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— Por lo que parece, esas casas son notablemente vulgares — dijo Prudence, volviendo a sonreír; la curva ligera de la dentadura le dio un aspecto más desdeñoso y aristocrático que nunca.

— Por qué no se va… — Snook se interrumpió cuando le inundó la mente una vivida imagen de una cadena de islas bajas, cada cual prácticamente cubierta por un complejo de edificios múltiples que se elevaba hasta un pináculo único en el centro. Las imágenes de las moradas isleñas se reflejaban en mares plácidos y grises, creando una serie de formas diamantinas que se prolongaban horizontalmente. Una en particular se distinguía por un curioso arco doble, demasiado amplio para ser completamente funcional, que tal vez unía dos cimas naturales. Por un momento la visión fue tan vivida que Snook pudo ver los rectángulos más oscuros de las ventanas, las puertas cuyos marcos eran lamidos por un océano sereno, las pequeñas embarcaciones que cabeceaban suavemente ante los muelles…

— Esto no nos lleva a ninguna parte — dijo Ambrose con una nota de impaciencia en la voz.

— Es exactamente lo que pienso — Prudence se incorporó y clavó en Murphy una mirada imperiosa—. Supongo que en la aldea habrá un lugar donde comer…

Murphy titubeó.

— El único lugar abierto a esta hora es Cullinan House, pero no creo que deba ir usted allí.

— Eso lo puedo decidir por mi cuenta.

Murphy se encogió de hombros y miró hacia otro lado.

— George tiene razón — terció Snook—. No le conviene ir sola a ese lugar.

— Gracias por preocuparse de mí, pero yo también sé cuidarme sola — Prudence giró sobre los talones y salió de la sala. Un momento después oyeron un portazo.

Snook se volvió a Ambrose.

— Boyce, creo que debería impedírselo.

— ¿Qué tengo que ver yo? — preguntó Ambrose, irritado—. No le pedí que se uniera al grupo.

— No, pero usted… — Snook dedujo que aludir al hecho de que la pareja había compartido la misma cama revelaría demasiado sus propios sentimientos—. Usted no la echó.

— Gil, por si no lo ha notado, Prudence Devonald es una muchacha muy terca y emancipada, y por mi parte le creo absolutamente cuando dice que sabe cuidar de sí misma en cualquier situación. ¡Por Dios! — la exasperación le agudizó la voz—. Estamos frente a una de las tareas científicas más importantes del siglo y nos ponemos a discutir por la protección de unas faldas que ni siquiera deberían estar aquí. ¿Les parece que al menos podríamos escuchar esta cinta un par de veces? ¿Eh?

— Aquí tengo una foto bastante buena de la estructura de los techos avernianos — dijo Quig, conciliador.

Ambrose tomó la fotografía y la examinó con decidido interés.

— Gracias… Esta será extremadamente útil. Ahora, pasemos la cinta de nuevo y tomemos nota de las preguntas que se nos ocurran — puso en marcha el diminuto artefacto y se sentó ladeando la cabeza en una exagerada muestra de concentración.

Snook se paseó por el cuarto bebiendo café y tratando de prestar atención al extraño tono de su propia voz surgiendo del magnetofón. Finalmente, diez minutos más tarde, dejó la taza.

— Tengo hambre — dijo—. Voy a comer.

Ambrose parpadeó sorprendido.

— Podemos comer más tarde, Gil.

— Tengo hambre ahora.

Murphy se alejó de la ventana.

— Yo no tengo mucho que hacer aquí… Creo que te acompaño.

Bon appetit — dijo Ambrose sarcásticamente, volviendo a concentrarse en las notas.

Snook sacudió la cabeza y salió de la sala. Él y Murphy caminaron lentamente colina abajo, gozando ostensiblemente de la moderada tibieza del aire y los colores llameantes de las enredaderas. Ninguno de los dos hablaba mucho. Doblaron hacia la calle principal, con su serie decreciente de anuncios de productos y agencias. El silencio y la ausencia de gente creaba una atmósfera de domingo por la mañana. Se dirigieron a la esquina de la calle lateral donde estaba Cullinan House. Como Snook había supuesto, había un jeep aparcado frente al edificio. Intercambió una mirada con Murphy, y ambos, tratando de no perder ese aire despreocupado, apretaron el paso. Llegaron a la sombra polvorienta de la entrada y encontraron a un joven asiático con delantal blanco de barman, bebiendo un pichel de cerveza y fumando un habano.

— ¿Dónde está la muchacha? — dijo Snook.

— Adentro — el joven habló nerviosamente, señalando una puerta a la izquierda—. Pero mejor será que no entren.

Snook abrió la puerta de un empujón y hubo un instante de percepción agudizada en que sus ojos registraron cada detalle de la escena. El salón cuadrangular tenía un mostrador a lo largo de la pared del fondo, y el resto del lugar estaba ocupado por mesas pequeñas y circulares y sillas de caña. Dos soldados estaban apoyados contra el mostrador empuñando vasos de cerveza, las metralletas Uzi al lado, en los taburetes. Una de las mesas había sido servida para el desayuno y Prudence estaba de pie frente a ella, los brazos sujetos a la espalda por un tercer soldado, un cabo. El teniente Curt Freeborn estaba de pie junto a la muchacha, y por un momento se paralizó, a punto de deshacer el nudo central que sujetaba la blusa, cuando Snook entró en el salón seguido de cerca por Murphy.

— ¡Prudence! — exclamó Snook, en un tono de reproche amistoso—. No nos has esperado.

Siguió avanzando hacia la mesa, advirtiendo que los soldados del mostrador agarraban las armas, pero confiando en que una actitud apacible los disuadiría de llevar a cabo acciones apresuradas. Freeborn echó una ojeada a la puerta y las ventanas, y la cara se le distendió en una sonrisa cuando comprendió que Snook y Murphy estaban solos. Se volvió de nuevo hacia Prudence y, con deliberada lentitud, terminó de deshacer el nudo de seda. La blusa se deslizó a un lado revelando los senos, envueltos en encaje color chocolate. La cara de Prudence estaba pálida y tensa.

— Tu amigo y yo ya nos conocemos — le dijo Freeborn a Prudence—. Le gustan las ocurrencias graciosas — la voz era abstracta, como la de un dentista que parlotea para calmar a un paciente. Apoyó las manos en los hombros de Prudence y comenzó a tironear la blusa hacia abajo con los ojos fijos, tranquilos y profesionales.

Snook escudriñó la mesa y vio que nada de lo que había encima se parecía siquiera remotamente a un arma, pues hasta los cuchillos y tenedores eran de plástico. Se acercó un poco más, deseando que Prudence se hubiera ahorrado la humillación que ahora estaba sufriendo.

— Teniente — dijo con sequedad—, no le permitiré que haga esto.

— Las ocurrencias son cada vez más graciosas — comentó Freeborn tomando un tirante del sostén entre el índice y el pulgar y deslizándolo sobre la curva del hombro de Prudence. El cabo que aferraba a la muchacha sonrió de ansiedad. Murphy avanzó un paso.

— Su tío no verá nada de gracioso en esto.

Freeborn le echó una fulminante mirada de reojo.

— De ti me encargaré más tarde, basura.

Durante el momento de distracción Snook saltó hacia adelante lo más alto que pudo, enganchó el cuello de Freeborn con el brazo izquierdo, y cuando dio contra el suelo tenía al teniente asegurado en una llave apretada. Los soldados del mostrador dieron un paso apuntando con las metralletas. Snook alargó la mano derecha, agarró un tenedor de la mesa y apoyó los dientes romos en el costado del ojo sorprendido y desorbitado de Freeborn. Lo hundió en la cuenca ocular lo suficiente como para causar dolor sin infligir un daño grave. Freeborn forcejeó hacia arriba, tratando de levantarle del suelo.

— No se resista, teniente — advirtió Snook—, o le arrancaré el ojo como una porción de helado.

Freeborn soltó un confuso grito de dolor y de furia cuando Snook subrayó la frase empujando el tenedor con más fuerza. El cabo empujó a Prudence a un lado y los soldados avanzaron apartando las mesas a puntapiés.