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El día había tenido un buen comienzo para Snook. Había saltado de la cama bien descansado tras de un largo sueño, había disfrutado de un desayuno a la occidental, había nadado en la piscina un par de horas, y ahora tomaba un aperitivo antes del almuerzo. La base aérea y el poblado de los nativos, a cinco kilómetros de distancia, estaban ocultos tras de una loma baja que permitía a Snook convencerse fácilmente de que en el mundo entero no había nada salvo el hotel, el ancho océano azul y las cimitarras de arena blanca que se curvaban a ambos lados de la bahía. De vez en cuando pensaba en la cita que tenía esa noche con Eva, una intérprete de una consultoría técnica alemana en la ciudad, pero por el momento sólo le interesaba embriagarse moderada y felizmente.

Le asombró, por lo tanto, descubrir en sí mismo una sensación de inquietud que se agudizaba a medida que el sol pasaba el cenit. Snook había aprendido a confiar en sus premoniciones — a veces sospechaba que era ligeramente sensitivo—, pero al echar un vistazo al vestíbulo espacioso y casi desierto no halló nada que pudiera haber provocado alarmas subconscientes. Desde su asiento ante la ventana, Snook podía atisbar una pequeña alacena detrás del bar y le sorprendió advertir que el barman de chaqueta blanca entraba para ponerse lo que parecía un par de gafas de magniluct. El barman, un delicado joven árabe, se quedó totalmente rígido un momento, mirando hacia arriba; luego guardó las gafas y volvió al mostrador, donde susurró algo al camarero negro. Los ojos del camarero destellaron blancos en la cara africana, mirando el cielo raso con aprensión.

Snook sorbió un trago cavilosamente. Ahora que lo pensaba, había visto un grupo de turistas europeos con gafas de magniluct en la piscina, y se había preguntado por qué necesitaban gafas para la oscuridad en medio de ese brillo abrasador. Al principio le había parecido simplemente otro ejemplo de las excentricidades típicas de los seres humanos demasiado civilizados, pero ahora le asaltaban otras ideas.

Estaban casi a fines de mayo, recordó trabajosamente Snook, y pronto se produciría un importante acontecimiento astronómico. No le interesaba la astronomía, y de las conversaciones oídas a los pilotos había deducido vagamente la aproximación de un objeto vasto pero tenue, menos sustancial que la cola gaseosa de un cometa. Y cuando supo que el objeto ni siquiera era visible, salvo gracias a una extraña propiedad de las gafas de magniluct, Snook lo calificó de poco más que una ilusión óptica y lo olvidó por completo. Sin embargo parecía que los demás se interesaban profundamente, y esto era otra prueba más de que Snook no marchaba al mismo paso que el resto de la humanidad.

Bebió un largo trago del líquido brumoso y cristalino, pero notó que el sentimiento de inquietud no se había disipado: advertir que seguía el ritmo de un tambor diferente no implicaba ninguna novedad. La vaga embriaguez que había estado saboreando se disolvió de golpe, y eso le fastidió. Se puso de pie y se quedó frente al largo ventanal, entornando los ojos contra el resplandor de la arena, el mar y el cielo. El grupo de europeos seguía reunido en la piscina cubierta. Por un momento pensó en acercárseles y preguntar si había algún suceso reciente del que conviniera estar al tanto, pero eso lo enredaría en contactos humanos innecesarios y optó por no hacerlo. Se alejaba del ventanal cuando avistó la nube de polvo de un vehículo que se acercaba velozmente desde el norte, la dirección donde estaban el poblado y la base aérea. En menos de un minuto distinguió un jeep pintado con el camuflaje terroso de las fuerzas armadas del sultán.

«Ahí está — pensó con extraña satisfacción—. Vienen por mí.»

Regresó al asiento, encendió otro cigarrillo y trató de adivinar qué había ocurrido. A juzgar por sus experiencias, podía ser cualquier cosa, desde que el motor de un jet hubiera engullido un pájaro que le había estropeado la digestión metálica, hasta una lucecita que no funcionaba en el Boeing privado del sultán. Snook se hundió aún más en el tapizado y decidió que se negaría a atender cualquier presunta emergencia a menos que fuera cuestión de vida o muerte. Acababa de apagar el cigarrillo cuando el teniente Charlton, piloto de combate, entró en el vestíbulo, la cara encendida, tieso en el uniforme color trigo. Charlton era un australiano de unos treinta años que había firmado un contrato de tres para pilotear aviones de caza, y de los hombres que Snook había conocido era el que menos entendía de máquinas o se interesaba en ellas. Caminó directamente hacia la mesa de Snook y se detuvo apoyando el vello dorado de las rodillas desnudas contra el plástico blanco. Tenía los ojos rojizos de furia.

— ¿Por qué está ahí sentado bebiendo, Snook? — preguntó con deliberada impertinencia.

Snook consideró serenamente la pregunta.

— Porque no me gusta beber de pie.

— No sea… — Charlton inhaló profundamente, y al parecer optó por cambiar de táctica—. ¿No le entregó el conserje mi mensaje?

— Afortunadamente no. Es mi primer día libre en dos semanas.

Charlton miró impotente a Snook, luego se instaló en una silla y echó una ojeada cautelosa a su alrededor antes de hablar.

— Le necesitamos en la base, Gil.

Snook reparó en el uso del nombre y dijo:

— ¿Qué pasa, Chuck?

Charlton, que siempre insistía en que el personal de tierra le tratara de usted, cerró los ojos un segundo.

— Se está cocinando una revuelta. Es posible que dañen algunos aviones, y el comando en jefe ha decidido trasladarlos hasta que pase la tormenta.

— ¿Una revuelta? — Snook estaba anonadado—. Cuando ayer me fui de la base todo estaba en calma.

— Surgió durante la noche… Usted ya debería saber cómo son los malaquíes.

— ¿Y para qué están las milicias del sultán? ¿Y los firquat? ¿No pueden reprimirla?

— Son los malditos firquat que la promueven — Charlton se secó la frente—. ¿Vendrá o no, Gil? Si no nos apresuramos a sacar esos aviones de allí en menos que canta un gallo no tendremos aviones para sacar.

— Si es así… — Snook se incorporó al mismo tiempo que Charlton—. Me cambio en menos de un minuto.

Charlton le agarró del brazo y le arrastró hacia la puerta.

— No hay tiempo para etiquetas. Es una fiesta informal.

Treinta segundos después Snook se encontró en el asiento del jeep, aferrándose con fuerza mientras arrancaban en medio de un brusco remolino de grava. Charlton condujo el vehículo hasta la carretera de la costa y viró hacia el norte a toda velocidad, dominándolo apenas, acelerándolo al máximo en cada cambio. Un viento tórrido, muy diferente del aire acondicionado y fresco del hotel, rugía bajo el parabrisas inclinado y dificultaba la respiración a Snook. Las terrazas áridas del jebel relucían a la izquierda, más allá de la llanura. Snook cayó en la cuenta de que había sido persuadido de renunciar a un buen ganado descanso, y de viajar con un conductor peligrosamente impulsivo, sin enterarse de la verdadera razón para todo esto.

Tironeó la manga de Charlton.

— ¿Vale la pena matarse por esto?

— En absoluto… Yo siempre conduzco así — el ánimo de Charlton parecía haber mejorado ahora que estaba cumpliendo con su misión.

— ¿Qué ha provocado la revuelta?

— ¿No escucha nunca las noticias? — Charlton apartó los ojos del camino para escudriñar el rostro del pasajero, y el jeep rechinó cerca de la arena y los pedruscos que bordeaban la carretera.

— No, tengo otras maneras de amargarme.

— Una sabia actitud, tal vez. De todos modos, lo que causa el revuelo es el Planeta de Thornton. No sólo aquí… Hay agitación en todas partes.

— ¿Pero por qué? Es decir, el planeta en realidad no existe, ¿verdad?