— ¿Cómo?
— Nuestra señorita Devonald no es tan desaprensiva en cuestiones sexuales como gusta de hacer creer a los demás. En cuanto usted intenta tratarla como una mujer, ella empieza a comportarse como un hombre. Y no como cualquier hombre… Como el general George S. Patton, diría yo — Ambrose caminó hacia la puerta de la casa y luego regresó—. ¿Y usted, Gil? ¿Usted va a abandonarme?
— No. Me quedaré con usted.
— Gracias. Pero…, ¿por qué?
Snook esbozó una breve sonrisa.
— ¿Querrá creerme que es porque me gusta Felleth?
Hacia la última década del siglo XX el nivel de vida había disminuido considerablemente, incluso en los países más avanzados. La predicción de Orwell de que la gente no podría costearse más que lujos se había cumplido ampliamente. Por ejemplo, era difícil obtener un pescado realmente comestible; la Organización Mundial de la Salud, solemnemente y al parecer con toda convicción, había reducido a la mitad el cálculo hecho a mediados de siglo del número de gramos de proteínas de primera clase que un adulto necesitaba cotidianamente para mantenerse sano.
Las comunicaciones, por otra parte, eran excelentes; el satélite sincrónico y el diodo de germanio aseguraban que prácticamente cualquier persona del planeta pudiera estar al tanto de un acontecimiento relevante a los pocos minutos de que hubiera ocurrido. Sin embargo, sólo era posible irradiar la información, no la comprensión, y muchos sostenían que la gente en general habría logrado más tranquilidad, y sin duda más felicidad, sin la lluvia incesante de noticias que la bombardeaban desde el cielo. El logro principal de la industria de las telecomunicaciones, aseguraban, consistía en que ahora era posible producir en minutos el mismo desorden que décadas antes habría requerido días.
El relato de Gene Helig de los hechos de la Mina Nacional Número Tres de Barandi estuvo en manos de su colega en el pequeño estado vecino de Matsa antes de las ocho de la mañana, hora local. Y diez minutos después ya había sido retransmitido al despacho de la Asociación de Prensa en Salisbury, Rhodesia. Como los dos periodistas involucrados tenían las más altas credenciales profesionales, la historia fue aceptada sin preguntas y trasmitida vía satélite a varias metrópolis, incluidas Londres y Nueva York. Desde allí fue distribuida a través de las agencias especializadas en los más diversos campos; étnica, geografía política y cultural, ciencias exactas, etc. Hasta ese momento, el mensaje original había sido análogo a la salida de corriente de rejilla de una válvula termiónica, un minúsculo hilillo de electrones, pero sus características fueron de pronto amplificadas por la plena potencia de las agencias de noticias internacionales, y empezó a circular masivamente de polo a polo atosigando a los diversos medios. Y tal como en el caso de las válvulas termiónicas, el exceso de amplificación condujo inevitablemente a la distorsión.
La reacción fue casi inmediata.
Las tensiones habían aumentado en los países ecuatoriales donde se había visto a los avernianos, y la noticia de que los 'fantasmas' inmateriales planeaban transformarse en invasores sólidos, sustanciales, materiales, arrastró a la gente a las calles. La línea que dividía el día de la noche en la Tierra — y que también marcaba el punto de emergencia del planeta averniano y sus habitantes— avanzaba hacia el oeste a lo largo del ecuador a una velocidad aproximada de menos de 1.700 kilómetros por hora, de modo que los rumores de la amenaza que presuntamente representaba la precedían de lejos. Mientras el sol de la mañana se filtraba a través de las nubes de lluvia que cubrían Barandi, la oscuridad que aún se prolongaba en Ecuador, Colombia y tres de los nuevos países que ocupaban el norte del Brasil fue perturbada aquí y allá por los clásicos síntomas del pánico. Y muy al norte, en Nueva York, miembros de varias comisiones especiales de las Naciones Unidas fueron levantados de las camas.
El presidente Paul Ogilvie leyó atentamente los resúmenes informativos y los memorandos que el secretario personal le había dejado sobre el escritorio. Luego apretó un botón del intercomunicador y ordenó:
— Quiero ver inmediatamente al coronel Freeborn.
Sacó un cigarro de la caja plateada del escritorio y se consagró al ritual de quitarle la banda, cortar el extremo sellado y asegurarse de que el tabaco prendiera bien. Conservó las manos absolutamente firmes durante toda la operación, pero no se ocultaba a sí mismo que la noticia que acababa de leer le había dejado pasmado. Su otro yo, el que se aferraba obstinadamente al viejo nombre tribal con el que se había iniciado en la vida, sentía una profunda inquietud ante la idea de que los fantasmas deambularan entre los árboles de la laguna, y la perspectiva de que se fueran a materializar como cuerpos sólidos olía aún más claramente a magia. El hecho de que intervinieran artefactos de física nuclear no impedía que la magia fuera magia: saber que los médicos-brujos empleaban técnicas psicológicas no contribuía a volverlos inofensivos.
En otro nivel de su conciencia, Ogilvie estaba perturbado por la convicción de que lo ocurrido en la mina constituía una amenaza para su seguridad presente y todos sus planes para el futuro. Le gustaba tener cincuenta trajes caros y una flota de coches exclusivos; disfrutaba de la comida y el vino exquisitos, y de las mujeres exóticas que importaba como cualquier otro artículo de lujo; y ante todo, saboreaba la creciente aceptación de Barandi entre los otros países del mundo, la inminencia de su aceptación total como miembro de las Naciones Unidas. Barandi era su creación personal, y el reconocimiento oficial de la ONU equivaldría al sello de aprobación de la Historia para Paul Ogilvie.
Tenía más que perder que cualquier otro habitante del país, y sus instintos estaban proporcionalmente agudizados: le estaba resultando obvio que el asunto del Nivel Tres había sido enfocado erróneamente. Medidas rápidas y severas en un principio habrían puesto punto final al problema, pero ahora era demasiado tarde, y el peligro residía en que Freeborn perdiera los estribos a la vista de todo el mundo. Ahora que lo pensaba, el coronel Freeborn se estaba transformando en un anacronismo y un estorbo en varios sentidos…
El intercomunicador zumbó suavemente y el secretario anunció la llegada del coronel.
— Que pase — dijo Ogilvie, cerrando por el momento un archivo mental.
— Buenas tardes, Paul — Freeborn entró en la gran oficina con un aire de furia apenas controlada. Los brazos con largos músculos de esclavo de galeras relucían bajo las mangas cortas de la camisa del uniforme, cargados de alta tensión.
— ¿Has visto esto? — Ogilvie tocó las hojas que descansaban sobre el secante.
— Tengo mis copias.
— ¿Qué piensas?
— Pienso que ya hemos perdido demasiado tiempo en delicadezas, y que éste es el resultado. Es hora de que entremos allí y…
— Quiero decir, qué piensas de estas criaturas de otro mundo que presuntamente vendrán a través de una máquina.
Freeborn quedó sorprendido.
— No pienso nada al respecto… En parte, porque no creo en cuentos de hadas, pero sobre todo, porque voy a sacar a esos wabwa blancos de la mina a puntapiés antes de que nos cueste más tiempo y dinero.
— No podemos actuar con apresuramiento — dijo Ogilvie examinando la ceniza del cigarro—. Acabo de recibir un mensaje de Nueva York anunciando que las Naciones Unidas enviarán un equipo de investigadores.
— ¡Naciones Unidas! ¡Naciones Unidas! Es todo lo que te oigo decir últimamente, Paul — Freeborn cerró el puño alrededor del pomo dorado del bastón—. ¿Qué te ha ocurrido? Este es nuestro país… No dejamos entrar a nadie si no se nos antoja.