— Piénsalo un poco, Des. Si quisieras elevarte despacio en el aire, revolotear un rato y luego descender verticalmente, ¿qué clase de máquina usarías?
— Un helicóptero — dijo Quig ensanchando sus ojos.
— ¡Exactamente! Por si acaso, hoy he pedido uno — Ambrose sonrió ante su audiencia como un padre cariñoso que sorprende a sus hijos con un regalo extravagante—. Y ahora que hemos eliminado ese problema, discutamos un poco las dificultades inmediatas.
Escuchando la conversación, Snook revisó nuevamente sus opiniones acerca de Boyce Ambrose. La categoría que le había inventado, científico playboy, aún resultaba adecuada. Pero Ambrose parecía actuar en serio, como un hombre con una meta definida en la mente y decidido a alcanzarla pese a todos los obstáculos.
Aunque todo el trabajo se había interrumpido en la mina, la alambrada aún seguía iluminada y las patrullas de seguridad continuaban operando. Snook se sintió vulnerable e inquieto al aproximarse al portón en compañía de George Murphy y los otros cuatro integrantes del grupo, bajo las atentas miradas de los guardias. Llevaba seis cuadrados de cartón pesado, letreros que Ambrose había insistido en preparar, y resultaban curiosamente incómodos; la brisa nocturna era suave pero bastaba la menor ráfaga de aire para que el cartón se bamboleara en sus manos. Y empezó a maldecir la disposición de Cartier por la que no podían acercarse a la boca de la mina en un vehículo.
Murphy, que era bien conocido por los guardias, fue de todos modos detenido por ellos y tuvo que mostrarles una carta firmada por Cartier antes de que el grupo fuera admitido. Entraron por el portón cargando las cajas con el equipo traído por Ambrose. Prudence permaneció cerca de éste y constantemente le hablaba en voz baja. Esto produjo en Snook un mezquino resentimiento, del que encontró su explicación razonando que ella era, cuando no una verdadera molestia, sin duda el integrante menos útil del grupo y por lo tanto no correspondía que le ocupara tanto tiempo al líder. Otro nivel de su mente que era inmune al engaño contemplaba esta explicación con desprecio.
— Veo que han seguido tu consejo…, aunque demasiado tarde — Murphy codeó a Snook y señaló unos letreros en rojo que anunciaban que todos los que trabajaban bajo tierra debían entregar las gafas de magniluct, hasta la instalación de sistemas de iluminación perfeccionados dentro de la mina.
— Un nuevo pretexto para el cierre — dijo Snook, pensando en otra cosa; acababa de notar que había dos jeeps del ejército aparcados en la oscuridad junto al cobertizo del portón, y en cada uno de ellos había cuatro hombres del regimiento de Leopardos.
En cuanto los soldados vieron a Prudence lanzaron exclamaciones y burlas. Los dos choferes encendieron los reflectores y los apuntaron a las piernas de la muchacha, y un soldado, jaleado por sus camaradas, salió del vehículo para inspeccionarla de cerca. Ella siguió caminando sin inmutarse, mirando hacia adelante y aferrándose del brazo de Ambrose, que también ignoró al soldado.
Snook extrajo los Amplite del bolsillo interior de su chaqueta, se los puso y miró hacia el jeep. En el brillo azul y brumoso vio a un teniente, el mismo que le había visitado esa mañana, sentado en uno de los vehículos, cruzado de brazos e indiferente a la conducta de sus hombres.
— ¿Qué se han creído esos bastardos? — susurró ferozmente Murphy, volviéndose hacia el soldado más próximo.
Snook le contuvo.
— No es problema nuestro, George.
— Pero ese mico necesita una patada donde más le duela.
— Boyce la trajo aquí — dijo estólidamente Snook—. Boyce tendrá que cuidarla.
— ¿Qué te pasa, Gil? — Murphy le miró fijamente, y luego se rió en voz baja—. Entiendo. Me pareció ver que mirabas muy interesado en esa dirección, pero no estaba seguro.
— No has visto nada.
Murphy calló un momento mientras el soldado se cansaba del juego y volvía con sus camaradas.
— ¿No ha pasado nada, Gil? A veces estas muchachas aristocráticas buscan un tipo duro, para cambiar… un poco, ¿sabes?
Snook no alteró el tono de voz.
— ¿Cómo es la disciplina en el regimiento de Leopardos? Pensé que los tenían cortos de rienda.
— En general, sí — Murphy se puso pensativo—. ¿Había un oficial presenciando el espectáculo?
— Sí.
— Eso no tiene porqué significar nada.
— Yo sé lo que no tiene que significar.
Llegaron a la boca de la mina y Snook sintió que su preocupación por la conducta de los soldados se disipaba abruptamente cuando recordó que muy probablemente sostendrían otro encuentro con los seres silenciosos y traslúcidos que deambulaban por las profundidades de la mina. Era comprensible que Ambrose, que nunca había visto las apariciones, hablara doctamente de geometrías y movimientos planetarios: enfrentarse a la realidad de los fantasmas azules era algo totalmente distinto. Snook descubrió en sí mismo una intensa reticencia a descender en la mina, pero la ocultó cuando el grupo se reunió frente al ascensor y Murphy puso la maquinaria en marcha. Las bocas de los avernianos era lo que más le aterraba, esas ranuras inhumanamente anchas, inhumanamente móviles que por momentos parecía que expresaran una tristeza más allá de toda comprensión. Snook sospechó que Averno era quizás un mundo infeliz, y que era un acierto ponerle el nombre de un infierno mitológico.
— Yo bajaré primero porque conozco el nivel que nos interesa — anunció Murphy—. El ascensor no se detiene, por lo que tendrán que apearse rápido cuando me vean, pero no se preocupen… Es tan fácil como usar una escalera mecánica. Si no bajan a tiempo, sigan hasta llegar a la galería de abajo, desciendan allí, den la vuelta hasta la fila ascendente y suban de nuevo. Todavía no hemos perdido a ningún visitante.
Los otros rieron con la broma y recobraron el ánimo tras el desasosiego que les había provocado el incidente del portón. Entraron de dos en dos en las jaulas, Snook, el último con su molesto fajo de cartones. Los oídos le zumbaron durante el descenso lento y lleno de crujidos. Cuando llegó a la galería circular del Nivel Tres encontró a Ambrose rodeado por los demás, asignando gente a los diversos túneles radiales. El generador de radiación, que era del tamaño de una maleta pequeña, quedaría frente al ascensor para ser trasladado hacia quien gritara que había encontrado un edificio averniano.
— Quiero que todos lleven uno de los letreros que tiene Gil — dijo Ambrose—. Sé que son un poco molestos, pero ya hemos soportado tantas molestias que una más no afectará — tomó uno de los letreros y lo levantó; pintado en gruesos caracteres negros había tres elementos: una sinusoide de curva cerrada y una flecha que apuntaba desde ella hacia otra sinusoide de curva mucho más amplia—. Este cartelón con este extraño dibujo simboliza la conversión de luz en sonido — miró a Quig y Culver—. Creo que el significado está bien claro, ¿verdad?
Quig cabeceó dubitativamente.
— Siempre que los avernianos tengan ojos y siempre que sepan algo de acústica y siempre que hayan desarrollado una teoría ondulatoria de la luz y siempre que sepan de electrónica y siempre que…
— No sigas, Des… Ya he admitido que no tenemos demasiadas posibilidades. Pero es tanto lo que está en juego, que estoy dispuesto a intentar cualquier cosa, por extravagante que parezca.
— De acuerdo. No me molesta llevar el cartel — dijo Quig—. Pero lo que más me interesa es obtener fotografías. Creo que es nuestra mayor posibilidad — se golpeteó la cámara que llevaba colgada del cuello.
— Muy bien… Apreciaré cualquier ayuda que pueda obtener en esta etapa — Ambrose se miró el reloj—. Sólo nos queda alrededor de un cuarto de hora, pues los avernianos ya deben estar en los niveles inferiores de la mina, así que vamos a nuestros puestos. El sonido se desplaza bien en estos túneles, pero la acústica no es buena, así que no se alejen más de cien metros del hueco del ascensor. No se quiten los Amplite, apaguen todas las linternas dentro de diez minutos, y no olviden gritar a voz en cuello si encuentran lo que buscamos.