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— ¿Por qué?

— Supongo que es una petición razonable, desde su punto de vista — presentar las exigencias de la oposición le produjo a Snook un triste placer—. A Boyce le enviaron a la mina a ver fantasmas, no a materializarlos.

Encontraron a Ambrose y Quig a trescientos metros al sur de la boca de la mina, trabajando en un terreno chato y desolado que se utilizaba para amontonar cajas de embalaje, trastos viejos y partes de máquinas rotas. Ambrose había calculado que los avernianos se elevarían a lo sumo dos metros sobre la superficie, y había construido una improvisada plataforma de esa altura para instalar el equipo. Él y Quig estaban empapados, pero trajinaban en el lodo con una extraña alegría que a Snook le recordó a los soldados de la Gran Guerra alzando el pulgar frente a las cámaras de los corresponsales. Ya instalado sobre la plataforma, y cubierto por un lienzo de plástico, había un cubo voluminoso que Snook pensó debía ser la máquina Moncaster. Ambrose salió al encuentro del coche, y sonrió con incertidumbre cuando vio a Prudence.

— ¿Qué haces aquí? — dijo, abriendo la portezuela. Prudence se sacó un pañuelo de la manga y enjugó las gotas de la cara de Ambrose.

— Tengo olfato para la historia, mon ami. No pienso perderme este espectáculo… es decir, siempre que haya espectáculo.

— ¿Qué quieres decir? — preguntó Ambrose, frunciendo el ceño.

Mientras Murphy se apeaba del coche y distribuía impermeables de plástico azul, Snook le explicó a Ambrose la llamada telefónica del presidente Ogilvie. Ambrose aceptó un impermeable, pero no hizo ademán de ponérselo, y la boca se le estiró en una línea dura y delgada mientras Snook le pasaba el informe. Había empezado a menear la cabeza lentamente, como un autómata, con monotonía, mucho antes que Snook terminara de hablar.

— No voy a detenerme — dijo con voz áspera e irreconocible—. Pese al presidente Ogilvie, y pese a quien fuere.

El teniente Curt Freeborn escuchó las palabras con una satisfacción profunda que contribuyó a aplacarle la angustia que le consumía desde hacía muchas horas.

Se quitó los auriculares del sistema de micrófonos, cuidando de no cambiar de posición el parche de gasa del ojo derecho, y los depositó en el maletín al lado del visor que acompañaba el equipo. Los extranjeros estaban a cientos de metros, completamente absortos en sus problemas, pero sin embargo el teniente se arrastró un largo trecho sobre las manos y las rodillas, para evitar el riesgo de que le vieran mientras abandonaba su puesto de observación. En cuanto salió de la jungla de ángulos del vertedero de basura, se puso de pie, se limpió el cieno y la hierba del impermeable, y avanzó apresuradamente hacia el portón de entrada. Ninguno de los guardias del edificio de seguridad se habría atrevido a interceptar sus movimientos, pero él les saludó amistosamente al dejar el perímetro alambrado. Tenía evidencias que justificarían una acción firme contra Snook y los demás y esa perspectiva le había levantado el ánimo. Más importante aún, tenía evidencias de su propia eficacia y valor como oficial del regimiento de Leopardos, evidencias que su tío tendría que aceptar.

Cruzó la calle sembrada de charcos, se guareció en un portal y sacó la radio de un bolsillo interior. Hubo una demora de escasos segundos mientras el operador local le conectaba con el despacho de su tío en Kisumu.

— Habla Curt — dijo llanamente al oír que su tío se identificaba—. ¿Puedes hablar tranquilo?

— Puedo hablar tranquilo, teniente. Pero no tengo ganas de hacerlo con usted — replicó el coronel Freeborn con la voz de un extraño; el hecho de que le interpelara formalmente era una mala señal.

— Acabo de hacer un reconocimiento de la mina por mi propia cuenta — dijo apresuradamente Curt—. He llegado lo bastante cerca para oír lo que decían Snook y el daktari…

— ¿Cómo ha logrado oírles, teniente?

— Eh…, con uno de los equipos K.80 de espionaje electrónico.

— Ya veo… ¿Y lo ha traído de vuelta?

— Desde luego — dijo indignado Curt—. ¿Por qué me lo preguntas?

— Simplemente quería saber si el señor Snook o su amigo Murphy no habían decidido quitárselo. Por lo que he sabido, usted les ha iniciado en el oficio de reventa de material del ejército…

Curt sintió que una aguja de hielo se le clavaba en la frente.

— Te has enterado de…

— Creo que todo Barandi se ha enterado… Incluso el presidente.

La sensación de frío punzante le hizo tiritar.

— No fue culpa mía. Mis hombres…

— Nada de llantos, teniente. Usted quiso divertirse con una blanca, olvidando cuál es mi opinión al respecto, y dejó que un par de civiles le desarmaran en un lugar público.

— Recobré las Uzi pocos minutos después — Curt no mencionó que su automática no había sido encontrada en el jeep.

— Podremos discutir la brillantez de su contraataque en otra ocasión, cuando usted me explique por qué no me informó del incidente — vociferó el coronel Freeborn—. Ahora esfúmese y no me haga perder más tiempo.

— Espera — dijo Curt, impaciente—, aún no has oído mi informe sobre la mina.

— ¿Y de qué se trata?

— No se irán. Planean seguir trabajando.

— ¿Y con eso?

— Pero el presidente quería que se marcharan — la reacción del tío desconcertó a Curt—. ¿No era una orden irrevocable?

— Las órdenes irrevocables han pasado de moda en Barandi — dijo el coronel.

— Para ti, tal vez — Curt sintió que se acercaba a un precipicio, pero no se detuvo—. Pero algunos de nosotros no nos hemos reblandecido por estar todo el día detrás de un escritorio.

— A partir de este momento queda usted suspendido de su servicio — dijo el tío con voz fría y distante.

— No puedes hacerme eso.

— Lo habría hecho antes de saber donde te ocultabas. Ya he hecho azotar a los tres soldados a los que contagiaste tu ineptitud y los he degradado a cocineros de rancho. En tu caso, sin embargo, creo que se impone una corte marcial.

— ¡No, tío! ¡No!

— Ese no es modo de dirigirse a un superior.

— Pero puedo echarles de la mina — dijo Curt, luchando contra la nota gemebunda que se le filtraba en la voz—. El presidente quedará complacido, y así todo…

— Suénese la nariz, teniente — ordenó el coronel—. Y cuando haya terminado de hacerlo, preséntese en el cuartel. Es todo.

Curt Freeborn miró incrédulamente la radio por un instante, luego entreabrió los dedos y la dejó caer al suelo de cemento. La minúscula señal luminosa siguió brillando como una colilla encendida en la creciente oscuridad. La aplastó con el talón metálico y luego salió bajo la lluvia, la cara lisa y joven tan impenetrable como la de una estatuilla de ébano.

Al caer la noche Ambrose ordenó un descanso y el grupo se metió bajo la plataforma para beber el café que él sirvió de una jarra grande. La lluvia había empezado a amainar un poco y un refrigerio, unido a la apretujada camaradería, volvió acogedor el precario refugio. Se les había unido Gene Helig quien contribuyó a la atmósfera de picnic con una bolsa de papel llena de chocolate y una botella de brandy sudafricano. Culver y Quig no tardaron en ponerse alegres por efectos del alcohol.

Durante la amistosa escaramuza, Snook se encontró dos veces de pie al lado de Prudence. Con la timidez de un escolar, intentó tocarle la mano con la esperanza de recrear hasta cierto punto aquel instante de intimidad, pero en ambas ocasiones ella se alejó, al parecer sin reparar en su presencia, dejándole apesadumbrado y solitario.

Automáticamente, Snook acudió a las medidas defensivas que había adoptado con éxito durante muchos años y en muchos países. Tiró el café de la taza, la llenó hasta el borde de brandy, se retiró a un extremo del refugio y encendió un cigarrillo. La bebida le encendió un fuego por dentro, pero las llamas libraban una batalla imposible contra la oscuridad que se intensificaba en la desolación circundante. Snook empezó a sentir la sombría convicción de que el proyecto de Ambrose terminaría en un desastre. Desvió los ojos con indiferencia cuando Ambrose se le acercó.