar su labor en el planetario a un nuevo nivel de eficiencia y creatividad, y por eso había viajado tres horas para ver personalmente a Matt Collins en vez de limitarse a llamarle por televideo.

— No soy experto en este asunto — le dijo Collins mientras bebían café en el confortable despacho color tostado del profesor—. Que Thornton y yo fuéramos amigos y él me llamara a mí fue pura coincidencia. En realidad, dudo que exista alguien que pueda denominarse experto en el Planeta de Thornton.

— El Planeta de Thornton — repitió Ambrose con un retortijón de envidia por el oscuro aficionado cuyo nombre figuraría en la historia de la astronomía simplemente porque no tenía mejor ocupación que pasar las noches en un cobertizo de hojalata en el fondo de su casa—. ¿Se sabe a ciencia cierta si es un planeta?

Collins meneó su macizo rostro.

— En verdad no… La palabra no tiene mucha relevancia en este caso. Ahora que ha empezado a revelar una forma esférica pudimos calcularle el diámetro en unos doce mil kilómetros, que sin duda es un tamaño planetario. Pero por lo que sabemos, en su propio marco de referencia podría ser una estrella enana, o un cometa, o… cualquier cosa.

— ¿Y las características de la superficie?

— No sé si las tiene — Collins parecía perversamente satisfecho de no saberlo. Era un hombretón gigantesco, en apariencia impermeable a las preocupaciones que podían afectar a individuos de tamaño normal.

— Mi problema es que tengo que encontrar algún modo de representarlo en el planetario — dijo Ambrose—. ¿Y con un telescopio de magniluct? ¿No se puede fabricar lentes con ese material?