Ogilvie suspiró, soltando una chata nube de humo gris que ondeó sobre la madera lustrada del escritorio.
— Todo puede ser llevado con diplomacia. La gente de la ONU quiere que el doctor Ambrose interrumpa lo que está haciendo, sea lo que fuere, lo cual nos viene de perillas. De paso, ¿intentó tu amigo Snook establecer contacto contigo y mantenerte al corriente, tal como habíamos convenido?
— No he recibido mensajes de él.
— ¡Ahí tienes! Olvidó su misión, y eso me autoriza a decirle a él y al doctor Ambrose que se vayan de la mina. Y estaremos satisfaciendo los deseos de la ONU.
Freeborn se desplomó en una silla y se apoyó la frente en una mano.
— Te lo juro, Paul… Esto me está poniendo enfermo. No me importa Ambrose, pero tengo que capturar a ese hombre, Snook. Si enviara a los Leopardos de regreso a…
— ¿Estás seguro de que podrían controlarle, Tommy? Acabo de oír que cuando va armado con un cubierto de plástico puede vencer a un pelotón de Leopardos.
— Me he enterado de eso hace poco y todavía no he tenido tiempo de investigar, pero al parecer, hubo un incidente, un incidente trivial, donde intervinieron tres de mis hombres.
— ¿Y un oficial, verdad?
Freeborn no levantó la cabeza, pero empezó a latirle una vena en la sien.
— ¿Qué quieres que haga?
— Conecta de nuevo la línea telefónica de Snook — dijo Ogilvie—. Quiero hablarle ahora mismo — se inclinó en el sillón y observó que Freeborn sacaba del bolsillo de la camisa una pequeña radio militar, advirtiendo divertido que aún para detalles tan ínfimos el coronel se comunicaba en un código preestablecido. Un minuto más tarde Freeborn cabeceó y guardó la radio. Ogilvie pidió al secretario que le pusiera en comunicación con Snook. Observaba con aire pensativo las ventanas barridas por la lluvia, presentando deliberadamente el aspecto de un hombre que domina sin esfuerzo las circunstancias, hasta que le comunicaron que Snook estaba al aparato.
— Buenas tardes, Snook — dijo—. ¿Está usted con el doctor Ambrose?
— No, señor. Ha bajado a la mina a instalar el instrumental.
Freeborn se movió inquieto cuando oyó la voz de Snook por el altavoz conectado al teléfono.
— En ese caso — dijo Ogilvie—, tendré que tratar con usted, ¿verdad?
— ¿Hay algún problema, señor? — Snook sonaba servicial, dispuesto a colaborar.
Ogilvie rió apreciativamente, admirando el modo en que Snook realizaba los primeros movimientos del combate.
— Parece haber varios problemas. No me gusta tener que escuchar la BBC para enterarme de lo que ocurre en mi país. ¿Qué ha pasado con nuestro convenio de que usted informaría al coronel Freeborn de todas las novedades en la mina?
— Lo siento, señor… Los acontecimientos se han precipitado; todos estos días mi teléfono estuvo fuera de servicio. De hecho, esta llamada suya es la primera que recibo en días. No entiendo cómo ha sucedido. Hasta ahora, nunca había tenido problemas con el teléfono. Quizá sea algo relacionado con…
— ¡Snook! Vayamos al grano. ¿Qué es ese rumor acerca de un plan para que nuestros presuntos fantasmas se materialicen en carne y hueso?
— ¿Es lo que han dicho por la radio?
— Usted sabe que sí.
— Bien, eso es jurisdicción del doctor Ambrose, señor. Yo ni siquiera entiendo cómo podría ser semejante cosa.
— Yo tampoco — dijo Ogilvie—, pero parece que algunos de los consejeros científicos de la ONU se han tomado el asunto en serio, y les disgusta tanto como a mí. Enviarán un par de investigadores con quienes cooperaré absolutamente. Entretanto, el doctor Ambrose debe suspender todas las actividades, ¿está claro?
— Muy claro, señor. De inmediato me pondré en contacto con el doctor Ambrose.
— Hágalo — Ogilvie colgó el teléfono y se quedó golpeteándolo con la uña—. Tu amigo Snook es escurridizo como una anguila — comentó con Freeborn—. ¿Cuántas veces me ha llamado 'señor'?
Freeborn se puso de pie haciendo girar el bastón.
— Será mejor que vaya a la mina para asegurarme de que se largan.
— No. Quiero que los Leopardos se retiren y quiero que tú te quedes en Kisumu, Tommy… Snook te pone nervioso con mucha facilidad. No quiero más contratiempos de los que he tenido — Ogilvie escrutó a Freeborn con ojos melancólicos y especulativos—. Además, ambos concordamos en que toda esta historia de los visitantes de otro mundo es un ridículo cuento de hadas.
Capítulo 12
Snook acababa de salir rumbo a la mina cuando un coche desconocido se le acercó, los platos de las ruedas chorreando agua barrosa y amarillenta. La portezuela se abrió y Prudence se asomó reclinada sobre el asiento.
— ¿Dónde está Boyce? — dijo—. No veo su coche.
— Está en la mina instalando un nuevo instrumental. Justamente iba a verle.
— Entre, le llevaré hasta allí. Está demasiado mojado para caminar — después que Snook entrara, Prudence vaciló—. ¿No será peligroso que yo vaya a la mina?
— No hay problemas… Mis amigos se han marchado con los jeeps hace aproximadamente una hora.
— No eran sus amigos, Gil. Nunca debí decirle algo así.
— Yo no debí recordárselo. Es sólo… — Snook contuvo las palabras que le mostrarían vulnerable.
— ¿Sólo qué? — los ojos de Prudence se fijaron en los de él. Ella seguía girada hacia Snook, la falda y la blusa le ceñían el cuerpo en pliegues oblicuos. Dentro del coche, la opaca luz de la tarde se reducía a la insinuación de un crepúsculo. Las ventanillas empañadas por la lluvia ocultaban el resto del mundo, y Prudence ensayaba una de sus sonrisas burlonas y perfectas.
— Es sólo que no puedo evitar — dijo Snook, mientras el corazón le palpitaba lenta y poderosamente— dejar de pensar constantemente en usted.
— ¿…elaborando nuevos insultos?
Snook meneó la cabeza.
— Estoy celoso de ustedes dos, y es algo que nunca me había ocurrido antes. Cuando entré en el Commodore y la vi sentada con Boyce, sufrí el aguijonazo de los celos. Sé que es un disparate, pero me sentí como si él me hubiera quitado algo. Desde entonces… — Snook dejó morir la frase, pues realmente le costaba hilvanar las palabras.
— ¿Qué, Gil?
— ¿Sabe qué estoy haciendo ahora? — le sonrió—. Estoy tratando de hacerle el amor sin tocarla… Y no es fácil.
Prudence le tocó la mano y él vio en su cara el inicio de una ternura única y especial. Los labios de ella se entreabrieron lenta, casi forzadamente, y Snook ya se inclinaba para besarla cuando una portezuela trasera se abrió de repente y George Murphy irrumpió en el coche, la ropa de plástico salpicada y el aliento con olor a menta. El impacto del cuerpo hizo que el coche se balanceara.
— A esto se le llama suerte — dijo entrecortadamente Murphy—. Creí que tendría que caminar de regreso hasta la mina en medio del barro. ¡Qué día del demonio!
— Qué tal, George — una sensación de pérdida oprimía a Snook, la sensación de puertas al futuro cerradas con estrepitosa contundencia.
— ¿Van a la mina, verdad?
— Naturalmente — Prudence arrancó y avanzó colina abajo, y cambiando de humor con una rapidez que provocó a Snook un oscuro dolor, dijo— : Gil quiere probar un nuevo pico de plástico.
— Sin duda será mejor que esos de madera y acero, tan anticuados — cloqueó Murphy—. A menos… A menos…, ¿y qué ocurriría si tratáramos de hacer los mangos de madera y las hojas de acero?
— Demasiado revolucionario — Prudence le sonrió por encima del hombro—. Todos saben que los picos tienen que tener la hoja de madera.
Sin ánimo para bromas, Snook dijo:
— Acabo de recibir una llamada de Ogilvie… Ha ordenado que nos marcháramos de la mina.