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— Lo que vio usted — dijo Ambrose— eran los habitantes de otro universo.

Las palabras tardaron unos segundos en adquirir relieve dentro de la mente de Snook, y luego él empezó a formular preguntas. Veinte minutos más tarde se reclinó en el asiento, respiró profundamente y notó que se había olvidado de la ginebra. Bebió otro sorbo, tratando de reconciliarse con la idea de que estaba sentado en la encrucijada de dos mundos. Una vez más, en el espacio de una sola hora, le obligaban a pensar en categorías nuevas, a dejar lugar en su vida para nuevos conceptos.

— Tal como usted lo expone — le dijo a Ambrose—, tengo que creerle… Pero, ¿ahora qué?

La voz de Ambrose adoptó una firmeza que antes no había tenido.

— Creí que el paso siguiente era muy obvio. Tendríamos que establecer contacto con esos seres…, encontrar un modo de hablarles.

Capítulo 7

La noticia de que Ambrose quería iniciar las observaciones esa misma noche no molestó a Snook — su imaginación ya tenía bastante con lo que acababa de oír—, pero le irritaban las consecuencias prácticas.

La teoría de Ambrose confirmaba que las apariciones espectrales no comenzarían sino hasta cerca del amanecer, aunque cada día empezarían más temprano y terminarían más tarde. La carretera de Kisumu hasta la mina era larga y accidentada, especialmente para alguien que no estuviera familiarizado con ella, y Snook se había creído en la obligación de invitar a Ambrose a pasar la noche en el bungalow. Esto implicaría para Snook la constante cercanía del otro durante la mayor parte de un día y una noche, y su temperamento se rebelaba contra esa imposición. El hecho de que Prudence se hubiera invitado a sí misma, ataviada con lo que un diseñador de París consideraría un traje de safari, no había contribuido a mejorar las cosas.

Después de las fricciones del primer encuentro, ella le había tratado con una cortesía impersonal que Snook respondía de igual modo; pero aún así él percibía agudamente la presencia de ella. Era una percepción extraña, tridimensional, semejante a la de un radar, de manera que aun cuando no miraba a Prudence, sabía exactamente dónde estaba y qué hacía. Esta intrusión mental le molestaba e inquietaba, y cuando descubrió que se extendía a minucias como el diseño de los botones de la chaqueta y el trazado de las costuras de las botas, su exasperación aumentó. Se arrellanó en la espaciosa oscuridad del asiento trasero del coche que Ambrose había alquilado esa tarde y evocó nostálgicamente a otras muchachas que había conocido. Estaba Eva, la intérprete de Malaq, por ejemplo, que comprendía el principio del quid pro quo sexual. Eso había sido menos de tres años antes, pero a Snook le molestaba descubrir que ya ni siquiera recordaba su rostro.

— …darle un nombre al planeta — estaba diciendo Ambrose en el asiento delantero—. Siempre ha sido literalmente un submundo, pero no parece apropiado llamarlo Hades.

— Gehena sería peor — replicó Prudence—. Y está Tártaro, pero creo que eso quedaba aún más abajo que el Hades.

— No es adecuado en estas circunstancias. Según lo que dice Gil acerca de los niveles de la mina, el mundo de anti-neutrinos habrá emergido totalmente de la Tierra en unos setenta años — Ambrose viró para esquivar un bache y los árboles del borde de la carretera relumbraron momentáneamente bañados por la luz de los faros—. Eso, siempre que siga separándose a la misma velocidad, desde luego. No tenemos la certeza de que habrá de ser así.

— Ya lo tengo — Prudence se acercó a Ambrose, y Snook, que observaba desde su oscuro aislamiento, supo que ella le había aferrado el brazo—. ¡Averno!

— ¿Averno? Nunca lo había oído…

— Todo lo que sé es que era otro de esos submundos mitológicos, pero el nombre resulta mucho más eufónico que Hades. ¿No te parece que suena muy bucólico?

— Podría ser — dijo Ambrose—. ¡Bien! Acabas de bautizar tu primer planeta…

— ¿Lo celebramos rompiendo una botella de champaña? Es algo que siempre quise hacer.

Ambrose rió apreciativamente y la melancolía de Snook se agudizó.

La situación en la mina era tensa y peligrosa. Snook sentía la necesidad de afrontarla con un verdadero respaldo, pero he aquí que volvía acompañado por lo que parecía ser una muestra cabal del playboy científico y su última conquista. También estaba la posibilidad de tener que soportarles esas trivialidades toda la noche, perspectiva que le resultaba intolerable. Snook se puso a silbar de manera muy sonora; eligió una composición muy tradicional que siempre le había gustado por su tristeza: Plaisir d'amour. Prudence le permitió entonar una pocas notas y pronto se agachó para encender la radio. Los acordes de una versión a toda orquesta de la misma canción inundaron el coche. Ambrose se volvió en el asiento.

— ¿Cómo lo ha hecho? — dijo por encima del hombro.

— ¿Cómo he hecho qué cosa?

— Se ha puesto a silbar una tonada y luego la hemos sintonizado en la radio — Ambrose estaba obviamente intrigado—. ¿Tiene algún audífono especial?

— No. Simplemente me he puesto a silbar — Snook no atinaba a entender por qué el otro parecía tan interesado en un hecho trivial, que aunque para él no era una experiencia común, tampoco le resultaba excepcionalmente rara.

— ¿Ha pensado en la cantidad de probabilidades de que ocurriera lo contrario?

— No pueden ser tantas — dijo Snook—. Me pasa de vez en cuando.

— Le aseguro que es extraño… Conozco a ciertos investigadores de fenómenos extrasensoriales que estarían encantados con un sujeto como usted — Ambrose parecía excitado—. ¿Alguna vez ha pensado que podría ser telépata?

— ¿Con frecuencias de radio? — dijo amargamente Snook, reconsiderando mentalmente la evaluación que había hecho de Ambrose dentro del mundo científico; se había enterado de que era doctor en física nuclear y director de un planetario, calificaciones que, según comprendía ahora, eran extrañamente incompatibles ni le garantizaban que no estuviera tratando con un improvisador.

— No con frecuencias de radio… Eso es imposible — repuso Ambrose—. Pero si alrededor de usted hubiera miles de personas escuchando una melodía en la radio, usted podría captarla directamente de sus cerebros.

— Por lo general vivo allí donde no hay nadie a mi alrededor — Snook empezó a dudar de toda la concepción de Ambrose acerca de un universo de antineutrinos; en el hotel y con la ginebra acariciándole el estómago, y además la marea verbal del entusiasmo de Ambrose, todo había parecido perfectamente lógico y natural, pero…

— ¿Tiene usted otros síntomas? — siguió Ambrose, impertérrito—. Premoniciones, por ejemplo. ¿Alguna vez presiente que algo va a ocurrir antes que realmente suceda?

— Yo… — la pregunta agitó algo en el subconsciente de Snook.

— Una vez — intervino Prudence, imprevistamente— leí acerca de un hombre que podía oír emisiones de radio porque tenía coronas metálicas en la dentadura.

Snook rió de buena gana.

— Algunas de mis muelas parecen amarraderos de acero — mintió.

— Se puede producir toda clase de efectos raros cuando alguien está cerca de un trasmisor de radio potente — insistió Ambrose—, pero eso no tiene nada que ver con… — se calló cuando la música de la radio fue interrumpida por los estridentes tintineos de un anuncio de la emisora.

— Interrumpimos el programa porque se han recibido noticias de un serio incidente en la frontera entre Barandi y Kenya, cerca de la carretera principal de Kisumu a Nakuru — dijo una perentoria voz masculina—. Se informa que ha habido enfrentamientos armados entre las fuerzas defensivas barandíes y una unidad del ejército de Kenya que había penetrado en nuestro territorio. Un comunicado del despacho presidencial afirma que los intrusos han sido rechazados con gran número de bajas, y que los civiles de Barandi no corren peligro. Volveremos a interrumpir en cuanto recibamos más información. Esta es la Corporación de Radio Nacional de Barandi al servicio de todos sus ciudadanos, allí donde se hallen.